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– ¡Ya basta! -le dijo su madre con brusquedad-. Estate quieto.

El prefecto le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y terminó de atar al niño a los improvisados flotadores.

– ¿Y ahora qué? -, preguntó. -Esperen junto a la popa. Cuando yo diga, salten. Luego agiten las piernas con todas sus fuerzas para alcanzar la orilla.

La mujer se detuvo para mirarlos a ambos. -¿Y vosotros? -Les seguiremos en cuanto podamos. -El prefecto sonrió-. Y ahora, señora, si me hace el favor.

Ella dejó que la condujeran al coronamiento de popa y con cuidado pasó al otro lado de la barandilla, sujetando firmemente a sus hijos contra sus costados al tiempo que reunía el coraje para saltar.

– ¡Mamá! ¡No! -gritó el niño mientras miraba con ojos muy abiertos el proceloso mar a sus pies-. ¡Por favor, mami!

– No nos pasará nada, Elio. ¡Te lo prometo!

– ¡Señor! -chilló el capitán-. ¡Allí! ¡Mire allí!

El prefecto se dio la vuelta y, a través de los copos de nieve de la tormenta vio que se dirigía hacia ellos una ola monstruosa de cuya cresta el terrible viento arrancaba la blanca espuma. Sólo tuvo tiempo de volverse hacia la mujer y ordenarle a gritos que saltara. Luego la ola se estrelló contra el trirreme y lo lanzó contra los escollos. El agua arrastró a los miembros de la tripulación que había en la cubierta principal. Cuando Maxentio se echó hacia atrás por encima del codaste de popa, vio por un último momento al capitán, aferrado a la rejilla de la escotilla principal, con los ojos fijos en aquella destrucción que estaba a punto de sepultarlo. Una gélida oscuridad envolvió al prefecto y antes de que pudiera cerrar la boca el agua salada le llenó la garganta y la nariz. Notó que daba vueltas y más vueltas mientras los pulmones le ardían por falta de aire. En el preciso instante en que pensó que sin duda iba a morir llegó a sus oídos por un momento el estruendo de la tormenta. Luego se desvaneció por un segundo antes de que su cabeza irrumpiera de nuevo en la superficie. El prefecto respiró con dificultad al tiempo que pataleaba para no hundirse. El agitado océano lo levantó y vio que la playa no estaba muy lejos. No había ni rastro del trirreme. Ni de un solo miembro de la tripulación. Ni siquiera de la mujer y los niños. El oleaje lo acercó un poco más a las rocas y la perspectiva de quedar destrozado hizo que el prefecto reanudara sus esfuerzos para nadar hacia la orilla.

Varias veces tuvo la certeza de que los escollos lo reclamarían. Pero a medida que luchaba para llegar a la playa con sus últimas fuerzas, el cabo empezó a protegerlo de las olas más poderosas. Al fin, exhausto y desesperado, notó que los pies rozaban los guijarros del fondo. Entonces la corriente de resaca lo volvió a alejar de la costa y él clamó airado contra los dioses por negarle la salvación en el último momento. Resuelto a no morir, no entonces, apretó los dientes y realizó un último y supremo esfuerzo para alcanzar la orilla. Entre la batiente espuma de otra ola, se arrastró con mucho dolor por encima de los guijarros y se preparó para resistir la resaca cuando la ola se retirara. Antes de que la siguiente ola pudiera romper contra la playa, Maxentio subió gateando por la empinada cuesta de guijarros y luego se tiró al suelo, completamente agotado y respirando con dificultad.

A su alrededor la tormenta rugía y las frías ráfagas de nieve se arremolinaban en el aire. Fue entonces cuando, una vez a salvo en tierra, el prefecto se dio cuenta de lo aterido que se le había quedado el cuerpo. Tembló intensamente mientras intentaba reunir la energía suficiente para moverse. Antes de que pudiera hacerlo se oyó el repentino ruido de piedras al desperdigarse allí cerca y alguien se sentó a su lado.

– ¡Valerio Maxentio! ¿Estás bien? Se sorprendió de la fuerza de la mujer cuando ésta lo levantó y lo puso de lado. Él asintió moviendo la cabeza.

– ¡Entonces vamos! -ordenó ella-. Antes de que te congeles.

Se echó uno de los brazos del hombre alrededor del hombro y lo ayudó a subir por la playa hacia una quebrada poco profunda bordeada por las negras siluetas de unos árboles raquíticos. Allí, refugiados bajo un tronco caído, los dos niños estaban agazapados sobre la masa empapada que era la capa del prefecto.

– Poneos debajo. Todos. Ella se les unió y los cuatro se acurrucaron tan juntos como pudieron bajo los húmedos pliegues, tiritando violentamente mientras la tormenta seguía rugiendo y la nieve empezaba a cuajar a su alrededor. Maxentio miró hacia el cabo, pero no vio ningún indicio del trirreme. Era como si su buque insignia nunca hubiera existido, tan absoluta había sido su destrucción. No parecía haber sobrevivido nadie más. Nadie.

Un súbito ruido de guijarros llegó a sus oídos por encima del aullido del viento. Por un momento pensó que debía de haberlo imaginado. El sonido volvió a repetirse y en esa ocasión tuvo la certeza de haber oído también voces.

– ¡Hay más supervivientes! -le dijo a la mujer con una sonrisa al tiempo que se ponía de rodillas con cuidado-. ¡Aquí! ¡Aquí! -gritó.

Una figura oscura apareció por la esquina del claro de la quebrada. Luego otra.

– ¡Aquí! -El prefecto agitó las manos-. ¡Estamos aquí! Las figuras se quedaron quietas unos instantes, luego una de ellas exclamó algo, pero el significado de sus palabras se perdió en el viento. Levantó una lanza y les hizo una seña a otras figuras ocultas.

– ¡Cállate, Valerio! -le ordenó la mujer. Pero era demasiado tarde. Los habían visto, y más hombres se unieron a los dos primeros. Se acercaron cautelosamente a los temblorosos Romanos. Gracias a la capa de nieve que cubría el suelo, poco a poco se pudieron distinguir sus rasgos a medida que se aproximaban.

– Mami -susurró la niña-, ¿quiénes son? -¡Chitón, julial

Cuando aquellas personas estaban a tan sólo unos pasos de distancia, un rayo iluminó el cielo. Su pálido resplandor hizo brevemente visibles a aquellos individuos. Por encima de sus capas de piel de corte rudimentario, unos cabellos de alborotadas puntas se agitaban al viento. Debajo, unos ojos furibundos brillaban en unos rostros muy tatuados. Por un momento ni ellos ni los Romanos se movieron o dijeron una sola palabra. Entonces, el niño no pudo aguantar más y un débil grito de terror rompió el aire.

CAPÍTULO II

– Estoy seguro de que era por aquí -farfulló el centurión Macro al tiempo que miraba por un sombrío callejón que salía del muelle de Camuloduno-. ¿Alguna idea?

Los otros tres intercambiaron unas miradas y golpearon el suelo con los pies. junto a Cato, el joven optio de Macro, había dos mujeres jóvenes, nativas de la tribu de los Iceni, cálidamente envueltas en unas magníficas capas de invierno con ribetes de piel. Habían sido educadas por unos padres que hacía tiempo que habían previsto el día en que los césares extenderían los límites de su imperio y ocuparían Britania. Desde pequeñas, las muchachas habían aprendido latín de un esclavo culto importado de la Galia. Como consecuencia de ello el latín que hablaban tenía un acento musical, un efecto que Cato encontraba muy agradable al oído.

– Oye, tú -protestó la chica de más edad-. Dijiste que nos llevarías a una taberna cómoda y acogedora. No voy a pasarme la noche andando arriba y abajo por las calles heladas hasta que tú encuentres exactamente la que buscas. Entraremos en la próxima que veamos, ¿de acuerdo? -Se volvió hacia su amiga y Cato con una mirada feroz que exigía su aprobación. Ambos asintieron con la cabeza sin tardar.

– Tiene que ser por aquí -respondió rápidamente Macro-. Sí, ahora me acuerdo. Éste es el sitio.

– Será mejor que lo sea. Si no, nos vas a llevar a casa.

– Está bien -Macro levantó una mano apaciguadora-. Vamos.

Con el centurión en cabeza, el pequeño grupo avanzó con pasos que crujían por el estrecho callejón, formado a ambos lados por las oscuras chozas y casas de los trinovantes vecinos del lugar. La nieve había seguido cayendo durante todo el día y sólo había cesado de nevar poco después de anochecer. Camuloduno y el paisaje circundante estaban cubiertos por un grueso manto de un blanco reluciente y la mayoría de la gente estaba dentro de las casas, arrimada a la humeante lumbre. Sólo los más fuertes de entre los jóvenes lugareños se sumaron a los soldados en busca de antros donde poder pasar la noche disfrutando de la bebida, los cantos estentóreos y, con un poco de suerte, alguna pelea. Los soldados, provistos de bolsas repletas de monedas, se acercaban paseando a la ciudad desde el amplio campamento que se extendía al otro lado de la puerta principal de Camuloduno. Cuatro legiones (más de veinte mil hombres) esperaban el paso del invierno en unas burdas chozas de madera y turba, aguardando con impaciencia la llegada de la primavera para que así pudiera reanudarse la campaña para conquistar la isla.

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