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– ¿Señor?

– ¿Sí, optio?

– Yo he visto la distribución del interior del poblado fortificado. ¿Va a realizar el asalto por la puerta principal?

– Por supuesto. -Vespasiano sonrió-. Supongo que cuento con tu aprobación.

– Señor, el complejo de los Druidas se encuentra en el otro extremo del fuerte. Descubrirían nuestras intenciones con el tiempo suficiente para regresar al recinto y matar a los rehenes. En cuanto tomemos la puerta principal estarán muertos.

– Entiendo. -Vespasiano se quedó pensando un momento-. Entonces no me queda otra elección. Tengo que esperar la respuesta de Plautio. Si ha revocado la orden de ejecución, tal vez aún podríamos negociar algún tipo de acuerdo con los Druidas.

– Yo no pondría mis esperanzas en ello -dijo Boadicea. Vespasiano la miró con el ceño fruncido y luego se volvió hacia Cato.

– Pues no pintan muy bien las cosas, ¿no?

– No, señor.

– ¿Qué puedes decirme de las condiciones dentro de la fortaleza? ¿A cuántos hombres nos enfrentamos? ¿Cómo están armados?

Cato había previsto el interrogatorio y tenía las respuestas preparadas.

– No hay más de ochocientos guerreros. El doble de no combatientes y unos ochenta Druidas, quizá. Estaban trabajando en algo que parecía ser armazones de catapulta, de modo que podría ser que tuviéramos que hacer frente a una lluvia de proyectiles bastante intensa cuando entremos, señor.

– Estaremos a su altura y más -dijo Vespasiano con satisfacción-. El general me transfirió la maquinaria de la vigésima legión. Podremos lanzar sobre sus cabezas una descarga suficiente para contenerlos mientras las cohortes de asalto se acercan a la puerta.

– Eso espero, señor -replicó Cato-. La puerta es la única opción. Las zanjas están plagadas de estacas.

– Ya me lo imaginaba. -Vespasiano se puso en pie-. No hay nada más que decir. Ordenaré que os preparen un baño y un poco de comida caliente. Es lo menos que puedo ofreceros como recompensa por el trabajo que habéis realizado.

– Gracias, señor.

– Y mi más profundo agradecimiento a ti y a tu primo. -El legado se inclinó ante Boadicea-. Los Iceni veréis que Roma no dejará de recompensar vuestra ayuda en este asunto.

– ¿Para qué están si no los aliados? -Boadicea sonrió cansinamente-. Yo esperaría que Roma hiciera lo mismo por mí si alguna vez tengo hijos y se encuentran en peligro.

– Sí, claro -asintió Vespasiano-. Por supuesto.

Los acompañó hasta la salida de la tienda y les apartó la lona de la entrada gentilmente. Cato se detuvo al salir, con una expresión preocupada en el rostro.

– Señor, una última cosa, si puede ser.

– Claro, tu centurión. Cato movió la cabeza afirmativamente.

– ¿Ha… ha sobrevivido?

– Lo último que oí es que estaba vivo. -¿Está aquí, señor? -No. Mandé a nuestro enfermo de vuelta a Calleva en un convoy hace dos días. Hemos montado un hospital allí. Tu centurión recibirá los mejores cuidados posibles.

– Ah. -La renovada incertidumbre acongojó a Cato-. Supongo que es lo mejor.

– Lo es. Tendrás que perdonarme. -Vespasiano estaba a punto de darse la vuelta y volver a su escritorio cuando se apercibió de unas voces subidas de tono que provenían del exterior de su tienda de mando.

– ¿Qué demonios pasa ahí fuera? Apartó a Cato, atravesó los anchos faldones de la entrada a grandes zancadas y se fue chapoteando por el barro del exterior. Cato y los demás se apresuraron a salir tras él. No hacía falta preguntar cuál era el motivo del alboroto, todos los soldados de la segunda legión podían verlo. En la planicie de la Gran Fortaleza, algún tipo de estructura se estaba levantando lentamente por encima de la empalizada. Al oeste, el sol estaba bajo sobre el horizonte y perfilaba la enorme mole del poblado fortificado, así como aquel extraño artilugio, con un ardiente resplandor anaranjado. Se iba alzando poco a poco, maniobrado por unas manos invisibles que tiraban de una serie de cuerdas. Mientras observaba, la terrible comprensión de lo que estaba presenciando cayó sobre Cato como un golpe y se le helaron las entrañas.

La construcción estaba alcanzando la posición vertical y todo el mundo vio claramente lo que era: un inmenso hombre de mimbre, de burda forma pero inconfundible, negro en contraste con el naranja de la puesta de sol excepto allí donde lo atravesaban unos haces de luz mortecina.

El legado se volvió hacia Boadicea y le habló en voz baja.

– Pregúntale a tu hombre cuándo cree que van a prenderle fuego a esa cosa.

– Mañana por la noche -tradujo ella-. Durante la fiesta de la Primera Floración. Será entonces cuando la esposa y el hijo de tu general morirán.

Cato se fue arrimando al legado.

– Ya no creo que importe el mensaje del general, señor.

– No… Atacaremos a primera hora de la mañana. Cato sabía muy bien que todo ataque debía de ir precedido por una prolongada descarga de proyectiles contra las defensas. Sólo entonces los legionarios podrían tratar de abrir una brecha. ¿Y si los defensores demostraban la suficiente determinación como para hacer retroceder a los Romanos?

A Cato se le ocurrió una idea desesperada; los pensamientos se agolparon en su cabeza mientras trazaba rápidamente un peligroso plan, lleno de terribles riesgos, pero que acaso les proporcionara una última oportunidad de salvar a Pomponia y a Elio de las llamas del hombre de mimbre.

– Señor, puede que aún haya una manera de rescatarlos -dijo Cato en voz baja-. Si es que puede cederme a veinte buenos soldados y a Prasutago.

CAPÍTULO XXXIV

Mucho antes del alba, el terreno ante la puerta principal del poblado fortificado se llenó con los sonidos de la actividad que allí tenía lugar: el rítmico golpear de los macizos pisones que compactaban la tierra y nivelaban el suelo para formar las plataformas de las máquinas de proyectiles, el incesante avance de las ruedas al acercarse los carros de maquinaria para descargar las ballestas y las catapultas. Los soldados hacían grandes esfuerzos y resoplaban al colocar los pesados mecanismos de madera en sus cureñas. La munición se descargó y se amontonó junto a las armas; luego los servidores empezaron una sistemática comprobación de las cuerdas tensoras y los trinquetes y engrasaron cuidadosamente los mecanismos de suelta.

Los Durotriges se habían alineado en las paredes de las defensas de la puerta y se esforzaban para ver lo que ocurría más abajo en la oscuridad. Probaron a lanzar flechas en llamas que describían unos relucientes y altos arcos hacia las líneas Romanas con la esperanza de llegar a ver la naturaleza de los preparativos Romanos. Pero dado el escaso alcance de sus arcos ni una sola de las flechas llegó más allá del terraplén exterior y se quedaron sin saber los planes del enemigo. La avanzadilla Romana se había abierto camino al amparo de la oscuridad y entabló unos breves y feroces combates con las patrullas Durotriges situadas en las proximidades de la puerta principal, por lo que finalmente los nativos se cansaron de tratar de atravesar la barrera enemiga y volvieron a retirarse todos al interior de la empalizada para aguardar a que amaneciera.

Con el primer atisbo de luz en el cielo, Vespasiano dio la orden para que la primera cohorte se situara en su punto de partida y se preparara para avanzar. Los acompañaban pequeños grupos de ingenieros que llevaban escaleras y un ariete. En una de las centurias se distribuyeron arcos compuestos para que proporcionaran apoyo a la cohorte cuando estuviera lista para forzar la puerta principal. Todos ellos estaban preparados, unas borrosas filas de hombres silenciosos bien protegidos con las corazas, las armas afiladas y los corazones llenos de las habituales tensiones y dudas sobre un asalto tan peligroso como aquél. Una batalla campal no era nada comparado con aquello, y hasta el recluta más novato lo sabía.

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