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CAPÍTULO XVI

– ¿Ayer por la tarde, dices? -Vespasiano arqueó las cejas cuando el decurión de caballería terminó su informe.

– Sí, señor -respondió el decurión-. Aunque ya más bien era de noche que por la tarde, señor.

– ¿Y cómo es que no habéis regresado a la legión hasta el amanecer?

El decurión bajó la mirada y parpadeó un instante.

– Al principio nos íbamos topando con ellos continuamente, señor. Daba la impresión de que estaban por todas partes, jinetes, cuadrigas, infantería… de todo. De modo que dimos la vuelta, retrocedimos y efectuamos un rodeo durante la noche. Al cabo de un rato me di cuenta de que me había perdido y tuve que modificar el rumbo. Antes del amanecer ya estábamos de camino al oeste, señor. Tardamos un poco en divisar Calleva. Entonces vinimos lo más rápido que pudimos, señor.

– Entiendo. -Vespasiano escudriñó la expresión del decurión buscando alguna señal de malicia. No toleraría que ningún oficial antepusiera su seguridad personal a la de sus compañeros. Cubierto de barro y al parecer agotado, el decurión se cuadró con toda la dignidad de la que fue capaz. Hubo un tenso silencio mientras Vespasiano lo miraba fijamente. Al final, dijo-: ¿Con cuántos efectivos contaban los Durotriges?

Se alegró al ver que el decurión hacía una pausa para considerar su respuesta, en vez de tratar de complacer de forma impulsiva a su legado con un cálculo apresurado.

– Dos mil… dos mil quinientos tal vez, pero no más, señor. Quizás una cuarta parte fuera infantería pesada. El resto eran tropas ligeras, algunas de ellas armadas con hondas, y había unos treinta carros de guerra. Eso es todo lo que vi, señor. Podrían haberse añadido más durante la noche.

– Lo sabremos muy pronto. -Vespasiano hizo un gesto con la cabeza para señalar la entrada de la tienda--. Tú y tus hombres podéis retiraros. Que coman y descansen.

El decurión saludó, se dio la vuelta rápidamente y se alejó del escritorio del legado. A sus espaldas, Vespasiano llamó con un grito al oficial de Estado Mayor que estaba de servicio. Al cabo de un instante uno de los tribunos subalternos, uno de los hijos menores del clan de los Camilos (mucha túnica ricamente adornada y poco cerebro) irrumpió en la tienda apartando al decurión al pasar.

– ¡Tribuno! -rugió Vespasiano. Tanto el decurión como el tribuno se estremecieron-. ¡Te agradecería que no trataras a tus compañeros oficiales con tanta descortesía!

– Señor, yo sólo respondía a…

– ¡Basta! Si vuelve a suceder algo parecido haré que el decurión aquí presente te lleve con él a una prolongada patrulla que no olvidarás fácilmente.

El decurión esbozó una amplia sonrisa de deleite al imaginarse ese joven y delicado culo aristocrático en carne viva a causa del roce de la silla. Luego agachó la cabeza para salir de la tienda y fue a ver a sus hombres.

– Tribuno, da la orden para que la legión se ponga en estado de alerta. Quiero a la primera, segunda y tercera cohortes listas para emprender la marcha lo más pronto posible. El resto guarnecerán las defensas. Las quiero formadas en el sendero al otro lado de la puerta sur. ¿Lo has entendido?

– ¡Sí, señor! -Pues ocúpate de ello, por favor. El joven se dio la vuelta y corrió hacia la entrada. -¡Tribuno! -lo llamó Vespasiano. El tribuno se giró y se sorprendió al ver una débil sonrisa en el rostro de Vespasiano.

– Quinto Camilo, trata de irradiar una calmada profesionalidad cuando estés cumpliendo con tu deber. Encontrarás que te ayudará en las relaciones con los oficiales de carrera y no alarmará tanto a los soldados bajo tu mando. A nadie le gusta pensar que su destino está en manos de un colegial demasiado crecido.

El tribuno se puso rojo como un tomate pero se las arregló para contener el enojo y la vergüenza que sentía. Vespasiano ladeó la cabeza para señalar la entrada y el tribuno se volvió y se alejó caminando con rigidez.

Había sido un severo desaire, pero a partir de entonces Camilo consideraría con más detenimiento su manera de comportarse. La forma en que uno se presentaba ante los oficiales de carrera y la tropa determinaba la estima en la que éstos tendrían a las clases más altas de la sociedad Romana. Vespasiano era muy consciente de que, por regla general, los jóvenes aristócratas que cumplían su período de servicio en las legiones eran despreciados por la tropa. Y la arrogante inmadurez de jóvenes caballeros como Camilo no hacía más que empeorar el lamentable estado de las cosas. Las distinciones sociales dentro de la esfera militar eran ya de por sí un tema delicado, sin necesidad de que la situación empeorara. Si en el futuro Camilo adoptaba el porte de un profesional tranquilo, eso contribuiría en cierta medida a paliar el resentimiento de los soldados que tal vez algún día tuviera que dirigir en batalla.

Los pensamientos de Vespasiano volvieron al asunto que había estado considerando antes de que le llegara la noticia de la situación apurada de la cuarta cohorte. Todavía no había recibido respuesta al mensaje que le había enviado al general Plautio. El mensajero podía haberse retrasado, por supuesto. Los senderos de los nativos eran de una calidad muy mala aun cuando hacía buen tiempo. No obstante, incluso considerando ese factor, a esas alturas ya debería haber tenido noticias del general.

Un día más, decidió. Si a la mañana siguiente seguía sin saber nada, mandaría otro mensaje. Mientras tanto, las trompetas hacían sonar el toque de reunión; los legionarios estarían saliendo a trompicones de las tiendas, soltando maldiciones a la vez que se abrochaban como podían la coraza y las armas.

Todos los soldados estaban entrenados para responder instantáneamente a la llamada de la trompeta y el legado no era una excepción.

– ¡Pasad la orden de que venga mi esclavo personal! -gritó Vespasiano.

El ascenso por las escaleras de la atalaya situada por encima de la puerta sur sirvió para recordarle a Vespasiano la baja forma que había adquirido durante los últimos meses. Se metió por la trampilla y se quedó apoyado en el antepecho un momento, respirando con dificultad. Tenía que haber hecho aquello antes de ponerse la robusta coraza. El peso muerto del bronce plateado sumado al resto de su equipo duplicaba el esfuerzo requerido para trepar por las escaleras. Demasiado papeleo y muy poco ejercicio, reflexionó Vespasiano, y eso iba a ser su ruina como soldado. A sus treinta y cinco años empezaba a sentir el comienzo de la madurez y era muy humano preferir las comodidades domésticas a las penurias físicas de las campañas. El período de servicio de Vespasiano finalizaría el año próximo y la perspectiva de volver a Roma, con todas las oportunidades para darse caprichos que ello implicaba, era muy reconfortante. Hasta valdría la pena perder un miembro si ello suponía escapar del horrible clima de aquella isla de humedad y llovizna perpetuas. No obstante, ninguno de los nativos con los que había tenido trato social en Camuloduno había expresado la más mínima queja sobre el clima Britano cuando él había sacado el tema. La humedad debía de habérseles subido a la cabeza, decidió Vespasiano con una sonrisa irónica.

Levantó la vista, apartó todos sus pensamientos y se concentró en la situación que se revelaba ante él bajo la luz del sol de primera hora de la mañana. Abajo, los sólidos troncos de la puerta sur se habían abierto hacia el interior y la primera cohorte, con el doble de efectivos que las demás, pasó lentamente por la puerta. Tras ellos emprenderían la marcha dos cohortes más, casi dos mil hombres en total. Vespasiano confiaba en que dicha fuerza sería más que suficiente para ahuyentar a los Durotriges que se aglomeraban alrededor de las lejanas filas de la cuarta cohorte, apenas visibles en la cima de una colina distante. Calculó que la cuarta se encontraba todavía a unas tres millas de distancia, lo cual significaba que la columna de relevo no la alcanzaría hasta al cabo de una hora más o menos. La cuarta cohorte tendría que ser capaz de mantener a raya a los Durotriges al menos durante ese tiempo. Vespasiano estaba contento con la manera en que habían ido las cosas. En lugar de tener que pasarse infructuosas semanas consolidando las defensas de los atrebates y tratando de dar caza a los grupos de asaltantes Durotriges, sus jefes Druidas los habían entregado amablemente a la segunda legión. Si ese día podían infligirles una rápida derrota, la inminente campaña iba a tener muy buen comienzo.

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