Cuando el prefecto alzó las rodillas del suelo y los rodeó con los brazos para intentar crear un centro de calor que los reconfortara un poco, una mano le dio unos suaves golpecitos en el hombro.
– ¿Señora?
– Eres Valerio Maxentio, ¿no es cierto?
– Sí, mi señora. -Bien, Valerio. Cobíjate bajo la capa con nosotros. Antes de que te mueras de frío.
La despreocupación con la que la mujer había utilizado su nombre de pila sorprendió momentáneamente al prefecto. Luego farfulló unas palabras de agradecimiento, se acercó y se colocó al lado de la mujer y se arrebujó en la capa. El niño estaba sentado encogido entre ellos dos, tiritaba mucho y de vez en cuando el cuerpo se le sacudía al estallar en sollozos.
– Tranquilo -le dijo el prefecto con dulzura--. No nos pasará nada. Ya lo verás.
Una serie de relámpagos iluminaron la cabina y el prefecto y la mujer se miraron el uno al otro. La mirada de ella era inquisitiva y él negó con la cabeza. Un fresco torrente de agua plateada entró en la cabina por la escotilla. Las grandes vigas de madera del trirreme crujían a su alrededor puesto que la estructura de la embarcación se veía sometida a fuerzas que sus constructores nunca habían imaginado. El prefecto sabía que las juntas de la nave no aguantarían aquella violencia mucho más y que al final el mar se la tragaría. Y todos los esclavos encadenados a los remos, la tripulación y los pasajeros se ahogarían dentro de ella. No pudo soltar una maldición en voz baja. La mujer adivinó sus sentimientos.
– Valerio no es culpa tuya. No podías haber previsto esto.
– Lo sé, señora, lo sé.
– Aún podría ser que nos salváramos.
– Sí, señora. Si usted lo dice.
Durante toda la noche la tormenta arrastró el trirreme a lo largo de la costa. En medio de las jarcias, el capitán soportaba el penetrante frío para buscar un lugar adecuado en el que intentar varar la embarcación. Todo el tiempo fue consciente de que el barco que tenía bajo sus pies respondía cada vez peor ante las olas. Les habían quitado los grilletes a algunos esclavos para que ayudaran a achicar el agua bajo cubierta. Estaban sentados en fila y se pasaban los cubos de mano en mano para vaciarlos por la borda. Pero aquello no era suficiente para salvar el barco; simplemente retrasaba el momento inevitable en que una gigantesca ola se abatiría sobre el trirreme y lo hundiría.
Al capitán le llegó un lamento desesperado proveniente de los esclavos que aún seguían encadenados a sus bancos. El agua ya les llegaba a las rodillas y para ellos no habría esperanza de salvación cuando el barco se fuera a pique. Otros tal vez sobrevivieran un tiempo, aferrados a los restos de la nave antes de que el frío acabara con ellos, pero, para los esclavos, la perspectiva de ahogarse era segura y el capitán comprendía muy bien su histerismo.
La lluvia pasó a ser aguanieve y luego nieve. Unos densos copos blancos se arremolinaban en el viento y se iban posando en distintas capas sobre la túnica del capitán. Estaba perdiendo la sensibilidad en las manos y se dio cuenta de que debía regresar a cubierta antes de que el frío le impidiera agarrarse bien a las jarcias. Pero en el preciso momento en que iniciaba el descenso divisó la oscura prominencia de un cabo por encima de la proa. La nívea espuma batía contra los recortados peñascos al pie del acantilado, apenas a media milla de distancia frente a ellos.
El capitán descendió rápidamente hasta cubierta y se dirigió a toda prisa a popa, hacia el timonel.
– ¡Ahí delante hay escollos! ¡Todo a la banda!
El capitán se abalanzó sobre la manija de madera e hizo fuerza junto con el timonel contra la presión del mar que barría la borda por encima del ancho gobernalle. Poco a poco el trirreme respondió y el bauprés empezó a virar alejándose del cabo. Bajo el resplandor de los relámpagos vieron los oscuros y relucientes dientes de las rocas que afloraban entre el rompiente oleaje. El rugido de su embate se oía incluso por encima del aullido del viento. Por un momento el bauprés se negó a girar más hacia mar abierto y al capitán lo invadió un sentimiento de negro y frío desespero. Entonces, un afortunado cambio en el viento hizo virar el bauprés y lo apartó de las rocas que ya estaban a unos treinta metros de la proa. -¡Eso es! ¡Mantenlo así! -le gritó al timonel.
Con la pequeña envergadura de la vela mayor tirante bajo la fuerza del viento, el trirreme avanzó por encima del mar embravecido. Más allá del cabo, el acantilado se ensanchaba y daba paso a una playa de guijarros detrás de la cual el terreno se elevaba y dejaba ver unos cuantos árboles raquíticos dispersos. Las olas batían la playa con un enorme flujo de espuma blanca.
– ¡Allí! -Señaló el capitán-. Lo haremos encallar allí.
– ¿Con este oleaje? -gritó el timonel-. ¡Es una locura!
– ¡Es nuestra única posibilidad! ¡Ahora, a la caña del timón, conmigo!
Con la pala del timón haciendo fuerza en dirección contraria, el trirreme fue balanceándose hacia la costa. Por primera vez aquella noche el capitán se permitió creer que aún podrían salir vivos de aquella tempestad. Hasta se rió de júbilo por haber desafiado el peor de los ataques que Neptuno podía lanzar contra aquellos que se aventuraban a adentrarse en sus dominios. Pero con la seguridad de la costa casi al alcance, finalmente el mar los sometió a su fuerza. Un fortísimo oleaje surgió desde las negras profundidades del océano e impulsó al trirreme hacia arriba, cada vez más alto, hasta que el capitán se encontró con que estaba mirando por encima de la orilla. Entonces la cresta se deslizó por debajo de ellos y el barco cayó como una piedra. Con una estrepitosa sacudida que derribó a toda la tripulación, la proa se estrelló contra la irregular esquirla de una roca situada a cierta distancia del pie del cabo. El capitán recuperó rápidamente el equilibrio y la firme cubierta bajo sus botas le indicó que el barco ya no estaba a flote.
La siguiente ola hizo girar al trirreme de forma que la popa quedó más próxima a la playa. Un crujido desgarrador proveniente de la parte delantera hablaba de los estragos causados. Desde abajo llegaban los gritos y alaridos de los esclavos mientras el agua bajaba en cascada por toda la longitud del trirreme. En cuestión de momentos la embarcación se asentaría y las olas que siguieran la empujarían hacia las rocas con todo lo de a bordo.
– ¿Qué ha pasado? El capitán se dio la vuelta y vio al prefecto Maxentio saliendo por la escotilla. La oscura masa de tierra que había allí cerca y el refulgente color negro de la roca empapada fueron explicación suficiente. El prefecto le gritó a través de la escotilla a la pasajera que subiera a sus hijos a cubierta. Luego se volvió de nuevo hacia el capitán.
– ¡Debemos sacarlos de aquí! ¡Tienen que llegar a la orilla! Mientras la mujer y los niños se acurrucaban junto al pasamano de popa, Valerio Maxentio y el capitán amarraron con gran esfuerzo varios pellejos inflados juntos. A su alrededor la tripulación se preparaba con cualquier cosa que encontraban que pudiera flotar. El griterío bajo cubierta se intensificó hasta convertirse en unos espeluznantes alaridos de abyecto terror mientras el trirreme se asentaba hundiéndose más en el oscuro océano. Los chillidos cesaron súbitamente. Un miembro de la tripulación que estaba en cubierta dio un grito y señaló la escotilla de la cubierta principal. No muy por debajo de la rejilla brillaba el agua del mar. Lo único que evitaba que el barco se hundiera definitivamente era la roca en la que la proa estaba encallada. Una ola grande podría terminar con ellos.
– ¡Por aquí! -les gritó Maxentio a la mujer y a los niños-. ¡Rápido!
Mientras las primeras olas empezaban a romper sobre cubierta, el prefecto y el capitán ataron a sus pasajeros a los odres. Al principio el niño protestó y se retorció muerto de miedo cuando Maxentio intentó ceñirle la cuerda a la cintura.