– No exageres. -Plautio depositó su copa en una mesa auxiliar y se inclinó para acercarse más a su legado-. Muy bien, Vespasiano. No te ordenaré que hagas esto. Te lo pediré. ¿Tú no tienes familia? ¿No comprendes los demonios que me empujan a hacerlo? Por favor, accede a hacer lo que te pido.
– No. -Vespasiano sacudió la cabeza en señal de negación-. No puedo permitirlo. Lo que le aflige, Plautio, es una tragedia personal. No lo convierta en una tragedia pública. El Imperio ya no puede permitirse más desastres como el de Varo. Usted es un general en servicio activo. En campaña su familia es el ejército que tiene a su alrededor. Los soldados son como sus hijos. Ellos confían en usted para que los dirija con sensatez y no para que los exponga a un riesgo innecesario.
– Por favor, ahórrame la retórica barata, Vespasiano. No soy ningún plebeyo veleidoso del foro.
– No, no lo es… Permítame que pruebe con otro argumento. Piense en sus sentimientos hacia su esposa y sus hijos. Tal como ha dicho, yo también tengo una familia, y sólo el hecho de imaginármelos en manos de los Druidas ya es bastante tormento. Pero para usted es una realidad, y comparado con eso mi imaginación atormentada no es otra cosa que una burda imitación. Ahora, multiplíquelo por mil y más. Ésa es la magnitud del sufrimiento que va a infligirles a las familias y amigos de los soldados a los que condenaría a muerte si ordena que la segunda legión se ponga en marcha mañana sin provisiones ni apoyo de maquinaria de guerra.
Plautio cerró los ojos y se frotó la arrugada frente, como si de algún modo eso pudiera aliviar su sufrimiento interno. Vespasiano lo observó con detenimiento, intentando hallar cualquier señal de que sus argumentos hubieran logrado su objetivo. Si el general no cambiaba de opinión, Vespasiano sabía que tendría que negarse a asumir el mando de la segunda al día siguiente. Eso condenaría completamente su carrera. Pero no iba a tomar parte en el inútil e insensato plan del general. Desafiaría a Plautio a que encontrara otro hombre al que nombrar legado. En cuanto Vespasiano pensó en ello se dio cuenta de que a su sustituto lo elegirían por su buena disposición para hacer lo que al general se le antojara, no por sus dotes de liderazgo. Semejante nombramiento no haría otra cosa que empeorar mucho más el inevitable desastre. Vespasiano fue consciente de que estaba atrapado. Abandonar el mando sería incrementar el riesgo, ya terrible, de sus hombres. Permanecer al mando al menos le ofrecería una oportunidad de limitar el daño. Maldijo su suerte en silencio.
– Muy bien, Vespasiano. ¿Cuándo puede estar lista la segunda legión para atacar a los Durotriges?
– ¿Con carros de suministros y maquinaria? Plautio dijo que sí con la cabeza de mala gana y la desesperación de Vespasiano se desvaneció. Por muy insensato que pudiera ser el resto del plan, al menos la segunda legión tendría ocasión de combatir. Al mirar a Plautio, juzgó que el general había cedido todo el terreno que estaba dispuesto a ceder.
– Necesito veinte días. -¡Veinte! Eso es dejar muy poco margen.
– Reconozco que eso nos deja veinte días menos para encontrarlos, pero compare ese retraso con la pérdida de la legión. Además… -Por un momento a Vespasiano se le agolparon las ideas en la cabeza.
– ¿Además, qué?
El legado se apresuró a unir todas las piezas en su pensamiento antes de seguir hablando.
– Bueno, señor, tal vez la legión tarde veinte días en estar lista para ponerse en marcha, pero, ¿por qué esperar hasta entonces para empezar a buscar a su familia?
– No estoy de humor para pistas crípticas. Habla claro, legado, y mejor será que valga la pena.
– ¿Por qué no mandar a unos cuantos hombres a explorar los pueblos y fuertes mientras la legión se prepara para avanzar? Ese hombre que trajo consigo, el iniciado a druida. Usted dijo que conoce a los Durotriges. Él podría guiar al grupo e intentar descubrir dónde retienen a su familia. ¿Quién sabe? Puede que incluso logren rescatarlos ellos solos. No puede ser peor que tener a la segunda legión abriéndose camino a la fuerza por el campo; los Druidas se enterarían con mucha anticipación e irían trasladando a su familia de un lugar a otro. -Vespasiano hizo una pausa-. Probablemente no los recuperaríamos si nos basáramos en una estrategia tan burda. Si están retenidos en un fuerte y nosotros lo asediamos, lo más seguro es que los Druidas los maten antes que darnos la oportunidad de conseguirlo.
El general Plautio consideró la propuesta un momento.
– No me gusta. No puedo arriesgarme a que un puñado de soldados lleven a cabo un chapucero intento de rescate en medio de territorio enemigo. Es más probable que eso lleve al asesinato de mi familia más que otra cosa.
– No, señor -replicó Vespasiano con firmeza-. Yo diría que es nuestra gran oportunidad. Si su Britano realmente conoce el terreno que pisa y a sus gentes, tenemos muchas posibilidades de encontrar a los rehenes antes de que el enemigo se entere del avance de la segunda.
Plautio frunció el ceño.
– Tu gran oportunidad acaba de bajar a la categoría de muchas posibilidades.
– Mejor muchas que pocas o ninguna, señor.
– ¿Estás pensando en alguien para esta misión?
– No, señor -admitió Vespasiano-. No he previsto tantas cosas. Pero necesitamos a unos soldados con mucha iniciativa. Tendrán que ser personas de recursos, buenos en combate… si es que al final la cosa se reduce a eso…
Plautio alzó la vista. -¿Qué me dices del centurión que enviaste a recuperar el arcón de la paga del César poco después de desembarcar? Él y ese optio que tiene. Que yo recuerde lo hicieron muy bien.
– Sí, es cierto -reflexionó Vespasiano-. Muy bien, ya lo creo.
CAPÍTULO XIX
– ¡Vamos, bellezas soñolientas! -rugió el centurión Hortensio al tiempo que metía la cabeza en la tienda de Macro. Éste se hallaba profundamente dormido en su catre de campaña y roncaba con un profundo y grave retumbo. A un lado estaba Cato, desplomado sobre un escritorio en el que había estado recopilando los efectivos de la sexta centuria que habían regresado cuando la irresistible necesidad de descansar finalmente lo había vencido., Fuera, en la hilera de tiendas de la centuria, los soldados también estaban profundamente dormidos, y lo mismo ocurría con el resto de la cuarta cohorte; A excepción del centurión superior Hortensio. Tras ocuparse de los heridos y dar órdenes de que se preparara una comida caliente para la cohorte, se había ido a presentar su informe.
Estar en presencia no tan sólo del legado, sino también del comandante de todas las fuerzas Romanas en Britania, le sorprendió un poco. Cansado como estaba, Hortensio se cuadró y se quedó mirando rígidamente al frente mientras resumía la corta historia de la patrulla de la cuarta cohorte. Aportando los detalles estrictamente necesarios, sin aderezos, Hortensio dio el parte con la formal monotonía de un profesional con muchos años de servicio. Contestó a las preguntas con el mismo estilo.
Mientras rendía su informe, Hortensio tuvo la sensación de que, al parecer, el general quería mucho más de sus respuestas de lo que él podía proporcionar con ellas. El hombre parecía estar obsesionado hasta con los más pequeños detalles concernientes a los Druidas y se horrorizó cuando le contaron el asesinato de los prisioneros Druidas a manos de Diomedes.
– ¿Los mató a todos?
– Sí, señor.
– ¿Qué hicisteis con los cadáveres? -preguntó Vespasiano.
– Los arrojamos al pozo, señor, y luego lo rellenamos. No quería darles más excusas a sus amigos para que nos lo hicieran pasar mal.
– No, supongo que no -repuso Vespasiano al tiempo que le dirigía una rápida mirada al general. Las preguntas continuaron un rato más antes de que el general cediera y le señalara la puerta con un gesto brusco. A Vespasiano lo enojó el despreocupado modo en que el general había despedido al veterano centurión.