– Una última cosa, centurión -lo llamó Vespasiano. Hortensio se detuvo y se dio la vuelta.
– ¿Señor? -Hiciste un excelente trabajo. Dudo que haya muchos hombres que hubiesen podido dirigir la cohorte como tú lo hiciste.
El centurión inclinó levemente la cabeza como señal de reconocimiento ante aquel halago. Pero Vespasiano no estaba dispuesto a que el asunto quedara ahí. Puso mucho énfasis en sus siguientes palabras.
– Imagino que habrá algún tipo de distinción o galardón por tu comportamiento…
El general Plautio levantó la vista.
– Esto, sí… sí, por supuesto. Algún tipo de galardón.
– Muchas gracias, señor. -Hortensio dirigió la respuesta a su legado.
– En absoluto. Es algo bien merecido -dijo resueltamente Vespasiano-. Y ahora, una última cosa: ¿tendrías la gentileza de decirles al centurión Macro y a su optio que vengan a vernos? Enseguida, si eres tan amable.
Cato había sumergido la cabeza en un barril de agua helada para intentar estar más despierto frente a su legado y, cuando Macro y él entraron en la tienda de mando, ofrecía un aspecto lamentable. Tenía el cabello oscuro pegado a la frente y unas gotas de agua le bajaban por los lados de la nariz y goteaban dejando oscuras salpicaduras en su túnica. Macro lo miró de reojo y frunció el ceño, ajeno en gran medida a su propio aspecto. Desde que había regresado al campamento sólo se había quitado los correajes y la armadura y todavía llevaba puestas las mismas túnicas sucias, rotas y ensangrentadas de los tres últimos días de marcha y combate. Sus cortes superficiales y rasguños tampoco se habían vendado en absoluto; la sangre seca aún formaba una costra en sus brazos y piernas. El jefe administrativo del legado frunció el labio al verlos cuando se aproximaron a su escritorio situado en el exterior de la tienda de día del general; era muy poco probable que, a ojos de Plautio, esos dos hicieran mucho bien a la reputación de la legión. El administrativo añadió una nariz arrugada a su expresión de desagrado cuando los dos soldados se detuvieron ante él.
– ¿Centurión Macro? ¿No podía haberse presentado en condiciones más respetables, señor?
– Nos dijeron que viniéramos lo antes posible. -Sí, pero aun así… -El administrativo jefe miró con desaprobación a Cato, del que caían gotas peligrosamente cerca de sus papeles-. Al menos podrías haber dejado que primero se secara tu optio.
– Estamos aquí -dijo Macro, demasiado cansado para enfadarse con el administrativo-. Será mejor que se lo digas al legado.
El administrativo se levantó de su taburete.
– Esperen. -Se deslizó por la lona de la tienda y la volvió a cerrar a sus espaldas.
– ¿Tiene alguna idea de qué va todo esto, señor? -Cato se frotó los ojos; ya casi se le había pasado la refrescante impresión del agua fría.
Macro negó con la cabeza.
– Lo siento, muchacho. -Trató de pensar en alguna falta que él o sus hombres pudieran haber cometido de forma involuntaria. Probablemente habían vuelto a sorprender a alguno de los reclutas haciendo sus necesidades en la letrina de los tribunos, pensó para sus adentros-. Dudo que estemos metidos en ningún problema serio, así que tranquilízate.
– Sí, señor.
El administrativo reapareció. Se quedó de pie a un lado de la lona de la tienda y la mantuvo abierta para que pasaran.
– De todos modos, muy pronto lo vamos a averiguar -masculló Macro al tiempo que se adelantaba. Una vez dentro arqueó las cejas al ver al general, igual que Hortensio había hecho antes que él. Luego se acercó a los oficiales superiores y se puso en posición de firmes. Cato, que al ser más joven carecía de la resistencia del veterano centurión, avanzó arrastrando los pies hasta situarse a su lado y se puso rígido, adoptando la postura apropiada como pudo. Macro saludó a su legado.
– El centurión Macro y el optio Cato a sus órdenes, señor. -Descansen -ordenó Plautio. El general les lanzó una mirada de desaprobación antes de volverse hacia Vespasiano-. ¿Éstos son los hombres de los que estábamos hablando?
– Sí, señor. Acaban de volver de patrulla. No los ha pillado en su mejor momento.
– Eso parece. Pero, ¿son tan de fiar como dices? Vespasiano movió la cabeza afirmativamente, incómodo por estar hablando de los dos soldados como si ellos no estuvieran presentes. Había notado que las personas de ascendencia aristocrática, como Aulo Plautio, tenían tendencia a considerar a las clases bajas como parte del decorado sin pararse a pensar ni por un momento lo humillante que era ser tratado de esa manera. El abuelo de Vespasiano había sido un centurión, igual que aquel hombre que estaba ante ellos, y fue únicamente gracias a las reformas sociales del emperador Augusto que las personas de más humilde linaje pudieron ascender hasta los más altos cargos de Roma. A su debido tiempo, Vespasiano y su hermano mayor, Sabino, tal vez se convirtieran en cónsules, la posición más elevada que podía alcanzar un senador. Pero los senadores de las familias más antiguas seguirían mirando a los Flavios por encima de sus distinguidos hombros y mascullando comentarios maliciosos entre ellos acerca de la falta de refinamiento de los arribistas.
– ¿Confías en ellos? -insistió Plautio.
– Sí, señor. Absolutamente. Si alguien puede hacer el trabajo son estos dos.
A pesar de su agotamiento, a Cato le picó la curiosidad y eso agudizó su concentración. Apenas pudo contener una mirada hacia su centurión. Fuera cual fuera ese «trabajo», provenía directamente de las altas esferas y tenía que ser una oportunidad para distinguirse y demostrarles a los demás soldados de la legión y, lo que era más importante, a sí mismo, que era digno del galón blanco de optio que llevaba en el hombro.
– Muy bien -dijo el general-. Entonces será mejor que los informes.
– Sí, señor. -Vespasiano puso en orden sus pensamientos rápidamente. Tal como estaban las cosas, la segunda tenía que desviar su ofensiva hacia el corazón del territorio de los Durotriges en lugar de apoyar la campaña principal al norte del Támesis. La preocupada mente de Vespasiano se veía atormentada por los peligros que aquello representaba para sí mismo y para sus hombres, a dos de los cuales debía mandar entonces a una muerte casi certera. Una muerte, además, a manos de los Druidas, que se asegurarían de causar el mayor tormento posible durante el proceso.
– Centurión, recordarás la muerte del prefecto de la flota, Valerio Maxentio, hace unos días.
– Sí, señor. -Quizá te acuerdes de las peticiones que le obligaron a hacer antes de asesinarlo.
– Sí, señor -repitió Macro, y Cato asintió con la cabeza, rememorando vívidamente la escena.
– Los rehenes que mencionó, los que se ofrecieron a cambio de los Druidas que capturamos en Camuloduno, son la esposa y los hijos del general Plautio.
Tanto Macro como Cato se quedaron estupefactos y no pudieron evitar dirigir la mirada al general. Estaba sentado con los ojos clavados en su regazo, completamente inmóvil. Cato vio los hombros caídos de cansancio y el rostro atribulado de aquel hombre. Por un momento sintió lástima del general hasta que lo vergonzoso de tal sentimiento lo incomodó. Cuando Aulo Plautio levantó la mirada y la cruzó con él fue como si intuyera que había revelado más cosas de sí mismo de las que debería. El general enderezó los hombros y se concentró en la elucidación del legado con una expresión severa y atenta.
– El general Plautio me ha autorizado para que mande a un pequeño grupo al territorio de los Durotriges para que busquen y, si se presenta la oportunidad, para que rescaten a su familia, a Pomponia y los dos niños, Julia y Elio. Se acuerda de la discreción con la que vosotros dos recuperasteis el arcón de la paga de César el año pasado y yo estoy de acuerdo con su elección para la tarea. -Vespasiano dejó que sus palabras hicieran mella-. Centurión, conozco tu valía, y el optio aquí presente no tiene necesidad de demostrarme nada más. No os voy a engañar, esta misión es más peligrosa que cualquier otra que os hayan podido encomendar hasta ahora. No os ordenaré que vayáis, pero no se me ocurren otros dos miembros de la legión con más probabilidades de realizar con éxito este cometido. La decisión es vuestra. Pero si lo lográis, el general y yo nos aseguraremos de recompensaros generosamente. ¿No es así, señor?