CAPÍTULO XXIX
Cato se sentía peor de lo que nunca se había sentido en toda su vida. Ellos cuatro y la niña, Julia, se hallaban sentados en las profundidades de un bosque por el que habían pasado antes aquel mismo día. Había caído ya la noche cuando encontraron los desmoronadizos restos de una vieja mina de plata y se detuvieron en las excavaciones para descansar y dejar que los agotados caballos se recuperaran de su doble carga. Julia lloraba sin hacer ruido, como para sus adentros. Macro yacía bajo su capa y la de Cato, todavía inconsciente, y su respiración era áspera y superficial.
Los Druidas habían tratado de localizarlos abriéndose en abanico por el campo y llamándose unos a otros cada vez que creían haber visto algo. Dos veces habían llegado a sus oídos los sonidos de la persecución, unos apagados gritos distantes entre los árboles, pero ya hacía horas que no oían nada. Incluso entonces permanecieron en silencio.
Al joven optio lo atormentaba el destino de Pomponia y su hijo. Los Druidas habían segado demasiadas vidas en los últimos meses y Cato no dejaría que acabaran también con aquellas dos. Pero, ¿cómo podía cumplir con su promesa de rescatarlos? En aquellos momentos, Pomponia y Elio se encontraban prisioneros en el enorme poblado fortificado con sus grandes terraplenes, su alta empalizada y su guarnición vigilante. Su rescate era una de esas hazañas que sólo podían llevar a cabo con éxito los héroes míticos y, después de realizar un auto análisis, Cato llegó a la amarga conclusión de que él era demasiado débil y estaba demasiado asustado como para tener la más remota posibilidad de lograrlo. Si Macro no estuviera herido se habría sentido más optimista. La previsión e iniciativa estratégica de las que Macro carecía quedaban más que compensadas por su fuerza y coraje. Cuantas menos probabilidades había, más determinado estaba el centurión a vencer las dificultades. Aquélla era la cualidad clave del hombre que se había convertido en su amigo y mentor, y Cato sabía que era precisamente ésa la cualidad de la que él carecía. En aquellos momentos, más que nunca, necesitaba a Macro a su lado, pero el centurión yacía a sus pies, al parecer al borde de la muerte. La herida habría matado en el acto a una persona más débil, pero el grueso cráneo de Macro y su capacidad física de recuperación lo mantenían a este lado de la laguna Estigia, aunque por los pelos.
– ¿Y ahora qué? -susurró Boadicea-. Debemos decidir qué hacemos.
– Lo sé -replicó Cato de mal talante-. Estoy pensando.
– Con pensar no es suficiente. Tenemos que hacer algo. Él no va a vivir mucho más tiempo sin las debidas atenciones.
En su voz apenas se disimulaba la emoción, lo cual le recordó a Cato el interés personal de Boadicea por Macro. Él carraspeó para aclararse la garganta y evitar que su propia voz sonara turbada.
– Lo siento, ya no pienso más. Boadicea se rió brevemente.
– ¡Éste es mi chico! Muy bien, hablemos. Tenemos que llevar a Macro de vuelta a la legión si queremos que tenga alguna posibilidad de sobrevivir. También tenemos que sacar de aquí a la niña.
– No podemos volver todos. Los caballos no lo resistirían.
En cualquier caso yo tengo que quedarme aquí, cerca del fuerte, allí donde pueda vigilarlo todo y ver si hay alguna posibilidad de rescatar a Pomponia y al niño.
– ¿Qué puedes hacer tú solo? -le preguntó Boadicea cansinamente-. Nada. Eso es. Hemos hecho todo lo que hemos podido, Cato. Nos faltó muy poco para lograr lo que nos habíamos propuesto. No salió bien. No hay más que hablar. No tiene sentido que desperdicies tu vida. -Le puso una mano en el hombro-. En serio. Así son las cosas. Nadie hubiera podido hacer más.
– Quizá no -asintió él a regañadientes-. Pero no se ha terminado todavía.
– ¿Qué puedes hacer ahora? Di la verdad.
– No lo sé… no lo sé. Pero no voy a rendirme. Di mi palabra.
Por un momento Boadicea se quedó mirando fijamente los visibles rasgos del rostro del optio.
– Cato…
– ¿Qué? -Ten cuidado -le dijo Boadicea en voz baja-. Al menos prométeme eso.
– No puedo.
– Muy bien. Pero debes saber que el mundo me parecerá un lugar más pobre sin ti. No te vayas antes de tiempo.
– ¿Y quién dice que no ha llegado mi hora? -repuso Cato en tono adusto-. No es el momento de filosofar sobre ello.
Boadicea lo contempló con una expresión triste y resignada.
– Ataremos a Macro a uno de los caballos -siguió diciendo Cato-. La niña y tú montaréis los otros dos. Abandona el bosque por el lado opuesto al que vinimos, eso debería manteneros alejadas de los Druidas. Dirígete hacia el este y no te detengas hasta llegar a territorio atrebate. Si Prasutago está en lo cierto, no deberíais tardar más de un día. Vuelve a la legión lo antes posible y cuéntaselo todo a Vespasiano. Dile que todavía estoy aquí con Prasutago y que intentaremos rescatar a Pomponia si tenemos ocasión de hacerlo.
– ¿Y después qué?
– ¿Qué? Supongo que Vespasiano tendrá instrucciones para mí. Prasutago y yo utilizaremos este bosque como base. Si hay algún mensaje para nosotros, que lo manden aquí. Será mejor que hagas un mapa mental de la ruta durante el camino de vuelta para que Vespasiano pueda encontrarnos.
– Si hay algún mensaje, yo lo traeré.
– No, tú ya te has arriesgado bastante.
– Es cierto, pero dudo que un Romano sea lo bastante inteligente como para seguir mis instrucciones y volver aquí.
– Mira, Boadicea. Esto es peligroso. Yo decidí quedarme aquí. No querría que tu vida pesara también sobre mi conciencia. Por favor.
– Volveré lo más pronto que pueda.
Cato suspiró. No se podía discutir con aquella condenada mujer, y no había nada que él pudiera hacer para detenerla.
– Como quieras.
– Muy bien, pongamos a Macro en la silla.
Con la ayuda de Prasutago, alzaron a Macro del suelo con cuidado y lo montaron en el caballo, donde lo ataron bien a los altos arzones de la silla. La cabeza, muy vendada, le quedó colgando, y por primera vez desde que lo habían herido farfulló algo incoherentemente.
– No lo había oído hablar así desde la última vez que nos fuimos de copas -dijo Boadicea entre dientes. Luego se volvió hacia julia y suavemente condujo a la niña hacia otro caballo-. Arriba.
Julia se negó a moverse y se quedó mirando en silencio la imponente sombra del caballo. A Boadicea se le ocurrió de repente una idea desagradable.
– ¿Sabes montar, no?
– No… Un poco.
Hubo un atónito silencio mientras Boadicea asimilaba aquello. Todos los celtas, ya fueran hombres o mujeres, sabían montar a caballo casi antes que correr. Era algo tan natural como respirar. Se volvió hacia Cato.
– ¿De verdad tenéis un imperio?
– Claro.
– ¿Y cómo diablos os movéis por él? ¡No iréis andando!
– Algunos sabemos montar -replicó Cato agriamente-. Ya basta de charla. Marchaos ya.
Prasutago levantó a la niña, la puso a lomos del caballo y le apretó las riendas en sus vacilantes manos. Cuando Boadicea montó, tomó las riendas del caballo de Macro y chasqueó la lengua. Su montura aún estaba cansada e hizo falta que clavara los talones con fuerza para que se moviera.
– ¡Cuida de mi centurión! -le dijo Cato cuando ya se iban. -Lo haré -respondió ella en voz baja-. Y tú cuida de mi prometido.
Cato se volvió hacia el imponente gigantón de Prasutago y se preguntó qué tipo de cuidados podría requerir.
– No dejes que haga ninguna estupidez -añadió Boadicea antes de que los caballos desaparecieran en la oscuridad.
– Ah, de acuerdo. Ellos dos se quedaron ahí parados, uno junto al otro, hasta que los últimos sonidos del paso de los caballos a través del bosque se hubieron desvanecido. Entonces Cato carraspeó y miró al guerrero Iceni, no muy seguro de cómo recalcarle a Prasutago el hecho de que era él quien estaba al mando entonces.