– ¡Oídme!… Tengo un mensaje para el comandante de esta legión… ¿Está ahí?
Vespasiano hizo bocina con las manos y le respondió. -¡Habla! ¿Quién eres? -Valerio Maxentio… prefecto del escuadrón de la armada en Gesoriaco.
En las defensas, los soldados dieron un grito ahogado de sorpresa al oír que un oficial de tan alto rango estuviera en manos de los Druidas y el murmullo del intercambio de palabras recorrió la empalizada.
– ¡Silencio! -rugió Vespasiano-. ¡El próximo que hable será azotado! ¡Centurión, asegúrese de anotar sus nombres!
– Sí, señor. Al otro lado del muro, Maxentio les habló de nuevo, con una voz débil y forzada, amortiguada por la nieve que cubría el suelo.
– Me han dicho que hable en nombre de los Druidas de la Luna Oscura… Mi barco naufragó en la costa y los supervivientes, una mujer, sus hijos y yo mismo, fuimos hechos prisioneros por un grupo de asalto de los Durotriges… Nos entregaron a los Druidas. A cambio de la libertad de estos prisioneros, los Druidas quieren que les sean entregados unos compañeros suyos. Cinco Druidas del círculo principal fueron apresados por el general el pasado verano… Este hombre, el sumo sacerdote de la Luna Oscura, es su líder. Os concede de plazo hasta el día de la Primera Floración, treinta días a partir de hoy, para responder a su demanda… Si cuando llegue ese día los Druidas no han sido liberados, quemarán vivos a sus prisioneros como sacrificio a Cruach.
Vespasiano recordó las palabras del centurión Albino y se estremeció. Le vino a la cabeza la imagen de su propia esposa e hijo gritando en medio del chisporroteo de las llamas y sus dedos se aferraron con fuerza a la empalizada mientras trataba de desprenderse de aquella terrible visión.
El jinete se agachó, acercó la cabeza a Maxentio y pareció que le decía algo. Luego retrocedió y se abrió la negra capa. Maxentio volvió a gritarles una vez más.
– ¡El druida desea que tengáis una… prueba de su determinación en este asunto! -A sus espaldas, algo brilló con la luz del sol. El druida había sacado una enorme hoz de hoja ancha de entre los pliegues de su capa. La asió con ambas manos, afirmó los pies en el suelo, bien separados, y echó la hoz hacia atrás.
En el último momento Maxentio intuyó el terrible final que el druida tenía pensado para él y empezó a darse la vuelta. La hoz emitió un destello al hender el aire, penetrar y atravesar el cuello del prefecto. Fue todo tan rápido que, por un instante, algunos de los que miraban desde las murallas creyeron que el druida debía de haber fallado. Luego la cabeza del prefecto rodó a un lado y cayó en la nieve. Un chorro de sangre de una arteria salió a borbotones del muñón de su cuello y salpicó el blanco suelo. El druida limpió la ensangrentada hoja sobre la nieve. Después, al tiempo que volvía a enfundarla bajo la capa, tumbó el torso del prefecto de una patada, volvió a montar en su caballo con toda tranquilidad y lo espoleó para regresar con sus compañeros, que lo esperaban en la linde del bosque.
CAPÍTULO VIII
Vespasiano se dio la vuelta rápidamente, se llevó las manos ahuecadas a la boca y bramó:
– ¡Que salgan los exploradores! ¡Traedme a esos Druidas!
Los legionarios a caballo no habían visto la decapitación y estaban más alerta que sus aturdidos camaradas alineados a lo largo de la empalizada. En un momento se abrieron las puertas y una docena de exploradores salieron al galope. El decurión enseguida divisó a los Druidas en el extremo del bosque y dio la orden de cargar contra ellos. El golpeteo de los cascos levantó nubes de nieve cuando los exploradores se abrieron en abanico, con las capas de lana agitándose a sus espaldas. El druida que había matado a Maxentio volvió su astada cabeza para mirarlos, luego clavó los talones en los ijares de su montura y aceleró el paso de la bestia para dirigirse hacia sus compañeros, que ya desaparecían de nuevo adentrándose en las sombras del bosque.
Vespasiano no se entretuvo viendo la persecución; se precipitó hacia la puerta y corrió por la nieve que crujía suavemente hacia el cuerpo del prefecto de la armada. Tras él fueron los hombres de la sexta centuria, a instancias de Macro, que temía por la seguridad de su comandante. Pero los legionarios se quedaron a cierta distancia del cadáver: el asco y la superstición los inquietaban, pues los Druidas intimidaban e inspiraban terror.
La mayoría de los cuentos populares que habían oído sentados en el regazo de sus padres hablaban de los oscuros y siniestros poderes de los magos celtas y los legionarios eran reacios a acercarse demasiado. Se quedaron ahí en silencio; su aliento se arremolinaba como bruma en la gélida atmósfera; el único sonido era el distante repiqueteo de los cascos y los chasquidos de la maleza mientras los exploradores de la caballería iban a la caza de los Druidas.
Vespasiano estaba de pie junto al torso, que yacía de lado. La sangre seguía manando de los diversos vasos sanguíneos del cuello. Maxentio iba vestido únicamente con una túnica cuyos restos hechos jirones se hallaban entonces empapados y oscurecidos. Llevaba una gran bolsa de cuero atada al cinturón.
Conteniendo las náuseas que le subían desde la boca del estómago y le llenaban la garganta, Vespasiano se inclinó y forcejeó con el nudo que sujetaba la bolsa. Le temblaron los dedos al intentar desatar el cordón. Quería desesperadamente alejarse de la sangre que refulgía en la nieve, y de la horrible presencia de la cabeza del prefecto a apenas dos metros de distancia. Afortunadamente, la cabeza había rodado de tal manera que no miraba al legado y lo único que éste percibía por el rabillo del ojo era el cabello oscuro y enmarañado.
Por fin se deshizo el nudo. Vespasiano se irguió y retrocedió unos pasos antes de examinar la bolsa. Un cordón la cerraba por el extremo y sólo unos cuantos bultos en los suaves pliegues indicaban que no estaba vacía. Trató de no imaginarse lo que los Druidas podrían haber dejado en la bolsa y se obligó a aflojar el cordón. En el oscuro interior de la misma vio un pálido resplandor dorado y metió la mano dentro. Sus dedos se cerraron sobre un pedacito de tela y un par de anillos que sacó a la luz del día. Uno de ellos era bastante pequeño y sencillo, pero ancho. Grabada en su interior con cuidadas letras mayúsculas estaba la leyenda «Hijo de Plautio». El otro anillo era mucho más ornamentado y tenía un gran ónice con un camafeo de un elefante, de un color blanco hueso que contrastaba contra el pulido fondo marrón oscuro. La tela era de lana delicadamente hilada, tal vez procedente del dobladillo de una toga. A lo largo de uno de los extremos había una delgada línea teñida de color púrpura, la antigua señal de que quien la llevara era miembro de una familia senatorial.
De pronto Vespasiano sintió mucho frío, mucho más del que ya de por sí garantizaban las últimas horas de aquella mañana de invierno. Sintió frío y una angustia terrible cuando cayó en la cuenta de la conexión entre el prefecto y el contenido de la bolsa. Debía mandar un mensaje al general Plautio inmediatamente. Con cuidado volvió a meter la tela y los anillos en la bolsa y se aclaró la garganta. Levantó la mirada hacia Macro.
– ¡Centurión! -¡Sí, señor! -Que lleven el cadáver al campamento. A la tienda hospital. Quiero que esté listo para la incineración lo más pronto posible. Y asegúrate de que… de que lo traten con respeto.
– Por supuesto, señor. El legado fue andando hacia la puerta con la cabeza gacha, reflexionando silenciosamente mientras consideraba con detenimiento las horribles implicaciones de lo que había descubierto en la bolsa. En aquellos momentos la familia del general se hallaba en manos de los Druidas. Los mismos Druidas que tanto terror estaban sembrando entre las aldeas limítrofes y los asentamientos comerciales de los atrebates. ¿Cómo los habían hecho prisioneros? Los Britanos no contaban con barcos que pudieran arrollar a los de la armada imperial. En cualquier caso, Maxentio y sus pasajeros habrían estado realizando la travesía desde Gesoriaco a Rutupiae, a más de cien millas del territorio de los Durotriges y sus aliados Druidas. Una tormenta debió de haber desviado el barco de su curso. Pero, ¿por qué el prefecto no había intentado alcanzar las tierras de los atrebates en vez de dejarse arrastrar siguiendo la costa hasta llegar al territorio que gobernaban los enemigos de Roma? Por un instante Vespasiano maldijo al prefecto por su locura, antes de que unos sentimientos tan indignos hacia un hombre que había muerto de una forma tan terrible le hicieran sentirse culpable. Al fin y al cabo, tal vez Maxentio había tratado de hacer embarrancar -su barco en territorio amigo y la ferocidad de la tormenta se lo había impedido.