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Con renovado fervor, la sexta centuria se ocupó de los pocos Britanos que quedaban vivos entre la carnicería que había alrededor del pozo del poblado. La hoja de Cato se había quedado atascada en las costillas de uno de los jinetes y con un gruñido de frustración clavó una bota en el estómago del hombre y liberó la espada de un tirón. Al levantar la vista apenas tuvo tiempo para dar un salto atrás cuando la cabeza de un caballo empinado se dirigió repentinamente hacia él, resoplando, con los ojos muy abiertos, aterrorizado por los chillidos y el choque de las armas que inundaban la noche. Por encima de la cabeza del caballo se alzaba la silueta del guerrero que había intentado en vano formar a sus hombres y luchar contra los Romanos. Con una mano blandía una larga espada que sujetaba en alto, apartada de su asustado caballo. Clavó la mirada en Cato e hizo descender la hoja con todas sus fuerzas. Cato se dejó caer de rodillas y alzó su escudo para interceptar la trayectoria de la espada. El golpe cayó con un terrible estruendo justo por encima del tachón del escudo y lo hubiera atravesado limpiamente de no haber dado en el borde reforzado con metal por el lado que estaba más cerca del caballo. En cambio, la hoja se quedó clavada y, cuando el guerrero trató de sacarla de un tirón, se llevó el escudo con ella. Con un gruñido de rabiosa frustración, el hombre la emprendió a patadas contra Cato, arremetiendo con su bota contra un lado del casco del optio. Cato se quedó aturdido sólo un momento, tras el cual clavó la espada en los leotardos por encima de la bota. El Britano lanzó un aullido de enojo y furia y espoleó a su caballo para pisotear al Romano. Nada acostumbrado a los caballos en su vida civil y con el respeto de un soldado de infantería hacia los peligros que representaba la caballería, Cato, acobardado, se apartó de los mortíferos cascos. Pero el agolpamiento de legionarios que había a su espalda no le dejaba sitio para retirarse. Entonces Cato tiró con todas sus fuerzas para arrancarle su escudo al Britano y, con un chasquido, espada y escudo se separaron. El Britano clavó los talones y dio una salvaje sacudida a las riendas, provocando con ello que su bestia se pusiera sobre dos patas sacudiendo los cascos peligrosamente. Cato rodó para situarse bajo el vientre del caballo al tiempo que se protegía el cuerpo con el escudo, terriblemente dañado, e hincó su espada en las tripas del animal.

El caballo forcejeó como un loco para librarse de la hoja y se empinó tanto que cayó sobre el lomo y aplastó a su jinete. Antes de que el Britano pudiera intentar sacarse de encima la bestia mortalmente herida, un legionario avanzó de un salto y de una rápida cuchillada en la garganta acabó con él.

– ¡Fígulo! ¡Encárgate también del caballo! -ordenó Cato mientras se arrastraba para alejarse del zarandeo de los cascos del caballo lacerado. El joven legionario se acercó a la cabeza y le abrió una arteria con un presto tajo de su espada. Cato ya estaba de nuevo en pie y mirando a su alrededor en busca de un nuevo enemigo, pero no había ninguno. La mayor parte de los Britanos estaban muertos. Unos cuantos de los heridos gritaban, pero no les harían caso hasta que fuera hora de poner fin a su sufrimiento con una estocada misericordiosa. El resto había huido, corriendo en tropel a través de los restos del poblado en un intento por escapar de las siniestras hojas de sus atacantes.

Los legionarios se quedaron sorprendidos ante la rapidez con la que habían arrollado al enemigo y por un momento permanecieron en tensión y agazapados, listos para la lucha.

– ¡ Sexta centuria! ¡ En formación! ¡ Esto no es un jodido ejercicio! ¡Moveos!

Los bien disciplinados soldados respondieron al instante: se acercaron a toda prisa a su centurión y formaron una pequeña columna en el terreno nevado. Macro no vio huecos en las filas y movió la cabeza satisfecho. El enemigo sólo había tenido tiempo de herir a no más de un puñado de hombres de su centuria. Saludó a Cato con un gesto de la cabeza cuando éste ocupó su posición al frente de los soldados.

– ¿Estás bien, optio? Cato asintió, jadeando. -¡Pues volvamos a la puerta, muchachos! -gritó Macro. Le dio una palmada en el hombro a Fígulo- ¡Y no tengáis ningún miramiento con los caballos!

CAPÍTULO XII

Mientras la nieve caía suavemente en torno a ellos, los legionarios siguieron el sendero hacia los restos de la puerta, desde donde pudieron oír los sonidos de la batalla, apagados por el viento. Cato notó que el viento había amainado un poco. En el firmamento, entre las nubes, se estaban abriendo unos claros que dejaban pasar la luz de las estrellas y de la tenue luna creciente. En el siniestro resplandor que el manto de nieve reflejaba podían verse las figuras de los Britanos que huían por entre las ruinas. Por un momento Cato sintió que lo invadían la ira y la frustración al verlos. Aún podía ser que escaparan antes de que decayera la sed de venganza de los legionarios. Entonces Cato forzó una sonrisa. Tal vez él fuera el único que deseaba hacer pagar al enemigo todo lo que había visto en el pozo. Tal vez los veteranos que marchaban por el sendero con él sólo veían al enemigo en términos profesionales. Un adversario al que vencer y destruir; ni más, ni menos.

Mientras se acercaban a la puerta destrozada vieron que una oscura y enorme concentración de jinetes Durotriges surgía de entre las ruinas con muy poco sentido del orden. Unas figuras se abrían paso por separado y con dificultad por los restos del terraplén de tierra, buscando una vía de escape entre la empalizada de madera hecha pedazos y el férreo cordón de la línea de combate de los legionarios que aguardaban más allá. Tal vez escaparan unos cuantos jinetes, pero sólo unos cuantos, pensó Cato para sus adentros con fría satisfacción.

– ¡Alto! -ordenó Macro-. Ahí los tenéis, chicos, a punto para que los matemos. No os separéis y aseguraos de mirar antes de embestir. ¡Ya tenemos suficiente con ellos como para que tengáis que matar a alguno de nuestros muchachos! ¡Formad en línea!

En tanto que la primera fila de la columna se quedaba inmóvil, las filas siguientes ocuparon sus posiciones a ambos lados de la primera hasta que la centuria formó una línea de dos en fondo por entre los escombros. Mientras Cato esperaba a que su centurión diera la orden de avanzar, advirtió que un pequeño grupo de Durotriges se separaba de sus compañeros y se adentraba subrepticiamente en las sombras de unas chozas en ruinas.

– ¡Señor!

– ¿Qué pasa? Cato alargó el brazo con el que sujetaba la espada y señaló hacia las chozas con la hoja de su arma.

– Allí. Algunos de ellos intentan escapar.

– Ya los veo. No podemos permitirlo -decidió Macro-. Llévate a la mitad de los hombres y encárgate de ellos.

– Sí, señor.

– Cato, nada de heroicidades. -Macro había observado el sombrío estado de ánimo que se había apoderado de su optio desde que el muchacho había sido testigo del nefasto horror del interior del pozo y quería que se supiera que no iba a tolerar ninguna estupidez-. Tú limítate a darles caza y luego trae a los hombres de vuelta enseguida.

– Sí, señor.

– Yo avanzaré primero. En cuanto veas que yo me he ido, sales tú.

Cato asintió con la cabeza.

– ¡Pelotones a mi derecha… adelante!

Con Macro marcando el paso, las primeras cinco secciones avanzaron mostrando los escudos al enemigo y las espadas cortas listas. La oscura concentración de Britanos retrocedió ante la pared de escudos que se les aproximaba y sus gritos de pánico y desesperación alcanzaron un nuevo grado de terror cuando la silenciosa línea de Romanos se acercó a ellos. Unos cuantos de los Durotriges más acérrimos se separaron del tumulto y se quedaron allí parados, con las armas en alto, preparados para caer luchando, fieles a su código guerrero. Pero eran demasiado pocos para cambiar las cosas y rápidamente fueron arrollados y cayeron muertos. Momentos después empezó el apagado estrépito de los golpes de los escudos y el repiqueteo de las espadas en tanto que Macro y sus hombres se abrían camino a cuchilladas entre la arremolinada multitud.

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