Las palabras de Cato produjeron el efecto deseado y la horrible tensión de la espera del combate disminuyó cuando los soldados volvieron a soltar unas risitas.
– Muy bien. Poneos en pie, los escudos en alto y las jabalinas preparadas.
Las oscuras siluetas de los soldados se alzaron y, en medio de aquella lluvia de grandes copos de nieve, aguzaron el oído para percibir la señal de la trompeta por encima del leve gemido del viento. Pero antes de que llegara la señal, el primer Britano apareció por la puerta principal. Hombres a pie que conducían sus caballos y hablaban en tonos contenidos ahora que la marcha del día había llegado a su fin. Poco a poco fueron surgiendo de entre la oscuridad aún mayor de los edificios incendiados y se reunieron en el espacio abierto que había antes de llegar al pozo. Mientras Cato los observaba con nerviosismo, los jinetes fueron aumentando en número hasta que hubo más de una veintena allí arremolinados y aún aparecían más saliendo pesadamente de la oscuridad de la noche. El mascar y piafar de los caballos se mezclaba con los alegres tonos de los Britanos y el sonido parecía insoportablemente fuerte tras el largo período de forzoso silencio. Cato temió que sus hombres no oyeran la señal de la trompeta por encima del ruido. A pesar de la inmovilidad de todos ellos, era plenamente consciente de que su ansiedad iba en aumento. Si no se daba pronto la señal, los desperdigados hombres de la sexta centuria podrían verse superados en número por aquellos a los que querían emboscar.
De repente se oyó un sonido discordante que provenía del centro de la concentración de apiñados jinetes. Un hombre a caballo se abrió camino a la fuerza y dio una serie de órdenes.
Los Britanos guardaron silencio e inmediatamente la desordenada muchedumbre se convirtió en un grupo de soldados listos para actuar en cuanto se lo ordenaran. Un puñado de hombres a los que habían designado para ocuparse de los caballos empezó a realizar la tarea encomendada mientras que los demás formaban frente al jinete. Con un sentimiento intenso de frustración, Cato se dio cuenta de que estaba pasando el mejor momento para lanzar un ataque. A menos que Hortensio diera la señal inmediatamente, el enemigo aún podría organizarse lo suficiente como para ofrecer una resistencia efectiva.
En el mismo momento en que maldecía el retraso, Cato vio que un hombre caminaba directamente hacia él. El optio se agachó sin hacer ruido y sin dejar de mirar con preocupación hacia el contorno de la mampostería por encima de su cabeza, en tanto que el Britano se acercaba, se detenía y hurgaba en su capa. Hubo una pausa antes de que un apagado sonido de agua al caer llegara a oídos del optio. El Britano dejó escapar un largo suspiro de satisfacción mientras orinaba contra la pared de piedra. Alguien lo llamó y Cato oyó que el hombre reía al tiempo que se volvía para responder y torpemente hacía caer las piedras sueltas de lo alto de la pared en ruinas.
Un enorme pedrusco cayó hacia adentro y se precipitó sobre la cabeza de Cato. Instintivamente él se agachó y la piedra rebotó en un lado de su casco con un sordo sonido metálico. La cabeza del jinete apareció por encima de la pared, buscando la fuente del inesperado ruido. Cato contuvo el aliento con la esperanza de que no le vieran ni a él ni a sus hombres. El guerrero Durotrige tomó aire y les lanzó un grito de advertencia a sus compañeros que hendió la oscuridad y que se oyó por encima de los demás sonidos con una claridad asombrosa.
– ¡En pie! -bramó Cato-. ¡A por ellos! Levantándose de un salto, hincó su espada corta en la oscura forma del rostro del Britano y notó que la sacudida del impacto le bajaba por el brazo al tiempo que el agudo chillido del jinete le resonaba en los oídos.
– ¡Usad las jabalinas! -gritó la voz de Macro desde ahí cerca-. ¡las jabalinas primero!
Las negras siluetas de los legionarios se alzaron por entre las ruinas alrededor de los jinetes Durotriges.
– ¡Lanzad las jabalinas! -bramó Macro. Con un resoplido de esfuerzo los soldados en torno a Cato propulsaron sus brazos armados hacia delante, con un ángulo bajo para lanzar el arma a una distancia muy cercana, y las largas y mortíferas astas salieron volando para caer contra la densa concentración del enemigo. Inmediatamente el ruido sordo y el repiqueteo del impacto dieron paso a los gritos de los heridos y el más agudo relincho de los aterrorizados caballos alcanzados por las despiadadas puntas de hierro de las jabalinas.
Cato y sus hombres se abrieron paso con dificultad por encima de la pared, con las espadas desenvainadas y listos para atacar.
– ¡No os separéis de mí! -gritó Cato, ansioso por mantener a sus hombres bien diferenciados de los Britanos. Hortensio les había inculcado a sus subordinados que debían mantener a sus hombres bajo un control riguroso durante la emboscada. El ejército Romano tenía una saludable aversión a llevar a cabo acciones nocturnas, pero aquella oportunidad de tender una trampa y matar al enemigo era una oportunidad demasiado providencial para que ni siquiera un centurión como Hortensio, que siempre seguía el reglamento, pudiera resistirse a ello.
– ¡Cierren filas! -exclamó Macro a una corta distancia, y la orden fue repetida por todos los jefes de sección mientras que pequeños grupos de legionarios se acercaban a los Britanos. Tras sus grandes escudos rectangulares los ojos de los Romanos iban mirando rápidamente a todos lados, buscando el expuesto cuerpo enemigo más próximo para clavar en él sus espadas cortas. Cato parpadeó cuando una ráfaga de viento le arrojó un montón de enormes copos en la cara que le obstaculizaron momentáneamente la visión. Una sombra grande se alzó frente a él. Unos dedos se cerraron sobre la parte superior del borde de su escudo, a poca distancia de su cara, y tiraron de él a un lado. Instintivamente Cato lanzó el brazo hacia delante, cargando todo su peso tras él. El Britano seguía firmemente agarrado al escudo y la parte inferior del mismo se alzó de manera que le propinó un aplastante golpe entre las piernas. El Britano dio un quejido, soltó la mano y empezó a encorvarse. Cato estrelló el pomo de su espada contra la parte posterior de la cabeza del hombre para ayudarlo en su movimiento. Pasó por encima de aquella figura tendida boca abajo al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor para asegurarse de que su sección seguía con él. Detrás de sus oscuros escudos rectangulares los legionarios se abrieron paso por todos lados, combatiendo codo con codo mientras arremetían contra la concentración de Britanos que se defendían. Éstos no ofrecían una resistencia organizada a la emboscada, sino que simplemente luchaban por librarse de sus muertos y heridos y de la maraña de equipo y astas de jabalina dobladas que les estorbaban. Los que habían conseguido escapar de aquel caos trataban desesperadamente de abrirse camino a golpes a través del anillo de escudos que se cerraba y de las mortíferas hojas centelleantes de las espadas cortas de los Romanos. Pero muy pocos escaparon, y con una eficacia fría e implacable los legionarios siguieron avanzando y matando a todo lo que encontraban por delante.
Entonces, por encima de los gritos y los chillidos de los hombres y el traqueteo y choque de las armas, un estridente toque de trompeta recorrió la población cuando, con retraso, Hortensio dio la señal de ataque. Para aprovechar mejor lo que quedaba del factor sorpresa, Hortensio lanzó a sus soldados contra la oscura columna de guerreros Britanos que estaba entrando en el poblado. El fuerte rugido del grito de guerra de la cohorte se alzó por todas partes y el grupo de jinetes Durotriges se paró en seco, pues por un momento quedaron demasiado atónitos para reaccionar. Las centurias restantes salieron de las zanjas defensivas de la aldea y como un enjambre se dirigieron hacia su enemigo por encima del brillo de la nieve recién caída. Los jefes Druidas trataron de volver a concentrar a sus hombres y hacerlos formar para enfrentarse a la amenaza, pero en un abrir y cerrar de ojos los legionarios cayeron sobre ellos y rápidamente hicieron pedazos a los miembros de la tribu.