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Los exploradores aparecieron al cruzar el puente de caballete. Un decurión con aspecto de gallito, que lucía un flamante penacho y unas botas de cuero blando que le llegaban a la rodilla, descendió por la cuesta a medio galope y se dirigió hacia ellos flanqueado por la mitad de su escuadrón. El decurión desenvainó su espada y bramó la orden de atacar.

Cato se puso delante de Boadicea y agitó los brazos. A su lado, Prasutago pareció perplejo y se dio la vuelta para ver contra quién podía estar cargando la caballería. Muy cerca del puente el centurión frenó su caballo y levantó la espada para que sus hombres, claramente desilusionados al ver que los tres vagabundos harapientos no iban a oponer resistencia, aflojaran el paso.

– ¡Soy Romano! -gritó Cato-. ¡Romano! El caballo del decurión se detuvo a unos centímetros del rostro de Cato y el aliento del animal le revolvió el pelo.

– ¿Romano? -El decurión frunció el ceño al tiempo que examinaba a Cato-. ¡No me lo creo!

Cato bajó la mirada y vio los arremolinados dibujos de Prasutago a través de la abertura frontal de su capa, luego se llevó la mano a la cara y se dio cuenta de que también debía de conservar todavía los restos del disfraz de la noche anterior.

– Ah, entiendo. No haga caso de todo esto, señor. Soy el optio de la sexta centuria, cuarta cohorte. En una misión para el legado. Necesito hablar con él enseguida.

– ¿Ah, sí? -El decurión aún distaba mucho de estar convencido pero era demasiado joven como para cargar con la responsabilidad de tomar una decisión respecto a aquel infeliz de aspecto miserable y sus dos compañeros-. Y supongo que estos dos también serán Romanos, ¿no?

– No, son exploradores Iceni, trabajan conmigo.

– ¡Hum!

– Necesito hablar urgentemente con el legado -le insistió Cato.

– Eso ya lo veremos cuando lleguemos a la legión. De momento montaréis con mis hombres.

Tres exploradores bastante descontentos se destacaron para la tarea y de mala gana ayudaron a Cato y a los demás a subir tras ellos en los caballos. El optio alargó los brazos para rodear con ellos a su jinete y el hombre soltó un gruñido.

– Pon las manos en el arzón de la silla si sabes lo que te conviene.

Cato obedeció y el decurión hizo girar a la pequeña columna y los volvió a conducir al trote cuesta arriba. Al llegar a la cima de la colina, Cato sonrió al ver lo mucho que había avanzado ya la legión a pesar de haber llegado allí tan solo una hora antes. Por delante de ellos, a una milla de distancia por lo menos, vio la línea habitual formada por los soldados de avanzada. Tras ellos, el cuerpo principal de la legión trabajaba sin descanso para construir un campamento de marcha y ya estaban apilando la tierra del foso exterior dentro del perímetro, donde se apisonaba para levantar un terraplén de defensa. Más allá del campamento los vehículos seguían avanzando lentamente para ocupar sus posiciones. Pero no había agrimensores marcando el terreno en torno a la plaza fuerte. -¿No hay circunvalación? -preguntó Cato-. ¿Por qué?

– Pregúntaselo a tu amigo el legado cuando hables con él -respondió el explorador con un gruñido.

Durante el resto del corto trayecto Cato permaneció en silencio y mantuvo también, aunque con más dificultad, el equilibrio. El decurión detuvo a la patrulla de exploradores dentro de la zona señalada para una de las cuatro puertas principales de la legión. El centurión de guardia se levantó de su escritorio de campaña y se acercó a ellos a grandes zancadas. Cato lo conocía de vista, pero no sabía cómo se llamaba.

– ¿Qué demonios traes ahí, Manlio? -Los encontré dirigiéndose al poblado fortificado, señor. Este joven dice ser Romano.

– ¿Ah, sí? -El centurión de guardia sonrió.

– Al menos habla un buen latín, señor.

– Entonces será un esclavo valioso-. El centurión le dirigió una sonrisa burlona a Cato-. Me temo que se te ha terminado eso de la tintura azul, majo.

Los soldados de la patrulla de caballería rezongaron. Cato saludó.

– Se presenta el optio Quinto Licinio Cato, señor. De regreso de una misión para el legado.

El centurión miró a Cato con más detenimiento y luego chasqueó los dedos cuando lo identificó.

– Tú sirves a las órdenes de ese chiflado, Macro, ¿no es así?

– Macro es mi centurión, sí, señor.

– Pobre desgraciado. Cato sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, pero antes de que pudiera preguntar por Macro el centurión de guardia ordenó al decurión que se presentara directamente en el cuartel general y despidió a la patrulla con un gesto de la mano.

Trotaron por la ancha avenida entre las hileras de indicadores que los legionarios habían dispuesto para montar sus tiendas de piel de cabra en cuanto se terminaran el foso y el terraplén del campamento. La tienda del cuartel general del legado ya estaba en pie en el centro del emplazamiento y varios caballos pertenecientes a los oficiales del Estado Mayor estaban amarrados a una improvisada baranda. El decurión dio el alto a su patrulla, desmontó y le indicó por señas a Cato y los demás que hicieran lo mismo.

– Esta gente quiere ver al legado -le anunció al comandante de la guardia personal de Vespasiano-. El centurión de guardia dijo que pasaran directamente por aquí.

– Esperad.

Momentos después, el secretario personal de Vespasiano hizo entrar a los agotados Cato, Boadicea y Prasutago. Al principio Cato parpadeó. Tras las penurias de los últimos días, no era fácil adaptarse al lujo del alojamiento del que disponía el comandante de la segunda legión. Se habían colocado unas planchas de madera en el suelo y, sobre ellas, en medio de la tienda, se hallaba la gran mesa de campaña de Vespasiano, rodeada por unos taburetes acolchados. En todas las esquinas brillaba un pequeño brasero que proporcionaba un agradable calor al interior de la tienda. Sobre una mesa baja situada a un lado había una bandeja de carnes frías y una jarra de cristal medio llena de vino. Detrás de su escritorio, Vespasiano terminó de firmar un formulario que entregó a un administrativo, al que ordenó retirarse rápidamente. Luego levantó la vista, saludó con una sonrisa y con un gesto de la mano señaló los taburetes dispuestos al otro lado de la mesa.

– Yo que tú arreglaría mi aspecto lo antes posible, optio. No querrás que algún estúpido recluta te confunda con un habitante del lugar y te clave la lanza.

– No, señor.

– Supongo que te irá bien una buena comida y alguna otra comodidad hogareña.

– Sí, señor. -Cato señaló a Prasutago y a Boadicea-. Nos irá bien a todos.

– En cuanto me rindas el informe de tu misión -replicó Vespasiano de manera cortante-. Boadicea me proporcionó algunos detalles hace unos días. Supongo que ella te ha relatado los acontecimientos sucedidos en el más ancho mundo. ¿Alguna novedad por tu parte?

– Los Druidas aún tienen a la mujer y al hijo del general en el poblado fortificado, señor. Anoche los vi.

– ¿Anoche? ¿Cómo?

– Entré ahí dentro. Por eso voy de esta guisa, señor.

– ¿Entraste dentro? ¿Estás loco, optio? ¿Sabes lo que hubiera ocurrido si te llegan a descubrir?

– Tengo una idea bastante aproximada de ello, señor. -Cato arrugó la frente al recordar la suerte que había corrido Diomedes-. Pero le prometí a mi señora Pomponia que la rescataría. Le di mi palabra, señor.

– Pues ahí te precipitaste un poco, ¿no crees?

– Sí, señor.

– No importa. Tengo intención de tomar el fuerte al asalto lo antes posible. De ese modo los rescataremos.

– Perdone, legado -interrumpió Boadicea-. Prasutago conoce a los Druidas. Me dice que no los dejarán con vida. Si ven que la legión está a punto de tomar el lugar, no tendrán ningún motivo para hacerlo.

– Es posible, pero morirán de todos modos si Plautio confirma su orden de ejecutar a nuestros prisioneros Druidas. Al menos podríamos tratar de salvarlos en medio de la confusión de un ataque.

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