Antes de que Cato pudiera preguntar nada el cirujano ya se había ido y sus pasos se perdieron a un ritmo rápido. Sin mover la cabeza, Cato miró a su alrededor entrecerrando los ojos. Parecía encontrarse en una pequeña celda con paredes de madera y yeso. A juzgar por el olor a humedad, el enyesado debía de ser bastante reciente. En la esquina había un pequeño arcón. Su armadura, con su distintiva condecoración, estaba en el suelo junto al arcón. Cato sonrió al ver los medallones… se -los había concedido el mismísimo Vespasiano, después de salvarle la vida a Macro en Germania… Pero, ¿dónde estaba Macro ahora? Cato recordó la terrible herida que había sufrido su centurión. Seguramente debía de haber muerto. Aunque, ¿no dijo alguien que había sobrevivido?, Cato intentó acordarse, pero el esfuerzo lo venció. Alguien le deslizó la mano por debajo de la cabeza y se la levantó con suavidad. Cato olió el dulce y condimentado vapor del vino calentado y entreabrió los labios. El vino no estaba demasiado caliente y poco a poco Cato apuró la copa que sostenía el ordenanza médico. El calor se extendió por su vientre y le recorrió el cuerpo, y pronto se sintió agradablemente soñoliento cuando volvieron a apoyarle la cabeza en la basta tela del cabezal cilíndrico. Mientras el sueño invadía lentamente su mente, Cato, con el deleite que los pequeños lujos le proporcionan a un soldado, sonrió por el hecho de que le hubieran dado toda una habitación para él. ¡Qué dirá Macro cuando se entere!
La siguiente vez que se despertó Cato seguía tumbado boca abajo. Oía los gritos y el ajetreo de gran cantidad de gente. El ordenanza acababa de cambiar la ropa de cama manchada y de limpiar a su paciente. Sonrió cuando los ojos de Cato parpadearon, se abrieron y se posaron en él.
– Buenos días, señor. Cato se notaba la lengua pastosa y movió ligeramente la cabeza para responder al saludo.
– Hoy tiene mucho mejor aspecto -continuó diciendo el ordenanza-. Creímos que estaba usted en las últimas cuando lo trajeron, señor. Debió de ser una herida limpia la que le hizo ese druida.
– Sí -repuso Cato, intentando no acordarse-. ¿Dónde estoy?
El ordenanza frunció el ceño. -Aquí, señor. Y cuando digo aquí me refiero al nuevo edificio hospital del nuevo fuerte que se ha levantado en Calleva. Un trabajo rápido. Sólo espero que no se nos caiga encima.
– Calleva -repitió Cato. Eso estaba a dos días de distancia de la fortaleza. Debía de haberse pasado todo el viaje inconsciente-. ¿A qué se debe todo ese alboroto?
– Llegan más heridos de la legión. Parece que el legado ha puesto patas arriba otro de esos poblados fortificados. Nos hemos quedado sin espacio y el cirujano está que se sube por las paredes intentando reorganizarlo todo. -la voz del ordenanza se fue apagando.
– Y me sería mucho más fácil si el personal se limitara a seguir con su trabajo en vez de cotillear con los clientes.
– Sí, señor. Discúlpeme, señor. Ya me voy. -El ordenanza abandonó la estancia a toda prisa y el cirujano se acercó a la cama para hablar con Cato. Esbozó su sonrisa característica.
– ¡Tienes un aspecto más alegre! -Eso me han dicho. -Bueno, vamos a ver. Tengo buenas y malas noticias. Las buenas noticias son que tu herida se está curando muy bien. Supongo que dentro de más o menos un mes ya podrás levantarte y andar por ahí.
– ¡Un mes! -exclamó Cato con un gemido ante aquella perspectiva.
– Sí. Pero no te lo tendrás que pasar todo tendido sobre tu estómago.
Cato se quedó contemplando fijamente al cirujano un buen rato.
– ¿Y las buenas noticias son?
– Ja, ja! -se rió el cirujano de un modo excesivamente obsequioso-. Bueno, la cuestión es que el problema de espacio es un poco acuciante y, aunque normalmente no se me ocurriría importunar a mis pacientes oficiales, me temo que tendrás que compartir la habitación.
– ¿Compartirla? -Cato puso mala cara-. ¿Con quién? El cirujano se inclinó para acercarse y miró por encima del hombro de Cato en dirección a la puerta.
– Es un tipo algo cargante. No para de refunfuñar, pero estoy seguro de que respetará tu intimidad y se callará un poquito. Lo siento, pero no puedo ponerlo en ningún otro sitio.
– ¿Tiene nombre? -preguntó Cato entre dientes. Antes de que el cirujano pudiera responder, se oyó jaleo en la puerta y una serie de maldiciones.
– ¡Tened cuidado, condenados imbéciles! -bramó una voz que le era familiar-. ¡No estáis jugando con un maldito ariete! -A ello siguió otro montón de juramentos-: ¿Quién es éste que me endilgáis? Si habla en sueños haré que os corten las pelotas.
Los ordenanzas rodearon como pudieron el extremo de la cama de Cato y dejaron a su paciente de golpe en la cama de al lado.
– ¡Eh! Tened cuidado, gilipollas rematados. ¡Os tengo calados!
Cato lo miró, sonriendo con cariño. El centurión Macro estaba blanco como una toga, el rostro pálido y demacrado bajo el firme vendaje. Pero ahí estaba, vivito y coleando. Con Macro roncando en la misma habitación ya no podría dormir ni una noche más como era debido.
– Hola, señor.
– ¡Hola tu tía! -respondió Macro con brusquedad, luego parpadeó, abrió más los ojos y se apoyó en el codo, sonriendo con un placer desmedido al ver a su optio-. ¡Vaya, que me aspen! ¡Cato! Bueno, yo… yo… ¡Me alegro de volver a verte, muchacho!
– Yo también, señor. ¿Cómo va la cabeza?
– ¡Duele una barbaridad! Es como tener resaca a todas horas todos los días.
– ¡Qué desagradable!
– ¿Y a ti? ¿Qué te ha pasado?
– ¡Un druida me clavó una hoz en la espalda!
– ¡Anda ya! ¿Una hoz en la espalda? ¡Y una mierda!
– Centurión Macro -interrumpió el cirujano-. Este paciente necesita descanso. No debes excitarlo. Ahora tranquilízate, por favor, y me encargaré de que te traigan un poco de vino.
Ante la promesa del vino, Macro cerró la boca de golpe. El cirujano y los ordenanzas abandonaron la estancia. Sólo cuando estuvo seguro de que no podían oírlo se volvió hacia Cato y continuó hablando en un susurro.
– Oí que conseguiste rescatar a la mujer y al hijo del general… con un dedo menos, me han dicho, pero aparte de eso intactos. ¡Un trabajo estupendo, maldita sea! Deberían darnos una o dos medallas.
– Eso sería fantástico, señor -repuso Cato cansinamente. Él quería dormir más, pero el placer de ver de nuevo a su centurión lo hizo sonreír.
– ¿Qué pasa?
– Nada, señor. Sólo que me alegro de que esté aún con nosotros. Realmente pensé que esta vez ya no lo contaba.
– ¿Muerto? ¿Yo? -Macro pareció ofendido-. ¡Hace falta algo más que un maldito druida con buena disposición para acabar conmigo! Espera a que vuelva a ponerles las manos encima a esos cabrones. Se lo pensarán dos veces antes de amenazarme de nuevo con una espada, te lo digo yo.
– Me alegra oírlo. -De pronto Cato sintió que los párpados le pesaban mucho; sabía que quedaba algo más por decir, pero en aquel momento no pudo recordarlo. A su lado Macro se quejaba de tener que guardar cama, y afirmaba que si el cirujano le volvía a repetir que durmiera, se haría unas ligas con sus entrañas. Entonces Cato se acordó. -Disculpe, señor.
– ¿Sí? -¿Puedo pedirle un favor? -¡Claro que puedes, muchacho! Di lo que sea.
– ¿Podría asegurarse de que yo me duermo primero antes de intentarlo usted?
Macro lo fulminó con la mirada un instante y luego le lanzó la almohada a su compañero por encima del espacio que los separaba.
Unos cuantos días después recibieron visitas. A Cato le habían dado la vuelta y yacía de espaldas, aún vendado, pero mucho más cómodo. Habían colocado una tabla entre los extremos de las dos camas y estaban jugando a los dados debido a la insistencia de Macro. Durante toda la mañana la suerte había favorecido a Cato y los montones de guijarros que utilizaban para apostar eran muy desiguales. Macro miró atribulado la última tirada de Cato y luego las pocas piedrecitas que quedaban frente a él.