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De pie tras la hilera de Druidas, una alta y oscura figura que portaba unas astas en la cabeza gritó una orden. Los Druidas se giraron al oírlo y vieron que su jefe señalaba hacia el recinto al otro extremo del poblado fortificado. Cerraron filas y empezaron a correr hacia su última línea de defensa.

– ¡Ya está! -les dijo Cato a sus hombres en voz baja-. Se están viniendo abajo. ¡Ahora nos toca a nosotros!

Se puso en pie al tiempo que les indicaba por señas a sus hombres que lo siguieran. Los miembros de la tribu corrían por la planicie, alejándose de la puerta principal y de los legionarios. La mayoría eran mujeres y niños que huían del desastre que estaba a punto de ocurrirles a sus hombres. Tenían la esperanza de escapar de la fortaleza escalando los terraplenes y desapareciendo en la campiña circundante. La primera de aquellas personas había llegado a los corrales no demasiado lejos de donde estaba Cato cuando éste decidió hacer su movimiento.

Con Prasutago a su lado y sus hombres pintados con tintura azul agrupados tras él, no demasiado juntos, Cato corrió hacia la entrada del recinto. Los dos guardias se habían puesto de pie para observar la acción que tenía lugar en la puerta principal y sólo les dirigieron a los miembros de la tribu que se acercaban una mirada desdeñosa. Cuando Cato se acercó, uno de los guardias se burló de él. Cato alzó su espada de caballería.

– ¡A por ellos! -les gritó a sus hombres, y empezó a correr hacia el druida. La sorpresa fue total y antes de que el horrorizado druida pudiera reaccionar Cato ya había apartado su lanza de un golpe y arremetido con la espada contra su cabeza. Se abrió la carne, crujió el hueso y el druida se desplomó.

Prasutago se encargó del otro guardia y a continuación abrió la puerta de una patada. Era una puerta delgada, pensada únicamente para evitar el acceso más que para resistir un asalto denodado. La puerta se abrió hacia adentro con estrépito y los pocos Druidas que aún había en el interior del recinto se dieron la vuelta al oír el ruido, sobresaltados por la repentina invasión de su suelo sagrado por aquellos hombres pintados, sus antiguos aliados. La confusión momentánea tuvo el efecto que Cato había esperado y todos sus hombres atravesaron la estrecha entrada antes de que los Druidas reaccionasen. Agarraron las lanzas y se dispusieron a defenderse contra las furias salvajes que se abalanzaban sobre ellos blandiendo las espadas. Cato no hizo caso de los sonidos de la lucha. Echó a correr a toda velocidad hacia la jaula. Un druida salió del interior de una choza por delante de él, lanza en ristre. Echó un vistazo a la refriega y luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la jaula al tiempo que levantaba su lanza.

Sus intenciones estaban claras y Cato siguió adelante, corriendo todo lo que podía y con los dientes apretados debido al esfuerzo. Pero el druida estaba más cerca y Cato se dio cuenta de que iba a conseguir lo que se proponía. Cuando el druida llegó a la jaula y echó su lanza hacia atrás para arrojarla, un chillido surgió del interior.

– ¡Eh! -gritó Cato, a unos veinte pasos de distancia. El druida miró por encima del hombro y Cato lanzó su espada con todas sus fuerzas. Mientras la hoja giraba en el aire, el druida se dio la vuelta rápidamente y la desvió con el extremo de su lanza. Cato siguió corriendo hacia la jaula. El druida hizo descender la punta de su arma y apuntó al estómago de Cato. En el último instante, cuando casi estaba a punto de alcanzarle la punta siniestramente afilada de la lanza, Cato se arrojó al suelo y rodó hasta chocar con las piernas del druida. Ambos chocaron estrepitosamente contra los barrotes de madera de la jaula. El impacto fue peor para Cato que para el druida, por lo que, antes de que aquél pudiera recuperar el aliento, el hombre saltó sobre su pecho y rodeó fuertemente el cuello del optio con sus manos. El dolor fue instantáneo e intenso. Cato se agarró a las manos del hombre y tiró con todas sus fuerzas para zafarse de ellas, pero el druida era de complexión fuerte y robusta. Sonreía y mostraba unos dientes amarillentos mientras le exprimía la vida a su enemigo. Unas sombras negras mancharon los bordes del campo de visión de Cato que, vanamente, la emprendió a rodillazos con la espalda del hombre.

Un par de esbeltas' manos salieron de entre los barrotes de la jaula y le arañaron la cara al druida, los dedos buscando sus ojos. Por instinto, el hombre alzó las manos para protegerse la vista al tiempo que lanzaba un aullido de dolor y Cato le pegó un puñetazo en la barbilla que le echó la cabeza hacia atrás. Cato le golpeó de nuevo y con esfuerzo lo empujó a un lado. Mientras el druida yacía inconsciente en el suelo, Cato se puso en pie apresuradamente, recuperó la espada y se la clavó al druida en la garganta.

Se dio la vuelta hacia la jaula. -¡Mi señora Pomponia! Su rostro apareció entre las manos sujetas a los barrotes; la esposa del general miró a la figura pintada con aire vacilante.

– He venido a rescatarla. Póngase en la parte de atrás de la jaula.

– ¡Te conozco! ¡Eres el del carro! -Sí. ¡Y ahora, atrás! Ella se dio la vuelta y se arrastró hacia el otro extremo de la jaula, situándose frente a su hijo para protegerlo. Cato levantó la espada y empezó a dar cuchilladas a las cuerdas que ataban la puerta de barrotes al resto de la estructura. A cada golpe saltaban astillas de madera y ramales cortados, hasta que la puerta se soltó de un lado. Cato bajó la espada y tiró de los barrotes para apartarlos.

– ¡Fuera! ¡Venga, vámonos! La mujer salió de allí a gatas arrastrando a su hijo de una mano. El niño llevaba la otra muy vendada. Elio tenía los ojos abiertos de par en par a causa del terror y un débil sonido agudo salía de su garganta. Pomponia tuvo dificultades para ponerse en pie; tras muchos días de permanecer confinada en cuclillas en la jaula, tenía las piernas agarrotadas y doloridas. Cato echó un vistazo por el recinto; había cuerpos desparramados por todas partes. La mayoría de ellos vestían la túnica negra de los Druidas, pero media docena de sus propios hombres yacía entre ellos. El resto se estaba reuniendo junto a Prasutago, muchos de ellos con heridas sangrantes.

– Por aquí -le dijo Cato a Pomponia, medio arrastrándola hacia sus hombres-. No hay peligro. Están conmigo.

– Nunca pensé que volvería a verte -le dijo ella con calmado asombro.

– Le di mi palabra. Ella esbozó una sonrisa.

– Sí, lo hiciste. Se reunieron con los demás soldados y se dirigieron de nuevo hacia la puerta.

– Ahora sólo tenemos que abrirnos paso hasta la primera cohorte -dijo Cato, a quien el corazón le latía desaforadamente en el pecho, en parte debido al esfuerzo y en parte por pura excitación y orgullo al haber conseguido su propósito-. ¡Vamos!

Dio un paso en dirección a la puerta y se detuvo. Por ella apareció una alta figura vestida de negro que llevaba una brillante hoz en una mano. El jefe druida captó la escena en un instante y se echó a un lado al tiempo que gritaba una orden. El resto de sus hombres entraron en tropel al recinto, con los ojos encendidos y las lanzas bajas apuntando a Cato y a su pequeño grupo. Sin esperar ninguna orden, Prasutago rugió su grito de guerra y cargó contra los Druidas, inmediatamente seguido de Cato y sus soldados. Pomponia volvió el rostro de su hijo contra su túnica y se agachó con él, incapaz de mirar el combate.

En aquella ocasión la contienda entre Romanos y Druidas estaba más igualada. Los Druidas no habían sido sorprendidos y su espíritu de lucha ya estaba enervado tras sus experiencias en la puerta principal. Tuvo lugar una desordenada refriega, las espadas golpeaban las astas de las lanzas o resonaban al echarse a un lado para parar un golpe de forma desesperada. Como en aquella limitada lucha no podían acuchillar de manera eficaz con sus lanzas, los Druidas las utilizaron como si fueran picas, intentando golpear con ellas a los Romanos y bloqueando las arremetidas de sus espadas. Cato se encontró luchando contra un druida alto y delgado con una barba oscura. El hombre no era idiota y paró hábilmente las primeras estocadas de Cato, para luego amagar hacia la izquierda e hincar la punta de la lanza en su objetivo. Cato se apartó de un salto, aunque demasiado tarde para evitar que le rajara el muslo. Mientras el hombre recuperaba la lanza, Cato echó a un lado el asta con la mano que tenía libre, avanzó como un rayo y hundió el extremo de su hoja en el vientre de su rival. Soltó la espada de un tirón y se dio la vuelta buscando al jefe druida. Se encontraba junto a la puerta, observando la batalla con una fría mirada en sus ojos.

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