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– Trae mi caballo y consigue otro para el portaestandarte.

– ¿No irá a subir allí arriba, señor? -Plinio se horrorizó.

– Trae los caballos.

Mientras iban a por los caballos, Vespasiano se apretó las ataduras de su casco. Miró al portaestandarte y se sintió más tranquilo ante la calmada compostura de aquel hombre, una de las principales cualidades que se buscaba en los soldados escogidos para tener el honor de llevar el águila en combate. Unos esclavos les llevaron los caballos a todo correr y les cedieron las riendas. Vespasiano y el portaestandarte montaron.

– ¡Señor! -le gritó Plinio-. Si le ocurre cualquier cosa, ¿cuáles son sus órdenes?

– ¿Cuáles van a ser? ¡Tomar el fuerte, por supuesto! Con un rápido golpe de talones Vespasiano espoleó a su caballo hacia el pie de la rampa, y atravesó retumbando el terreno abierto con el portaestandarte tras él, sujetando las riendas con una mano y el asta del estandarte con la otra. Galoparon cuesta arriba, dando un brusco viraje en la primera curva pronunciada y continuando el ascenso por la segunda rampa. Allí yacían los primeros Romanos muertos, atravesados por flechas o aplastados por piedras, cuya sangre se encharcaba en el sendero entre las flechas con plumas que parecían haber brotado del suelo. Los heridos, al ver acercarse a los jinetes, se arrastraron con dolor hacia un lado del camino y algunos de ellos lograron lanzar una ovación para el legado cuando pasó por allí con gran estruendo.

Torcieron por la segunda curva y rápidamente frenaron los caballos al toparse con la última centuria de la primera cohorte.

– ¡A pie! -le gritó Vespasiano por encima del hombro al portaestandarte, y descabalgó de un salto. Enseguida fueron divisados por los defensores situados por encima de ellos y al cabo de un instante el caballo de Vespasiano soltó un relincho cuando una flecha lo alcanzó en el flanco. El caballo se empinó, agitando las patas delanteras, antes de dar la vuelta desesperadamente y volver a bajar corriendo por la rampa. Más flechas y proyectiles de honda alcanzaron sus objetivos con un ruido sordo en torno al legado. Éste miró a su alrededor y agarró un escudo del suelo allí donde había caído junto a su propietario muerto. El portaestandarte encontró otro. Ambos se abrieron camino a empujones y se adentraron en las apiñadas filas de soldados que tenían delante.

– ¡Abrid paso! ¡Abrid paso! -gritó Vespasiano. Los legionarios se apartaron al oír su voz, algunos de ellos con miradas de perplejidad en sus rostros.

– ¿Qué carajo está haciendo aquí arriba? -se preguntó un atemorizado joven.

– ¿No pensarías que ibas a tener al enemigo para ti solito, verdad, hijo? -le gritó Vespasiano al pasar junto a él-. ¡Vamos, muchachos, un último esfuerzo y acabaremos con todos esos cabrones!

Una irregular oleada de ovaciones recorrió las tropas a medida que Vespasiano y el portaestandarte avanzaban hacia la puerta y las flechas y proyectiles de honda chocaban contra sus escudos. Cuando llegaron al terreno plano situado ante la fortificada puerta de madera, Vespasiano trató de ocultar su desesperación ante la escena que presenciaron sus ojos. La mayor parte de los ingenieros estaban muertos, amontonados junto a sus escaleras a un lado del ariete. Éste era manejado entonces por legionarios que habían tenido que dejar sus escudos para tomar posiciones en la barra de roble rematada con una gruesa capa de hierro. Mientras observaba otro hombre cayó cuando un proyectil le alcanzó en la parte del cuello no protegida por el casco o la cota de malla. El centurión superior mandó a un sustituto, pero el legionario vaciló, mirando con preocupación los salvajes rostros que le gritaban desde lo alto de la puerta.

Vespasiano avanzó corriendo. -¡Apártate, hijo! Soltó el escudo, agarró el asa de cuerda y se sumó al rítmico balanceo de los demás en el ariete. Cuando éste chocó contra la puerta con un tremendo estrépito, Vespasiano vio que los grandes troncos empezaban a ceder.

– ¡Vamos, soldados! -les gritó a los que estaban en el ariete-. ¡No se nos paga por horas!

En cuanto los Durotriges vieron al legado soltaron un enorme rugido de desafío y apuntaron sus armas contra el comandante enemigo y el hombre que llevaba el temido símbolo del águila. Los soldados de la primera cohorte respondieron con unos ensordecedores gritos de entusiasmo y renovado esfuerzo, y lanzaron las jabalinas que les quedaban contra las maltrechas filas de los Durotriges. Otros agarraron los proyectiles de honda que había en el suelo para arrojárselos a los defensores.

Cayó otro hombre junto al ariete. En esa ocasión el centurión superior tiró su escudo y ocupó el puesto libre. Una vez más el ariete golpeó hacia delante. La viga central de la puerta se rompió en dos con un crujido y los troncos que la rodeaban se desencajaron. Por entre las brechas los Romanos podían ver los rostros amenazantes de los Durotriges y los Druidas concentrados al otro lado. A través de un estrecho hueco Vespasiano divisó la tranca.

– ¡Allí! -alzó una mano para señalar el lugar-. ¡Dirigid la cabeza hacia allí!

Se rectificó el ángulo del ariete y volvieron a balancearlo, con lo que el hueco se abrió aún más. La tranca de la puerta tembló en sus soportes.

– ¡Más fuerte! -gritó Vespasiano por encima del estruendo-. ¡Más fuerte!

Cada golpe hizo saltar más astillas de los troncos hasta que, con una última y salvaje arremetida, la tranca se partió. Inmediatamente las puertas cedieron.

– ¡Dejemos el ariete más atrás! Retrocedieron unos cuantos pasos y lo dejaron en el suelo. Alguien le pasó un escudo a Vespasiano. Éste deslizó el brazo izquierdo por las correas y desenvainó la espada, sujetándola en posición horizontal a la altura de la cadera. Respiró hondo, listo para conducir a sus hombres a través de la entrada.

– ¡Portaestandarte! -¡Señor! -No te separes de mí, muchacho. -¡Sí, señor! -¡Primera cohorte! -bramó el legado a voz en cuello-. ¡Adelante!

Con un profundo rugido de cientos de gargantas, los escudos escarlata cargaron contra las puertas y cargaron contra las filas de los miembros tribales que gritaban al otro lado. Metido en la primera fila de la primera cohorte, Vespasiano mantuvo en alto el escudo y arremetió contra la densa concentración de humanidad que tenía delante, hundiendo la espada en la carne, retorciéndola después y tirando de ella para recuperarla antes de atacar de nuevo. En torno a él los hombres gritaban, proferían sus bramidos de guerra, gruñían con el esfuerzo de cada embestida y cuchillada, y soltaban alaridos de agonía cuando resultaban heridos. Los muertos y heridos caían al suelo y los que aún vivían luchaban por protegerse bajo los escudos y evitar que los pisotearan hasta matarlos.

Al principio la densa concentración de Romanos y Durotriges era compacta y ninguno de los dos bandos cedía ni un centímetro de terreno. Pero a medida que los hombres iban cayendo, los miembros de la tribu empezaron a ceder terreno, empujados por la pared de escudos de los Romanos. Bajo las botas de Vespasiano el suelo estaba resbaladizo debido al barro revuelto y a la sangre caliente. En aquel momento su mayor temor era perder el equilibrio y resbalar.

La primera cohorte siguió avanzando poco a poco, abriéndose paso a cuchilladas entre los Durotriges. Los defensores, alentados por los Druidas que había entre sus filas, luchaban con desesperado coraje. En aquel apiñamiento, les era imposible utilizar eficazmente sus largas espadas y lanzas de guerra. Algunos de ellos soltaron sus armas principales y en su lugar utilizaron las dagas, tratando de echar a un lado los escudos Romanos y acuchillar a los soldados que se resguardaban detrás. Pero había pocos Durotriges que llevaran coraza y su carne expuesta podía ser alcanzada fácilmente por las espadas letales de los legionarios.

Poco a poco los Durotriges se vinieron abajo y se fueron replegando en la retaguardia de aquel agolpamiento de uno en uno y de dos en dos, y los hombres lanzaban miradas aterrorizadas a la implacable aproximación del águila dorada. Una hilera de Druidas se hallaba detrás de los defensores y con desdén intentaban que los menos valientes de entre sus aliados volvieran a la batalla. Pero al cabo de poco tiempo ya había demasiados miembros de la tribu que huían ante la terrible máquina de matar Romana y los Druidas no pudieron hacer nada para detenerlos. Las poderosas defensas en las que tanto habían confiado los Durotriges habían fallado, igual que lo habían hecho las promesas de los Druidas que aquel día Cruach los protegería y castigaría a los Romanos. Todo estaba perdido y los Druidas también lo sabían.

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