Литмир - Электронная Библиотека

– Sí, señor. -Cato, consciente de lo que era necesario hacer en aquella situación, se levantó rápidamente del banco y le ofreció el brazo a Nessa. La joven miró a su prima, quien le hizo un leve gesto con la cabeza.

– Está bien. -Nessa esbozó una sonrisa burlona-. Ten cuidado, Boadicea, ya sabes cómo son estos soldados.

– Sa! ¡Sé cuidarme sola! Cato no lo dudaba. Había llegado a conocer a Boadicea bastante bien durante los meses de invierno y comprendía perfectamente a su centurión. Condujo a Nessa a través de la multitud de bebedores hacia el mostrador. El camarero, un viejo galo a juzgar por su acento, había prescindido de las modas Romanas del continente y vestía una túnica muy estampada sobre cuyos hombros descansaban sus trenzas. Estaba enjuagando unas tazas en una tina de agua sucia y levantó la vista cuando Cato golpeó el mostrador con una moneda. Al tiempo que se secaba las manos en el delantal, se acercó arrastrando los pies y arqueó las cejas.

– Dos vasos de vino caliente -pidió Cato antes de tener en cuenta a Nessa-. ¿De acuerdo?

Ella dijo que sí con la cabeza y el camarero cogió dos tazas y se dirigió a un abollado caldero de bronce que estaba apoyado en una rejilla ennegrecida encima de unas brasas que resplandecían débilmente. El vapor salía del interior formando volutas y, incluso desde donde estaba, Cato percibió el aroma de las especias por encima de la cerveza y de los agrios olores a humanidad subyacentes. Cato, alto y delgado, miró por encima del hombro a su compañera Iceni mientras ella observaba con avidez cómo el galo hundía un cucharón en el caldero para agitar la mezcla. Cato frunció el ceño. Sabía que debía tratar de entablar conversación, pero eso nunca se le había dado bien, pues siempre temía que lo que dijera sonara poco sincero o simplemente estúpido. Además, no tenía ganas. No es que Nessa no fuera atractiva (sobre su personalidad sólo podía hacer conjeturas), era tan sólo que aún lloraba la muerte de Lavinia.

La pasión que había sentido por Lavinia corría por sus venas como el fuego, incluso después de que ella lo hubiese traicionado y se hubiera metido corriendo en la cama de ese cabrón de Vitelio. Antes de que Cato pudiera aprender a despreciarla, Vitelio había involucrado a Lavinia en un complot para matar al emperador y la había asesinado a sangre fría para no dejar rastro. A Cato le vino a la cabeza una imagen de la oscura cabellera de Lavinia cubriéndose con la sangre que manaba de su garganta cortada y le entraron ganas de vomitar. La echaba de menos más que nunca.

Toda la pasión que le quedaba le servía para alimentar un violento odio hacia el tribuno Vitelio, un odio tan profundo que no había venganza que pudiera considerarse demasiado terrible. Pero Vitelio había regresado a Roma con el emperador después de haber salido como un héroe de su frustrado intento de asesinato. En cuanto se vio claro que los guardaespaldas del emperador iban a salvar a su amo, Vitelio había caído sobre el asesino y había acabado con él. Ahora el emperador consideraba al tribuno como su salvador, para quien ningún honor o recompensa podían constituir suficiente muestra de gratitud. Con la mirada perdida en un segundo plano, la expresión de Cato se endureció hasta convertirse en un implacable rostro de labios apretados que asustó a su compañera.

– ¿Qué diablos te pasa?

– ¿Eh? Lo siento. Estaba pensando.

– No creo que quiera saber en qué.

– No tenía nada que ver contigo.

– Eso espero. Mira, ya viene el vino. El galo volvió al mostrador con dos tazas humeantes cuyo intenso aroma excitó incluso el paladar de Cato. El galo tomó la moneda que Cato le había dado y se dirigió de nuevo hacia su tina de enjuagar.

– ¡Eh! -exclamó Cato-. ¿Qué hay de mi cambio?

– No hay cambio -farfulló el galo por encima del hombro-. Es lo que vale. El vino escasea, por culpa de las tormentas.

– Aun así…

– ¿No te gustan mis precios? Pues te vas a la mierda y te buscas otro lugar en el que beber.

Cato notó que se ponía lívido y que apretaba los puños de ira. Abrió la boca para gritar y a duras penas consiguió evitar ponerse hecho una furia y paliar el deseo de hacer pedazos a ese hombre. Cuando recuperó el dominio de sí mismo se sintió horrorizado ante semejante suspensión del raciocinio del que él se enorgullecía. Se avergonzó y echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien había notado lo cerca que había estado de hacer el ridículo. Sólo una persona estaba mirando en su dirección, un fornido galo apoyado en el otro extremo del mostrador. Miraba a Cato con detenimiento y había llevado una mano hacia el mango de una daga que le colgaba del cinturón dentro de una vaina forrada de metal. Sin duda era el matón a sueldo del viejo galo. Cruzó una mirada con el optio y levantó la mano para hacerle un gesto admonitorio con el dedo, esbozando una leve sonrisa de desprecio al tiempo que advertía al joven que se comportara.

– Cato, hay sitio junto al fuego. Vamos. -Nessa lo empujó suavemente para alejarse del mostrador y dirigirse hacia la chimenea de ladrillos donde unos troncos recién puestos silbaban y crepitaban. Cato se resistió a su contacto un instante pero luego cedió. Se abrieron paso entre la clientela con cuidado de no derramar el vino caliente y se sentaron en dos taburetes bajos junto a otro puñado de personas que buscaban el calor del fuego.

– ¿A qué venía todo eso? -preguntó Nessa-. Tenías un aspecto que daba miedo, ahí en el mostrador.

– ¿Ah, sí? -Cato se encogió de hombros y a continuación sorbió cuidadosamente el contenido de su taza humeante.

– Sí. Creí que ibas a echártele encima.

– Iba a hacerlo.

– ¿Por qué? Boadicea me dijo que eras un tipo tranquilo.

– Lo soy. -Entonces, ¿por qué?

– ¡Es una cuestión personal! -replicó Cato con brusquedad. Rápidamente se ablandó-. Lo lamento, no quería decirlo así. Es que no quiero hablar de ello.

– Entiendo. Pues hablemos de otra cosa.

– ¿De qué?

– No sé. Piensa tú en algo. Lo que te parezca.

– De acuerdo, dime, ese primo de Boadicea, Prasutago, ¿de verdad es tan peligroso como parece?

– Peor. No es simplemente un guerrero. -Cato se percató de la asustada expresión de su rostro-. Tiene otros poderes.

– ¿Qué clase de poderes?

– No… no puedo decirlo. -¿Boadicea y tú vais a correr algún peligro cuando él os encuentre de nuevo?

Nessa lo negó con un movimiento de cabeza al tiempo que tomaba unos sorbos de su taza y derramaba unas cuantas gotas de vino en la delantera de su capa, donde por un momento brillaron con el reflejo de la luz del hogar antes de calar en el tejido.

– Oh, no, se pondrá colorado y gritará un poco, pero no pasará de ahí. En cuanto Boadicea le mire cariñosamente se pondrá de lado y esperará que le haga cosquillas en la tripa.

– Entonces, ¿ella le gusta?

– Tú lo has dicho. Le gusta demasiado.

– Nessa estiró el cuello para mirar a su amiga que, al otro lado de la estancia, estaba inclinada sobre la mesa y acunaba la mejilla de Macro en la palma de la mano. Se volvió de nuevo hacia Cato y le susurró en tono confidencial, como si Boadicea pudiera oírla de algún modo-: Entre nosotros, he oído que Prasutago está completamente enamorado de ella. Va a escoltarnos hasta nuestro pueblo en cuanto llegue la primavera. No me sorprendería que aprovechara la ocasión para pedirle permiso al padre de Boadicea para casarse con ella.

– ¿Y ella qué siente por él?

– Bueno, aceptará, por supuesto.

– ¿En serio? ¿Por qué?

– No ocurre todos los días que a una chica le pida en matrimonio el próximo gobernador de los Iceni.

Cato asintió con un lento movimiento de cabeza. Boadicea no era la primera mujer que había conocido que anteponía el ascenso social a la propia satisfacción emocional. Cato decidió que no le diría nada de todo eso a su centurión. Si Boadicea iba a plantar a Macro para casarse con otro, se lo podía contar ella misma.

7
{"b":"103506","o":1}