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Desde aquel momento siguieron viéndose casi a diario y a veces Macro invitaba a Cato a que los acompañara, sobre todo por un sentimiento de lástima por el chico, que recientemente había visto morir a su primer amor a manos de un aristócrata Romano traidor. Debido a la contagiosa sociabilidad de Boadicea, Cato, callado y tímido al principio, lentamente se había ido mostrando menos reservado y ahora los dos podían pasarse horas conversando. Macro tuvo la sensación de ir quedando excluido poco a poco. A pesar de que Boadicea afirmaba mantener relaciones únicamente con personas adultas, Macro no estaba convencido de ello. De ahí la presencia de Nessa, a sugerencia de Macro. Una chica a la que Cato pudiera dedicarse mientras él seguía cortejando a Boadicea.

– ¿Tu centurión frecuenta a menudo lugares como éste?

– preguntó Boadicea.

– No siempre son tan agradables. -Cato sonrió-. Deberías sentirte honrada.

A Nessa se le escapó el tono irónico y resopló con indignación ante la sugerencia de que cualquier persona sensata tuviera que considerar un privilegio que la llevaran a un antro como aquél. Los otros dos pusieron los ojos en blanco.

– ¿Cómo te las arreglaste para que te dieran permiso para salir? -le preguntó Cato a Boadicea-. Creí que a tu tío le iba a dar un ataque la noche que tuvimos que llevarte a casa.

– Estuvo a punto. El pobre ya no ha sido el mismo desde entonces y sólo accedió a dejarnos salir y pasar la noche en casa de unos primos lejanos siempre y cuando nos acompañara alguien.

Cato frunció el ceño.

– ¿Y dónde está la escolta?

– No lo sé. La perdimos entre el gentío cerca de las puertas de la ciudad.

– ¿A propósito?

– Claro. ¿Por quién me tomas?

– No me atrevería a decirlo.

– Muy sensato por tu parte. -¡Probablemente Prasutago se estará meando encima de preocupación! -Nessa soltó una risita-. Podéis apostar que nos estará buscando en todas las tabernas que se le vengan a la cabeza.

– Con lo cual estamos bastante seguras, puesto que a mi querido pariente por cierto) no se le ocurrirá pensar en este lugar. Dudo que nunca se haya aventurado a entrar en los callejones de detrás del muelle. Estaremos bien.

– ¡Si nos encuentra -Nessa abrió unos ojos como platos- se pondrá como loco! Recuerda lo que le hizo a ese muchacho de los atrebates que intentó flirtear con nosotras. ¡Pensé que Prasutago iba a matarle!

– Lo habría hecho si yo no me lo hubiera llevado a rastras. Cato cambió de posición nerviosamente.

– ¿Este pariente vuestro es un tipo grandote?

– ¡Enorme! -Nessa se rió-. Si! «Enorme» es la palabra adecuada.

– Con un cerebro inversamente proporcional a su físico -añadió Boadicea--. De modo que ni se te ocurra intentar razonar con él si entra aquí. Tú echa a correr.

– Entiendo.

Macro volvió del mostrador con los brazos en alto para mantener la jarra y las copas por encima de la multitud. Las depositó en la rugosa superficie de la mesa y cortésmente llenó de vino tinto hasta el borde todas las tazas de cerámica.

– ¡Vino! -exclamó Boadicea-. Sabes cómo mimar a una dama, centurión.

– Se ha terminado la cerveza -explicó Macro-. Esto es lo único que les queda, y no es que sea barato precisamente. Así que apurad las copas y disfrutad.

– Mientras podamos, señor.

– ¿Eh? ¿Qué pasa, chico?

– Estas señoritas están aquí sólo porque se escabulleron de un pariente bastante corpulento que probablemente ahora mismo las esté buscando, y no de muy buen humor.

– No me sorprende, en una noche como ésta. -Macro se encogió de hombros-. De todos modos, hemos tenido suerte. Tenemos fuego, bebida y buena compañía. ¿Qué más se puede pedir?

– Un asiento junto a la lumbre -repuso Boadicea.

– Venga, brindemos. -El centurión alzó su taza-. ¡Por nosotros! -Macro se llevó el vaso a los labios, se bebió el vino de un solo trago y volvió a bajar la taza de golpe-. ¡Ahhhh! ¡Esto sí que sienta bien! ¿Quién quiere más?

– Un momento. -Boadicea siguió su ejemplo y apuró su copa.

Cato conocía sus limitaciones respecto al vino y dijo que no con la cabeza.

– Como quieras, muchacho, pero el vino funciona igual de bien que un golpe en la cabeza para ayudarte a olvidar los problemas.

– Si usted lo dice, señor. -Sí que lo digo. Especialmente si tienes que dar malas noticias. -Macro miró hacia el otro lado de la mesa, a Boadicea.

– ¿De qué noticias hablas? -preguntó ella con acritud.

– Van a mandar a la legión al sur. -¿Cuándo? -Dentro de tres días. -No había oído nada al respecto -dijo Cato-. ¿Qué pasa? -Supongo que el general quiere utilizar la segunda legión para cortarle cualquier ruta de escape a Carataco al sur del Támesis. Las otras tres legiones pueden despejar el terreno al norte del río.

– ¿El Támesis? -Boadicea puso mala cara-. Eso está muy lejos. ¿Y cuándo va a volver tu legión?

Macro estaba a punto de ofrecer una respuesta fácil y tranquilizadora cuando vio la apenada expresión del rostro de Boadicea. Se dio cuenta de que la manera más adecuada de actuar en esa situación era ser sincero. Era mucho mejor que Boadicea supiera la verdad en aquel momento y no que luego estuviera resentida con él.

– No lo sé. Tal vez dentro de unas cuantas campañas mas, tal vez nunca. Todo depende de cuánto tiempo siga luchando Carataco. Si logramos aplastarlo rápidamente, la provincia se puede colonizar enseguida. El caso es que ese cabrón artero no deja de asaltar nuestras líneas de abastecimiento y mientras tanto trata de negociar con otras tribus para que se unan a él y nos opongan resistencia.

– No puedes culparlo por luchar bien. -Puedo hacerlo si eso nos obliga a estar separados. -Macro le tomó la mano y le dio un apretón cariñoso-. Así que esperemos que sea lo bastante inteligente como para darse cuenta de que nunca podrá ganar. Entonces, cuando la provincia se haya pacificado, conseguiré un permiso y vendré a buscarte.

– ¿Esperas que la provincia se calme así de rápido? -Boadicea montó en cólera-. ¡Por Lud! ¿Cuándo aprenderéis los Romanos? Carataco sólo está al frente de las tribus que se encuentran bajo el dominio de los catuvelanios. Existen muchas otras tribus, la mayoría de ellas demasiado orgullosas para dejarse conducir a la batalla por otro jefe, y sin duda demasiado orgullosas para someterse mansamente al Imperio Romano. Mira el caso de nuestra propia tribu. -Boadicea hizo un gesto hacia Nessa y hacia ella-. Los Iceni. No conozco a ningún guerrero a quien se le haya ocurrido convertirse en súbdito de vuestro emperador Claudio. Cierto es que habéis intentado buscar el apoyo de nuestros jefes con promesas de alianza y de una parte del botín que se obtenga de aquellas tribus a las que Roma derrote en el campo de batalla. Pero os lo advierto, en el momento en que tratéis de convertiros en nuestros amos y señores, Roma pagará un alto precio con la sangre de sus legiones…

Su voz se había hecho bastante estridente y por un instante sus ojos refulgieron desafiantes en dirección al otro lado de la mesa. Los clientes de los bancos vecinos se volvieron a mirar y la conversación se acalló unos breves instantes. Luego las cabezas volvieron a girarse y el volumen volvió a incrementarse paulatinamente. Boadicea se sirvió otra taza de vino y se la bebió toda antes de proseguir, en voz más baja.

– Esto también es válido para la mayoría de las demás tribus: Créeme.

Macro se la quedó mirando fijamente y asintió lentamente con la cabeza a la vez que volvía a cogerle la mano y la sostenía con delicadeza en la suya.

– Lo siento. No era mi intención ofender a tu gente. En serio. No sé expresarme demasiado bien.

Los labios de Boadicea se alzaron en una sonrisa.

– No importa, lo compensas de otras maneras.

Macro se volvió a mirar a Cato. -¿Crees que podrías llevarte a esta muchacha al mostrador un rato? Mi dama y yo tenemos que hablar.

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