– Boadicea, ¿puedes preguntarle de dónde ha sacado estos cuencos?
Las dos mujeres conversaron con dificultad unos momentos antes de que la pregunta se comprendiera del todo y obtuviera una respuesta.
– Se los cambió a un mercader griego. -¿Griego? -Cato codeó ligeramente a Macro-. ¿Eh?
– Señor, la mujer dice que consiguió estos cuencos de un mercader griego.
– Ya lo he oído, ¿y bien?
– ¿El mercader se llamaba Diomedes?
La mujer asintió con la cabeza y sonrió, luego le dirigió unas rápidas palabras a Boadicea con el tono cadencioso de la lengua celta.
– Diomedes le cae muy bien. Dice que es una persona encantadora. Siempre tiene a punto un pequeño obsequio para las mujeres y una aguda ocurrencia para apaciguar después a sus maridos.
– Hay que tener cuidado con los griegos que traen regalos, puede haber gato encerrado -masculló Macro-. Esa gente es capaz de saltar sobre cualquier cosa que se mueva, ya sea hombre o mujer.
Boadicea sonrió.
– Según mi propia experiencia yo diría que vosotros los Romanos sois tan sólo un poquito más refinados. Debe de ser a causa de algo que le ponen a todo ese vino que a las razas del sur os gusta tanto beber.
– ¿Es un reproche? -preguntó Macro mirando atentamente a Boadicea.
– Digamos que fue instructivo. -Y supongo que ya te has enterado de todo lo que te hacía falta saber sobre los hombres de Roma.
– Algo parecido. Macro miró a Boadicea con un brillo enojado en sus ojos antes de volver a su caldo y continuar comiendo en silencio.
Una incómoda tirantez embargó el ambiente. Cato removió el caldo y desvió la conversación de nuevo al tema, menos delicado, de Diomedes.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio? -Hace tan sólo dos días.
Cato dejó de remover.
– Llegó a pie -continuó diciendo Boadicea--. Sólo se quedó a comer y siguió su camino, rumbo al oeste, hacia territorio Durotrige. Dudo que allí haga mucho negocio.
– No va en busca de negocio -dijo Cato en voz baja-. Ya no. ¿Lo ha oído, señor?
– Pues claro que lo he oído. Esta maldita misión ya es bastante peligrosa de por sí sin ese griego complicando las cosas. Esperemos que lo encuentren y lo maten pronto, antes de que nos cause algún problema.
Continuaron comiendo en silencio y Cato no hizo ningún intento más por mantener la conversación. Reflexionó sobre las implicaciones de la información acerca de Diomedes.
Por lo visto al griego no le bastaba con haber matado a los prisioneros Druidas. Su sed de venganza lo estaba llevando al corazón del territorio de los Druidas de la Luna Oscura. Él solo tenía muy pocas posibilidades de salir airoso, podría alertar a los Durotriges y que éstos anduvieran a la caza de forasteros. Eso sólo podía aumentar el riesgo al que ellos cuatro se enfrentaban ya. Con pesimismo, Cato tomó otra cucharada de caldo y masticó con fuerza un trozo de cartílago.
La hospitalidad de Vellocato y de su esposa se amplió a una bandeja de plata llena de bizcochos de miel en cuanto se hubieron terminado el cuenco de caldo. Cato cogió un bizcocho y se fijó en el diseño geométrico de la bandeja que había debajo. Bajó la cabeza para observarlo más de cerca.
– Otro de los artículos del griego, me imagino -dijo Boadicea al tiempo que tomaba un bizcocho para ella--. Debe de ganarse bien la vida con ello.
– Apuesto a que sí -dijo Macro, y mordió el bizcocho. Sus Ojos se iluminaron al instante y miró a su anfitriona moviendo la cabeza en señal de aprobación-. ¡Buenísimo!
Ella sonrió encantada y le ofreció otro. -Mujer, no te diría que no -aceptó Macro mientras unas migas caían sobre su túnica-. ¡Venga, Cato! ¡Hártate, muchacho!
Pero Cato estaba sumido en la reflexión, mirando fijamente la bandeja de plata hasta que la retiraron y la volvieron a meter en el cesto de mimbre. Estaba seguro de haberla visto antes y le había impresionado mucho volverla a ver. Allí, donde su presencia resultaba extraña. Mientras los demás se comían alegremente los bizcochos, él tuvo que obligarse a mordisquear el suyo. Observó a Vellocato y a su mujer con una creciente sensación de inquietud y desasosiego.
– ¿Estás segura de que están dormidos? -susurró Macro.
Boadicea echó un último vistazo a las quietas formas acurrucadas bajo sus pieles en los bajos lechos y asintió con un movimiento de cabeza.
– Bien, será mejor que dejes que Prasutago diga lo que tiene que decir.
Antes, el guerrero Iceni le había pedido en voz baja a Boadicea que les comunicara a los demás su intención de hablar con ellos antes de que al día siguiente penetraran en territorio Durotrige. Su anfitrión se había empeñado en espitar un barril de cerveza y había realizado suficientes brindis para asegurarse una alegre embriaguez antes de acercarse a su mujer haciendo eses y caer dormido. Ahora respiraba con el ritmo profundo y regular de alguien que no iba a despertarse en las próximas horas. Con el fondo de los esporádicos ronquidos que surgían de entre las sombras, Prasutago informó al resto del grupo en un tono de voz bajo y serio. Observó detenidamente a los demás mientras Boadicea traducía, para asegurarse de que se comprendía del todo la gravedad de sus palabras.
– Dice que, una vez crucemos el río, debemos dejarnos ver lo menos posible. Ésta podría ser muy bien la última noche que podamos disfrutar de cobijo. De noche no haremos fuego si existe el más mínimo riesgo de que pueda ser visto por el enemigo, y mantendremos el menor contacto posible con los Durotriges. Buscaremos durante veinte días más, hasta que la fecha límite de los Druidas se haya cumplido. Prasutago dice que si para entonces no hemos encontrado nada volveremos atrás. Sería peligroso quedarnos más tiempo dado que vuestra legión marchará contra los Durotriges al cabo de pocos días. En cuanto el primer legionario pise suelo Durotrige, cualquier extranjero que viaje por sus tierras será considerado un espía en potencia.
– Ése no era el trato -protestó Macro sin levantar la voz-.
Las órdenes eran encontrar a la familia del general, vivos o muertos.
– No si la fecha límite se ha cumplido, dice él.
– El acatará las órdenes como el resto de nosotros. -Habla por ti, Macro -replicó Boadicea-. Si Prasutago se va, yo me voy y tú te quedas solo. Nosotros no hemos aceptado el suicidio.
Macro lanzó una mirada furiosa a Boadicea. -¿Nosotros? ¿A quién te refieres cuando dices «nosotros», Boadicea? La última vez que estuvimos juntos éste no era más que un pariente bruto que no podía resistirse a hacer el papel de figura paterna con tu amiga y tú. ¿Qué es lo que ha cambiado?
– Todo -respondió rápidamente Boadicea-. Lo pasado, pasado está, y el pasado no debe empañar el porvenir.
– ¿Empañar? -Macro arqueó las cejas-. ¿Empañar? ¿Es todo lo que signifiqué para ti?
– Es todo lo que significas para mí ahora. Prasutago siseó. Señaló a sus anfitriones con la cabeza y le hizo un gesto admonitorio con el dedo a Macro, advirtiéndole que bajara la voz. Luego le habló en voz queda a Boadicea, que repitió sus palabras.
– Prasutago dice que la ruta que ha planeado nos llevará por el corazón del territorio de los Durotriges. Allí es donde encontraremos las aldeas y poblados más grandes, donde es más probable que la familia del general esté cautiva.
– ¿Y si nos descubren?
– En caso de que nos descubran y nos entreguen a los Druidas, a vosotros dos os quemarán vivos. Él tendrá que enfrentarse a una muerte mucho peor.
– ¿Peor? -terció Macro con un resoplido-. ¿Qué podría ser peor?
– Dice que lo desollarían vivo y luego, mientras aún respirara, lo irían cortando a trozos que darían a comer a sus perros de caza. La piel y la cabeza las clavarían en un roble junto al más sagrado de sus claros, como advertencia para los Druidas de todos los niveles de lo que le sucederá a todo aquel que traicione la hermandad.
– Ah… Se hizo un breve silencio. Luego Prasutago les dijo que durmieran un poco. Al día siguiente iban a encontrarse en territorio enemigo y tendrían que andar lo más alerta que les fuera posible.