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Salieron del bosque al caer la noche. Las sombras y los oscuros árboles centenarios quedaron atrás y Cato se animó un poco. Ante ellos el suelo descendía suavemente hacia una franja de terreno pantanoso junto a un río que serpenteaba hacia el horizonte a ambos lados. Había unas cuantas ovejas desperdigadas por los prados que se alimentaban afanosamente de los verdes brotes que la nieve dejaba al descubierto al derretirse. El sendero descendía sinuosamente y se alejaba hacia la derecha. A eso de un kilómetro y medio de distancia una delgada columna de humo salía de una gran choza redonda construida detrás de una empalizada. Prasutago la señaló y le dirigió unas pocas palabras a Boadicea.

– Allí es donde pernoctaremos. Hay un vado no mucho más adelante por el que podremos cruzar el río por la mañana. Debería ser un lugar seguro donde estar a salvo durante la noche. Prasutago conoció al granjero hace unos cuantos años.

– ¿Hace unos cuantos años? -dijo Macro-. Las cosas pueden cambiar en unos cuantos años.

– Tal vez. Pero yo no quiero pasar la noche a la intemperie hasta que no me quede más remedio.

Cuando la montura de Boadicea empezaba a avanzar, Macro se inclinó en la silla y la agarró del hombro.

– Espera un momento. Algún día tendremos que hablar.

– Algún día -respondió Boadicea-. Pero ahora no.

– ¿Cuándo entonces?

– No lo sé. Cuando sea el momento oportuno. Ahora suéltame, por favor, me estás haciendo daño.

Macro buscó en su mirada algún indicio del afecto y el buen carácter que había conocido, pero la expresión de Boadicea era de cansancio y estaba vacía de toda emoción. Él dejó caer la mano y, con un rápido golpe de talones, Boadicea hizo avanzar a su caballo.

– Malditas mujeres -refunfuñó Macro-. Cato, un consejo. No tengas nunca una relación demasiado estrecha con ellas.

Pueden hacer cosas raras con el corazón de un hombre.

– Sé que pueden, señor.

– Claro. Perdona, lo olvidé. Con pocas ganas de dedicar mucho tiempo al recuerdo de Lavinia, Cato dio un tirón a las riendas de su poni y bajó siguiendo el sendero que conducía a la distante granja. El cielo plomizo se oscureció más aún con la menguante luz y el paisaje se desdibujaba con unos borrosos tonos grisáceos. La empalizada y la choza se volvieron indistintas, excepto por un diminuto fulgor anaranjado que se veía a través del marco de la puerta de la cabaña y que los atraía con una promesa de calor y cobijo contra el frío de la noche.

Cuando se acercaron, las puertas del cercado se cerraron rápidamente y una cabeza que surgió de entre las sombras por encima de las afiladas estacas les dio el alto. Prasutago bramó una respuesta y, cuando estuvieron lo bastante cerca como para que se confirmara su identidad, las puertas se abrieron de nuevo y el pequeño grupo espoleó a las bestias para que avanzaran. Prasutago desmontó y se dirigió a grandes zancadas hacia un hombre bajo y fornido que no tenía aspecto de ser mucho mayor que Cato. Se agarraron el uno al otro por el antebrazo en un saludo formal pero amistoso. Salió a relucir que el granjero al que Prasutago conocía había muerto hacía tres años y había sido enterrado en un pequeño huerto detrás de la empalizada. Su hijo mayor había muerto el verano anterior luchando con los Romanos en la batalla para cruzar el río Medway. El hijo menor, Vellocato, dirigía entonces la granja y recordaba perfectamente a Prasutago. Echó una ojeada a los compañeros de este último y dijo algo en voz baja. Prasutago se rió y respondió con una rápida sacudida de la cabeza en dirección a Boadicea y los demás. Vellocato se los quedó mirando fijamente un momento antes de asentir.

Con un gesto para indicarles a los demás que lo siguieran, encabezó la marcha por el embarrado interior de la empalizada hacia una hilera de rediles de factura rudimentaria. Otros dos hombres, mucho mayores, estaban atareados con las horcas metiendo el alimento del invierno en los establos del ganado e hicieron una pausa en su trabajo para observar a los recién llegados mientras éstos conducían sus monturas al interior de una pequeña cuadra. Dentro, los jinetes desensillaron cansinamente los caballos, teniendo cuidado de dejar las mantas sujetas con correas sobre la marca de la legión. En cuanto los arreos, las provisiones y el equipo se hubieron guardado cuidadosamente a un lado del establo, su anfitrión les proporcionó un poco de grano y pronto los caballos estuvieron mascando con satisfacción, con la cabeza envuelta en el vaho que su aliento formaba en la fría atmósfera.

Ya había anochecido del todo cuando, andando con mucho cuidado, se dirigieron a la gran choza redonda hecha con la gruesa y aislante mezcla de paja y juncos. El granjero los hizo entrar y luego corrió una pesada cubierta de cuero que tapaba la entrada. En contraste con el cortante frescor del aire del exterior, la humeante fetidez del interior hizo toser a Cato.

Pero al menos allí se estaba caliente. El suelo de la choza se inclinaba hacia el hogar donde la madera silbaba y crujía entre las parpadeantes llamas anaranjadas que se alzaban del tembloroso resplandor de la base de la hoguera. Por encima de las llamas, un caldero ennegrecido colgaba de un trébede de hierro. Inclinada sobre el vapor que emanaba del caldero había una mujer en avanzado estado de gestación. Se sujetaba la espalda con la mano que le quedaba libre al tiempo que removía el contenido con un largo cucharón de madera. Cuando ellos se acercaron levantó la mirada y le dirigió una sonrisa a su marido a modo de saludo antes de que sus ojos se posaran en los invitados y su expresión se volviera recelosa.

Vellocato señaló los anchos y confortables taburetes dispuestos a un lado de la chimenea e invitó a sus huéspedes a que se sentaran. Prasutago le dio las gracias y los cuatro viajeros, agradecidos, acomodaron sus entumecidos y doloridos miembros. En tanto que Prasutago hablaba con el granjero, los demás se quedaron mirando las llamas con satisfacción y absorbiendo el calor. El rico aroma a carne guisada que salía del caldero hizo que Macro se sintiera desesperadamente hambriento y se relamió. La mujer se dio cuenta y alzó el cucharón. Hizo un gesto con la cabeza hacia él y dijo algo.

– ¿Qué dice? -le preguntó él a Boadicea.

– ¿Cómo pretendes que yo lo sepa? Ella es atrebate. Yo soy Iceni.

– Pero las dos sois celtas, ¿no?

– El hecho de que seamos de la misma isla no significa que hablemos todos el mismo idioma, ¿sabes?

– ¿En serio? -Macro puso cara de ingenua sorpresa.

– En serio. ¿En el imperio todo el mundo habla latín?

– No, claro que no.

– ¿Y cómo os hacéis entender los Romanos?

– Gritamos más al hablar. -Macro se encogió de hombros-. Por regla general la gente capta la idea esencial de lo que estás diciendo. Si eso no funciona, empezamos a repartir golpes.

– No lo dudo, pero, en nombre de Lud, aquí no intentes esa forma de aproximación. -Boadicea movió y sacudió la cabeza-. Y luego hablan de la sagacidad de la raza superior… Da la casualidad de que conozco bastante bien este dialecto. Te está ofreciendo comida.

– ¡Comida! Vaya, ¿por qué no lo decías antes? -Macro miró a la mujer y movió vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento. Ella se rió, metió la mano en un gran cesto de mimbre que había junto a la chimenea y sacó algunos cuencos que depositó en el duro suelo de tierra. Sirvió el humeante caldo en los cuencos y los repartió, primero a los invitados, como dictaba la costumbre. Del cesto de mimbre salieron también unas pequeñas cucharas de madera y momentos después se hizo el silencio en la choza cuando todos se pusieron a comer.

El caldo estaba hirviendo y Cato tuvo que soplar cada cucharada antes de llevársela a la boca. Al mirar el cuenco con más detenimiento se dio cuenta de que era de cerámica de Samos, esa loza barata fabricada en la Galia y exportada a gran parte del Imperio occidental. Y más allá, por lo visto.

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