Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Los dirigentes del Congreso conocían bien al hombre. Durante años había sido uno de ellos. Habían visto su cara miles de veces y, sólo mirándolo, podían apreciar el clima político del momento. Estaban acostumbrados a su sentido del humor, ocasionalmente tosco, y algunas veces mordaz -su modo de disminuir la tensión y de mantener bajo control su propio genio-. Pero esta vez no había habido ninguna formalidad, ningún "toque hogareño" que, si bien era calculado, no dejaba de desarmarlos, y nunca habían visto la cara del Presidente tan grave, a la par que tensa y desfigurada. No había tenido lugar ninguna conversación previa para provocar entusiasmo, ningún despliegue de encanto personal y de amistad calculada para ganar simpatías, ni siquiera el demasiado famoso apretón de manos. El jefe ejecutivo se quedó de pie frente a ellos, la cabeza un tanto gacha, y ni siquiera levantó los ojos cuando entraron. Fue como si los hubiese citado por una ocurrencia tardía, un viejo caballero democrático, al que no le importaba la hora y que siempre consideraba que ésta nunca era demasiado avanzada para la democracia.

Todo el resentimiento se desvaneció cuando levantó los ojos, y se apoyó en la mesa, pesadamente. Lo miraron. Hubo un momento de silencio absoluto, y luego ya no quedó en las mentes ningún lugar para la indignación, para el orgullo herido o para la amargura.

Porque el Presidente de los Estados Unidos parecía como si estuviese decidido a no ser el último de los presidentes de los Estados Unidos.

En la parte superior de la pared había un gran reloj eléctrico y, debajo de éste, una flecha amarilla que partía del corazón de China y abarcaba todo el trayecto desde Pekín, a través de Rusia y Europa, hasta los Estados Unidos de América. Apuntaba a Washington.

A la derecha del Presidente estaba el Vicepresidente y, detrás había tres hombres inmóviles. Eran el general Wiser, jefe del Servicio Médico del Ejército; el almirante Carlson, cirujano principal de la Marina; y el doctor Ward, médico de cabecera del Presidente.

Algo que concierne a la salud de la nación, pensó el senador Bolland. Y un temor repentino se apoderó de él. Un desastroso escape radiactivo. Tarde o temprano tenía que suceder. Una accidental explosión nuclear de multimegatones… Dios sabía que siempre se habían opuesto a todas las irresponsables, e interminables pruebas extraoficiales, denominadas de seguridad…

– Considero que es necesario -aclaró el Presidente- y que a la luz de lo que tengo que comunicarles, debo tranquilizarles por completo sobre el estado mental de vuestro Presidente. Por lo tanto, he convocado a los médicos militares más sobresalientes de la nación y a mi médico de cabecera. Doctor Ward, queremos escucharlo.

Con una simple mirada de disculpa hacia los dos hombres de uniformé el doctor Ward se adelantó.

– Hace unas pocas horas hemos examinado concienzudamente al Presidente. Lo encontramos en excelentes condiciones. No hay ningún indicio de cansancio mental y, por supuesto, absolutamente ninguno de desequilibrio. Hablando como médicos podemos afirmar que todo lo que el Presidente les dirá proviene de un hombre cuya lucidez y dominio de sí mismo son impecables. Muchas gracias.

– Bueno -dijo el Presidente mirando el reloj pulsera-. Eran las 7. Es decir, las 14 en Moscú y las 19 en Pekín. Ya están en camino, pensó. Es el momento.

Advirtió que le corrían gotas frías sobre la frente. No podía permitírselas. Tampoco podía sacar el pañuelo y secarse el sudor de la frente delante de los miembros del Congreso.

"La historia". La palabra le atravesó la mente. No sabía si estaría a la altura. Siempre había sido un viejo fanático de la política, y de los mejores. Pero, esto era otra cosa, una dimensión totalmente diferente. Y requería… sí, requería grandeza. Cuando los rusos le habían informado que pensaban borrar por completo al artefacto chino de "arrastre ilimitado", y le habían preguntado cuál sería la reacción de los Estados Unidos, había tenido que profundizar en sí mismo tratando de descubrir algo más que no fuese lo que había hecho durante toda su vida, porque el destino de su pueblo y de todo el mundo occidental dependían de la clase de ser humano que él era. Y nada más que eso.

Empezó a hablar y habló durante catorce minutos. Lo que significó tres o cuatro minutos más de lo que había pensado, aunque aun así no era suficiente. Hubo un silencio. De alguna manera tenía que encontrar la forma de perder quince minutos más. Después todo habría terminado.

El Presidente miró a los hombres que tenía delante. No parecían ni conmovidos, ni asustados, ni siquiera preocupados. Era tal la magnitud de lo que les había comunicado, que necesitaban más tiempo para asimilarla.

El primero en recobrarse fue el senador Gush, de Kansas. Un viejo veterano, frío, sarcástico, un poco parecido al difunto Bernard Baruch, que sé presumía que iría derecho al grano, y fue lo que hizo.

– Señor Presidente, ¿debo entender, sin lugar a dudas, que los soviéticos y los Estados Unidos han presentado a la República de China un ultimátum conjunto sin consultar previamente a los representantes elegidos por el pueblo norteamericano, y que el país se encuentra, dentro de un lapso de pocos minutos, comprometido en un conflicto nuclear supremo, y que usted tornó esta decisión tremenda bajo su única responsabilidad?

– Está equivocado, senador. Creía haberme explicado perfectamente. Es cierto que los rusos nos han consultado o, más bien, notificado, pero no se nos ha pedido que los acompañemos. El contacto ruso se efectuó hace cuatro horas, y ustedes fueron convocados al instante. Es una posición que habíamos acordado para un caso de emergencia nacional, es decir, en el caso de un peligro inmediato para la nación. Pero quiero que lo entiendan claramente. No estamos directamente involucrados, aunque sí directamente amenazados por la situación china. Permítanme que lo repita. El ultimátum no ha sido presentado por nosotros, ni conjuntamente con los rusos. Ha sido presentado solamente por los rusos. Son los primeros en estar comprometidos, como también los primeros en la operación y, por ello, en peligro de que se los golpee, con el máximo de fuerza. Minuto a minuto me tienen informado, y yo los informo a ustedes, en cumplimiento de nuestro proceso democrático. Esta vez no estamos, lo repito, no estamos comprometidos actualmente en este conflicto aunque sí ante la amenaza inminente del artefacto chino. Los que hacen la tarea son los rusos. Hemos tratado al máximo de lograr una coexistencia pacífica con China; no obstante, permítanme que les explique la situación con otras palabras: o permitimos que los rusos lo hagan, o tendremos que hacerlo nosotros.

– Señor Presidente…

El senador Bolland, de Oregon, era alto, tenía una nariz de águila y lucía una melena plateada como si fuese una capa de nobleza. Había estado representando en el Senado una gran tradición democrática. Durante más de treinta años había sido la espina clavada de todos los presidentes. Kennedy decía que el senador Bolland era un Lincoln que llevaba la barba en la espalda: El presidente mismo lo había llamado "un jamón shakesperiano que el cinematógrafo había desperdiciado".

– Señor Presidente, esta atroz situación en la que nos encontramos, ¿no es acaso un paso final en el proceso de hundimiento moral y espiritual, que comenzó con Hitler y Stalin, y con nuestras propias decisiones respecto de Hiroshima y de Vietnam? ¿No es este…

– Senador -interrumpió el Presidente-, me doy perfecta cuenta de que aquí existen implicancias morales. Aún no estamos conduciendo un cadáver; todavía no. Como Presidente de los Estados Unidos, mi responsabilidad es mirar con frialdad cuanto atañe a la moral porque están en juego la supervivencia de nuestro país y de la civilización occidental. Francamente, no tenemos tiempo, a esta altura de la situación, de discutir las consecuencias filosóficas. Es demasiado tarde. Ha estado… sucediendo durante un tiempo muy prolongado, como usted dice.

24
{"b":"100884","o":1}