Ésta podría decirse que fue nuestra última actuación relevante en el caso Neus Barutell. Con ella cerrábamos el círculo de nuestras pesquisas. A partir de aquí hubo bastante burocracia, por las complejidades del sistema judicial y la propia del caso, en el que al final habían acabado confluyendo un sinfín de delitos (homicidios, cohecho, explotación sexual de menores, atentado a la autoridad) sobre los que tenían competencia jueces de tres provincias y en los que de una u otra manera interveníamos tres cuerpos de seguridad diferentes. Pero lo fundamental de nuestro asunto ya estaba resuelto, aunque la trama de corrupción policial y tráfico y prostitución de menores todavía daría algún trabajo a quienes tenían la responsabilidad de investigarla. Lo único que nos quedaba era contrastar las huellas dactilares de la casa con las de los rumanos, cosa que hicimos con resultado negativo (no eran tan aficionados como para dejarlas), y tratar de hallar el arma homicida, algo de lo que finalmente hubimos de desistir. En cuanto fue posible interrogarlos, Stefan y Nicolae coincidieron en cargar la ejecución de las dos muertes a su compatriota caído en el tiroteo, y en señalar a Cruz y a Ganivet como inductores. Lo segundo no parecía muy creíble, pero lo primero, visto el potencial ofensivo que había mostrado el difunto durante nuestro breve encuentro, resultaba harto verosímil. Asumimos, pues, que el conocimiento exacto de lo acaecido aquella noche en la casa, así como el del lugar donde se había deshecho del cuchillo, se los había llevado el malogrado matón a la tumba.
Durante los dos días que aún pasamos en Barcelona, aparte de hacer un montón de papeleo, también me tocó terminar de convencer a mis jefes de que la batalla campal de Gavá había sido un accidente impredecible, y la colaboración informal con los Mossos la manera más sensata y eficaz de obtener una información que de otro modo habríamos recibido mucho más tarde y a la que le habríamos podido sacar mucho menos partido. Mi comandante me aceptó con reservas lo primero, pero respecto de lo segundo me advirtió que a mi regreso a Madrid tendría que explicárselo despacio, porque los responsables de la comandancia se le habían quejado de mi peculiar manera de entender la autonomía operativa. Eso me llevó a una intensa campaña con el capitán Cantero para tratar de persuadirle de que si no le había avisado era porque la cosa había surgido sobre la marcha y porque creía que íbamos a hacer una identificación sin mayores problemas, de alguien a quien en ese momento sólo considerábamos un posible testigo. La propia presencia de dos de sus hombres en la operación, le argumenté, probaba mi falta de malicia, porque no iba a ser tan idiota como para pretender ocultarle algo en lo que me acompañaban dos guardias a sus órdenes. Cantero no era mal tipo y me consta que acabó creyéndome e intercediendo por mí. Pero no me extenderé más sobre estas miserias que padezco como miembro subalterno de un cuerpo jerarquizado y militar, porque siempre que trato con ellas me acuerdo de esos olímpicos detectives de las novelas que hacen lo que se les pone en las narices sin rendir nunca cuentas a nadie y me siento como un paria.
A propósito de cuentas, más grato resultó rendírselas a mi presunta jefa suprema, la autoridad judicial encarnada en esta historia por la juez sustituta Carolina Perea. La llamé varias veces para informarla con detalle de cómo se iba desarrollando el final de la investigación, en la que por razones de distancia ella intervenía sólo en modo remoto. Ni siquiera podía llevarle aún a los imputados, porque dos de ellos, los rumanos, estaban en el hospital, y otros dos, los policías, tenían que responder previamente, ante otros dos jueces en Barcelona y Gerona, de los crímenes por los que habían sido detenidos in fraganti.
– De buena gana me iría para allá -me dijo la juez, en una de estas conversaciones-, pero tengo demasiado lío aún con el aterrizaje como para dejar mi juzgado. De todos modos, espero que venga usted por aquí cuando puedan traerme a los angelitos. Sólo le conozco como una voz en la línea telefónica y me gustaría hacerlo personalmente.
– Si usted lo ordena, señoría, allí estaré -respondí, dándole en mi pensamiento a la frase un sentido distinto al oficial y evidente.
– Tampoco se trata de eso, hombre.
– Si no lo ordena, dependeré de lo que me manden mis jefes.
– De acuerdo. Entonces lo ordenaré.
Su risa la hacía parecer mucho más joven, mucho menos juez, y en resumen algo que por mi bien debía evitar, razoné al reparar en ello. Al final, según ella quiso, la acabé viendo en persona: era una cuarentona flaca y pelirroja llena de energía y con una perturbadora luz clara en la mirada. Y tuvo su interés conocerla, pero ése es otro cuento.
El último día de nuestra estancia en Barcelona era un viernes. Aunque rematamos los asuntos oficiales por la mañana, no nos pusimos en camino hacia Madrid por que los compañeros sugirieron ir a cenar para celebrarlo antes de deshacer el equipo. Le propuse a Riudavets que se uniera a la fiesta con su gente y se mostró conforme. Quedamos a las nueve y media en un restaurante gallego que conocía Robles, en la calle Margarit con el Paralelo. A las cinco yo ya había hecho mi maleta y pensé que podía aprovechar la tarde para liquidar un par de tareas extraoficiales que aún tenía pendientes. Llamé a Chamorro:
– Virginia, me cojo el coche. ¿Te importa ir con Rubio y Tena al restaurante y que yo me reúna allí con vosotros?
– No. ¿Puedo preguntar adónde vas o es personal?
– Es personal, pero puedes. Voy a devolverle unos papeles a Altavella y a contarle todo antes de que termine de leerlo en los periódicos.
– Ya. Bueno, para eso sois amigos, ahora.
– No seas cáustica, Vir.
– No, si me parece muy bien. Es muy correcto por tu parte. Aunque me permito recordarte que conmigo no estás siendo tan correcto.
– ¿Eh? ¿Por?
– Me prometiste algo, pero ya veo que lo has olvidado. Es lo que hace la costumbre, al final todo se relaja y hasta se olvidan las promesas.
Percibí la ironía en su tono. Pero también resquemor.
– Lo confieso. No recuerdo qué es lo que te prometí.
– Me ibas a llevar al Tibidabo.
– Es verdad. Soy un impresentable. Hagamos una cosa. A eso de las ocho paso a recogerte por aquí. Subimos al Tibidabo y de ahí vamos al restaurante. Llegaremos un poco justos, pero que nos esperen.
– No sé si aceptar. He tenido que recordártelo.
– Sé magnánima. Mi cabeza ha estado muy atareada estos días.
– Claro, y además empiezas a estar mayor. Vale, a las ocho.
Altavella me recibió esta vez en su terraza. Hacía una tarde espléndida: despejada, tibia y sin una gota de aire. La vista de la ciudad a la suave luz vespertina era apacible y reconfortante. Nos sentamos a la mesa donde habíamos desayunado el día de mi primera visita y el escritor me ofreció beber algo. No estaba de servicio. Acepté.
– Pensé que iba a rechazarlo -dijo-. Celebro que no sea así, porque me apetece beber y me fastidia hacerlo solo. ¿Le gusta el vino?
– Sí.
– ¿Alguna preferencia?
– La que usted tenga.
Palmira, de pie junto a la mesa, aguardaba. Altavella resolvió:
– Algo fresco. Un blanco, Palmira, en un cubo con hielo.
No soy demasiado partidario del vino blanco, pero, como sucede con todo, hay vinos blancos y vinos blancos y ya puede suponerse que Altavella no elegía para surtirse en la parte mediocre de la gama. No quise mirar de dónde era, y él tampoco me lo dijo; me limité a saborearlo y disfrutarlo y a creer por un segundo que mi vida era realmente aquello: estar sentado en aquella azotea, paladeando aquel caldo excelente en compañía de un tipo que salía en las enciclopedias y al que se veía deseoso de complacerme. Consideré que debía ganármelo.
– Señor Altavella, una vez más debo darle las gracias por su hospitalidad. No quiero robarle más tiempo del indispensable…