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– ¿Conoce usted a alguna persona con estas características, y que pudiera tener algún trato con su esposa? -le pregunté.

Altavella no respondió en seguida. Aún se demoró unos segundos en aquel ensimismamiento con que me había estado escuchando.

– Hombre, moreno, sobre veinticinco años -recapituló-. No diría yo que ese prototipo abundaba en su círculo de amistades o relaciones. Pero tampoco debía de serle del todo ajeno. Imagino que deberían mirar en su entorno laboral. En la productora. En la tele. A mí, honestamente, no se me ocurre ahora ninguno. Bueno, se me ocurre Marc, uno de mis sobrinos. Pero la verdad, me sorprendería que Marc se hubiera liado con su tía. No es que no crea que la naturaleza humana dé para eso y para mucho más, pero mi sobrino es un crío y un soso y dudo que Neus le hubiera dado oportunidad. Además, él no tiene un Audi plateado, sino un descapotable rojo. Eso ya se lo dice todo.

Llegados ahí, me correspondía abrir mi carpeta, que para eso la llevaba, y sacar de ella una fotografía. Lo que con Meritxell me había parecido un gesto hábil, con Altavella me resultaba más bien tosco. Pero era lo que tenía que hacer y lo hice: le tendí la instantánea en la que se veía al hombre del cementerio. El escritor la cogió con precaución.

– ¿Ha visto alguna vez a esta persona? -inquirí.

Altavella meneó la cabeza, mientras sus ojos permanecían clavados en la fotografía como si tratara de memorizarla.

– No, jamás -dijo-. Esto es el cementerio, ¿no?

– Sí, es el hombre al que vimos allí.

– Tiene miedo -afirmó, como quien consignara un dato objetivo.

– ¿Por qué piensa eso? -dijo Chamorro.

– La mirada es esquiva -explicó-. Tampoco eso tiene nada de particular, a partir de cierto momento a todos nos sucede, tenemos demasiados errores a la espalda y cuando nos acordamos de ellos, que es más a menudo de lo que desearíamos, nuestros ojos no quieren encontrarse con los de nadie. El que mejor lo describió fue César Vallejo: y todo lo vívido se empoza, como charco de culpa, en la mirada. Lo hizo en un poema hermoso y terrible, Los heraldos negros. Pero este hombre es demasiado joven. No pesan en su mirada las viejas fechorías, no le ha dado tiempo a acumularlas ni a fermentarlas. Teme por algo reciente.

Mi compañera y yo nos observamos de reojo. Supongo que ambos dudábamos, ella más que yo, si aquello que acabábamos de oír denotaba una singular clarividencia o una singular falta de cordura.

– Perdonen -añadió entonces Altavella-. Es un juego. Me gusta mirar a la gente por fuera y jugar a adivinarla por dentro. No me hagan caso. Me equivoco constantemente, como cualquiera. Lo único que puedo decirles es que no tengo ni idea de quién es este hombre.

– Es posible que no sea nadie -reconocí-, o nadie que tenga que ver con esta historia. Meritxell Palau tampoco nos ha sabido decir quién es. Pero si allí estaba, sería por algo. Y si no lo conoce quien trabajaba codo a codo con Neus, ni tampoco usted… Bueno, podría ser un simple curioso, claro, pero su actitud no es la que se espera de alguien así. ¿Me permitiría que le hiciera una pregunta un poco personal?

– Hágala, no se apure. Todas lo son, en este contexto. Han matado a mi mujer y lo único que parece claro es que ella estaba con otro.

No distinguí si era resignación o altivez. Aproveché, no obstante:

– ¿Cree usted que su mujer estaba pasando una mala racha?

Altavella alzó las cejas.

– ¿Una mala racha? ¿De qué? ¿De fortuna? ¿De salud?

– Me refiero -y sopesé las palabras que iba a pronunciar a continuación- a si tiene usted la impresión de que pudiera atravesar por un estado de ánimo que la predispusiera a tener un comportamiento fuera de lo normal. Que la impulsara a correr riesgos, a hacer cosas extrañas o a relacionarse con gente fuera de sus círculos habituales.

Comprendí al instante que no lo había expresado del todo bien. El rostro de Altavella mostraba ahora, si cabía, un estupor mayor.

– ¿Me está preguntando si mi mujer tenía algún problema psicológico? ¿Si había perdido la cabeza, si estaba trastornada o algo así?

– No exactamente -le aclaré-. Problemas psicológicos, en mayor o menor grado, los tiene todo el mundo, pero de una persona que llevaba adelante su vida y su trabajo, con éxito y superando no pocas dificultades, nunca me atrevería a plantear que pudiera estar trastornada. Parto de la premisa de que Neus estaba en sus cabales y como cualquiera tendría sus altibajos. Lo que me pregunto es si estaba pasando por un momento de desencanto que la impulsara a buscarse aventuras, y a no cuidarse mucho de dónde ni con quién las buscaba.

El escritor adoptó de pronto un gesto circunspecto.

– Ahora le entiendo -dijo-. Y entiendo, también, por qué me avisaba de que era una pregunta personal. Pues sí, eso sí es posible. Verá usted, sargento, mi mujer y yo no nos llevábamos mal y nos teníamos plena confianza. Nos consultábamos sobre casi todo. De hecho, para mí ninguna opinión valía como la suya y creo que puedo decir que otro tanto le sucedía a ella con la mía. Pero es cierto que nuestro matrimonio había perdido desde hace años la capacidad de arrebatarnos, a ambos. Y que una vez constatado eso, en vez de hacer un drama, decidimos aceptarlo y sobrellevarlo de la manera más serena e imaginativa posible, porque entre nosotros existía el afecto y la comprensión suficientes como para no desear la convivencia con otra persona. Cada uno se arregló por su lado, y nos acostumbramos a respetar cada uno los espacios particulares del otro. Yo no me entrometía en los suyos ni ella en los míos. Sobre si ella se apañaba bien o mal en esos espacios, sólo puedo especular. Pero no diría, eso es cierto, que en los últimos tiempos anduviera muy sobrada de experiencias satisfactorias. Por un momento, pareció calibrar el efecto de su revelación.

– Disculpen que hable de esto de una manera tan general -agregó-. Prefiero hacerlo así. Pero si necesitan que sea más concreto…

– No -dije-. Creo que le seguimos, en lo esencial. Y por otra parte no es cosa nuestra cómo se arreglaran ustedes. Para serle sincero, tampoco nos coge de sorpresa. Hemos podido saber que su mujer mantuvo relaciones más o menos duraderas con varias personas en los últimos años. Lo que sucede es que ninguno de los nombres que nos han dado nos casa con ese hombre con el que la vieron el lunes, ni tampoco con el crimen que estamos investigando. Por eso suponemos que se trata de una persona nueva, alguien con quien se veía desde hacía poco tiempo. Incluso barajamos que pudiera ser alguien a quien no conocía mucho, lo que complicaría bastante nuestro trabajo. ¿No puede darnos usted ninguna pista de dónde y cómo pudo coincidir con él?

Altavella me escuchaba con toda atención. Mientras yo hablaba, él iba asimilando hasta dónde habíamos llegado a desvelar las peculiaridades de su matrimonio. A cualquier otro le habría resultado molesto, pero a él parecía aliviarle no tener que contárnoslo todo.

– Sobre eso, no puedo ayudarles -dijo-. He llegado a saber, era inevitable, el nombre de algunos con quienes estuvo Neus. Siempre hay algún samaritano al revés a quien le complace hacerte llegar lo que interpreta que recibirás como una puñalada en el corazón. Pero a ella no le pregunté nunca adónde se arrimaba o se dejaba de arrimar, ni esperaba que me tuviera al tanto. Yo tampoco la tenía a ella.

– ¿No le contó que estuviera angustiada por algo o por alguien? ¿Ni siquiera para desahogarse o pedirle consejo?

– No. Hablábamos de nuestros asuntos comunes. O del trabajo.

– ¿Tampoco le consta que tuviera problemas en ese terreno?

– Si los tenía, no me lo dijo. Pero me extrañaría. De eso sí solía estar informado. Por razones profesionales. Soy socio de la productora.

– ¿Hablaron alguna vez del proyecto que tenía para hacer un reportaje sobre el mundo de la prostitución barcelonesa?

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