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– Todo el mundo sabe ya lo que tiene que hacer -me informó Cantero-. Y todos han aprobado el curso de policía judicial y saben recoger muestras sin cargárselas, por eso podéis estar tranquilos.

– Pues vamos allá -dije-. Nosotros podemos llevar a dos.

– Ya tenemos todos los coches organizados, no hace falta. Llegamos cada uno por nuestra cuenta. La ceremonia se supone que empieza a las once, así que -y aquí se dirigió al resto del equipo- quiero a todo el mundo emplazado antes de las diez y media. Luego nos reunimos aquí a la hora de comer y ponemos en común lo que hayamos visto. No olvidéis traer foto de cualquiera al que le saquéis algo. Que no me aparezca luego ninguno diciéndome que no pudo hacerla. Aseguraos bien de que no lleváis pilas gastadas en las cámaras.

Salimos de la comandancia en comitiva, pero ya en la autopista nos fuimos dispersando. Chamorro, que conducía nuestro coche, se cuidó, no obstante, de no perder el de Rubio y Tena, que nos seguían y a los que habíamos quedado en guiar hasta el cementerio. Para ello tuve la precaución de no fiarme de mi memoria y pedir un plano, porque algunos de los enlaces y los nombres de las autopistas habían cambiado desde mi época. La manía de los políticos de dejar siempre su huella en la geografía, aunque si hemos de creerlos, todo lo hacen solamente por nuestro bienestar.

Durante el trayecto, Chamorro y yo hablamos poco. Yo seguía embotado y de no demasiado buen ánimo, y ella iba sumida en esa especie de ensimismamiento analítico habitual en ella, cuando llegábamos a un nuevo escenario para realizar una investigación. Observaba detenidamente el paisaje que iba cruzando la autopista, los barrios, los descampados, los polígonos, entre ojeada y ojeada al retrovisor para comprobar que no habíamos perdido a nuestros compañeros.

– Sólo había estado antes una vez en Barcelona -dijo al fin.

– ¿Y qué te pareció?

– Era muy pequeña. Recuerdo que me gustó el Pueblo Español.

– Si sobra tiempo puedo llevarte a ver alguna cosa más original.

– Habrá que ver qué entiendes por eso.

– No la Sagrada Familia, precisamente. Aunque a lo mejor sí.

– Ahí también estuve.

– Pero seguro que no la viste como yo te la enseñaría.

– Vaya, ¿conoces alguna entrada secreta?

– No, entrando por donde todo el mundo. Pero yendo más lejos.

– De acuerdo. Me has despertado la curiosidad.

– Menos mal. Eso quiere decir que aún no estoy del todo acabado.

Mi compañera me observó de reojo, o más bien adiviné que lo hacía, porque seguí con la vista apuntada (o más bien perdida) al frente.

– ¿Puedo hacer una observación? -preguntó.

– Puedes.

– ¿Me lo imagino yo o estás un poco más cenizo que de costumbre? Aunque nunca seas lo que yo llamaría Mister Esperanza.

Tenía la guardia baja y se me escapó algo demasiado sincero:

– No sé, Chamorro, estoy cansado. Me temo que me estoy aburriendo de esta vida. Ya dura demasiado para seguir teniendo gracia.

– ¿Estás seguro de eso?

– No, ya sabes que yo no estoy seguro de nada.

– Pues a mí este caso me parece de lo más estimulante -dijo-. Nunca había investigado la muerte de una persona famosa.

– ¿Y qué más da eso? Si acaso, más estorbos. Ya la viste en la mesa, no era ni más ni menos que cualquiera. Y ahora avanza vertiginosamente hacia el olvido. Nadie hablará de ella dentro de un mes.

– Bueno, veo que hoy empezaste con el pie izquierdo, como ayer con el derecho. Lo sobrellevaremos y ya se te pasará. Y hasta te vendrá la euforia. Ya me he habituado a convivir con un ciclotímico.

– Nunca he negado serlo. De hecho, ¿quién te enseñó la palabra?

– Tú, mi Pigmalión -se mofó.

– En fin, que sí, que lo mismo es sólo que me jode estar con el cerebro disperso. Ojalá empecemos a definir. Ayer estaba muy contento, pero ahora me doy cuenta de que todavía no tenemos nada que nos centre el tiro. Chicos morenos, Audis plateados, puras vaguedades.

– Deja que madure la investigación, hombre. No esperes, no desees, no te impacientes, y vendrá. También eso me lo enseñaste.

La miré con una rara sensación. No es bueno que te conozcan así. Pero tampoco quería apropiarme de lo que no me pertenecía.

– No yo, sino el viejo Lao-Tsé, a través de mí -puntualicé.

– Bueno, ponlo como quieras. El caso es que suele funcionar. Vamos, que yo personalmente te estoy agradecida y lo utilizo en momentos de dificultad o de desánimo. Y tú deberías darme ejemplo, ¿no?

– Lo siento, pero ya sabes que no valgo para hacer el papel del viejo maestro chino de Kill Bill. Me falta constancia, o fe.

– Tampoco me tienes que enseñar a romper ataúdes con los nudillos.

– Si te llega el caso de tener que hacerlo, ya aprenderás sola.

– Espero que no me llegue.

– Y yo. Pero no te asuste, si llega. Ni eso ni nada, nunca.

– Así me gusta, afilando la espada, mi Hattori Hanzo.

Sonrió, y yo sonreí también al escuchar aquel nombre. Era un chiste privado. Habíamos visto Kill Bill juntos, un día que estábamos los dos perdidos en Orense, para lo de siempre, cargarle a quien correspondiera un muerto que ya había dejado de oler. Nos había gustado a ambos, pese a que ninguno de los dos esperaba nada de la película (o quizá justamente por eso). Luego, con un par de cervezas encima, le había soltado que la veía clavada a la Novia, el personaje de Uma Thurman, una ocurrencia de la que me arrepentí en el mismo instante en que me oí decírselo y la vi ruborizarse. La pregunta que vino después me estaba sin duda bien empleada por mi imprudencia: ¿Y quién era yo, entonces? ¿Tal vez Bill, ese resentido que prefería matar a la Novia antes que verla casada con otro? ¿O el viejo maestro chino, que enseñaba a la Novia los golpes que le habían de servir para romper el ataúd en que la entierran viva y para culminar su venganza? Un raro momento de lucidez me suministró una respuesta alternativa, con la que pude salir casi airosamente del apuro:

– Si tengo que ser alguien, me pido Hattori Hanzo, el fabricante jubilado de katanas que rompe su promesa de no volver a trabajar para hacerle a la Novia la mejor espada que nunca nadie haya tenido.

Por un instante pensé que la frase podía haberme quedado algo rimbombante, pero a Chamorro no le disgustó, y como me demostró aquella mañana camino del entierro de Neus, la había archivado a buen recaudo en su memoria. Conforta comprobar que eres capaz de hacer o decir algo memorable para alguien. Me subió la moral.

Salimos de la ronda e iniciamos la subida hacia el cementerio. A mi compañera, pendiente de la carretera, le pasaron inadvertidas las vistas de la ciudad que se nos ofrecían a medida que ascendíamos por la ladera de la montaña. A mí, en cambio, no podían dejar de llamarme la atención. El día no era demasiado claro, pero permitía divisar los perfiles de una Barcelona que había sufrido desde la época en que yo la había conocido algunas alteraciones ostensibles; la que más destacaba, con mucho, era el insolente edificio en forma de supositorio que se alzaba mirando hacia la parte del Besós. Cuando el espacio cambia en nuestra ausencia, se nos hace evidente hasta qué punto sólo somos sus fugaces espectadores. Y como tales, hemos de resignarnos a la deslealtad de los lugares hacia el recuerdo que guardamos de ellos.

– Curioso sitio, para un cementerio -observó Chamorro.

En efecto lo era. Habíamos pasado ya al otro lado del monte de Collserola y bajábamos hacia el valle de frondosa vegetación por el que se distribuían los bloques de nichos, diseminados entre los árboles. Más que construcciones fúnebres, parecían los bungalows de una colonia de vacaciones, por completo ajenos al ajetreo de la ciudad tan cercana y tan separada a la vez por la interposición de la montaña.

Nos dirigimos hacia la zona de las capillas, donde iba a celebrarse el funeral. Eran las diez y veinte y el lugar ya estaba bastante concurrido. A la entrada se veía el previsible amontonamiento de coches y furgonetas de medios de comunicación, con los que los agentes de la Guardia Urbana bregaban a duras penas. No cabía duda de que el entierro iba a ser un acontecimiento. Aparcamos donde pudimos y cambié impresiones brevemente con el sargento Rubio.

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