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Debo reconocer que comparecí en aquella cena con poco entusiasmo. No era precisamente el esfuerzo de familiarizarme con tantas personas a la vez lo que en aquel momento más me apetecía. Fue la inercia de tratar de calar a la gente con la que he de jugarme los cuartos la que me hizo reparar en el carácter del teniente Vendrell, único catalán del grupo, por cierto, y persona de trato amable y aire voluntarioso. También me fijé con especial atención en mis dos agregados, ninguno de los cuales cumpliría ya los cuarenta años, y que en una primera ojeada me parecieron un par de tipos sobrados de recovecos, con gracia Gil y sin ella Ponce, aunque la experiencia me decía que antes de preferir a uno sobre el otro debía esperar a distinguirlos por otros indicios.

Por suerte el capitán llevó el peso de la reunión. Fue él quien hizo todas las presentaciones e informó a los que acababan de incorporarse de las circunstancias generales del caso y de los particulares de la operación del día siguiente. Cuando me dio la palabra, pude entrar directamente a comentarles los aspectos de detalle de la investigación, que la costumbre me permitía exponer en automático y sin necesidad de empeñarme demasiado en el trámite. Renuncié a proyectar más que de forma imprecisa el método de trabajo que seguiríamos para sacar todo el partido a los recursos de nuestro coyuntural equipo tripartito. Propuse centrar primero nuestros esfuerzos en el funeral, haciendo hincapié en observar a las personas del entorno cercano de la víctima y en localizar y si era posible identificar a todos aquellos que encajaran en la edad y descripción física que nos había proporcionado Radoveanu. A partir de ahí, ya iríamos decidiendo ulteriores maniobras.

Cantero tuvo el buen criterio de plantear todas las cuestiones organizativas y policiales en los aperitivos. Cuando llegó el segundo plato ya estaban liquidadas, y a partir de ese momento pudo relajarse el ambiente, lo que no diré que aquella noche prefiriera por mi parte, y no fui el único que tuvo con ello alguna contrariedad. En cuanto el vino hubo desmantelado sus débiles frenos, Gil y Ponce se dedicaron, cada uno por su lado, a buscarles las cosquillas a las componentes de la sección femenina. Las mujeres habían tenido la precaución de organizar un binomio defensivo sentándose juntas a un extremo de la mesa, y pudieron gracias a ello repeler con cierto éxito el ataque, pero no sin que en alguna ocasión se advirtiera en el gesto de Chamorro una incomodidad rayana en el cabreo. Antes de que saltara un chispazo, preferí anticiparme y utilizar astutamente la presencia del capitán:

– Oye, mi capitán, ¿cuánto hace que tus guardias no ven chicas?

– ¿Cómo dices? -dijo Cantero, que no estaba atento.

– Nada, que a ver si Pin y Pon nos dejan respirar un poco a las criaturas, que mañana las necesitamos frescas.

– Eh, vosotros -se dirigió a los guardias-. Un respeto para las muchachas, joder, que me estáis dando el cante. Y a partir de mañana y hasta nueva orden, me venís ordeñados de casa. ¿Entendido?

– Mi capitán, que sólo las estábamos orientando -se descargó Gil.

– Ya se orientan ellas, tranquilo -terció el sargento Rubio.

– Por nosotras tampoco les obligue al ordeño diario, mi capitán -dijo Chamorro-. Que a ciertas edades, los esfuerzos pasan factura.

– Y que lo digas -rió Tena, sin poder contenerse.

– Compañera, ¿tú has visto el toro de Osborne? -fanfarroneó Gil.

– Sí. ¿Y? -preguntó Chamorro.

– Pues nada, que al lado del menda, Bambi.

– ¿Lo dices por los cuernos?

Gil no se esperaba semejante tarascada.

– Mira, porque eres cabo, que si no…

– Porque soy cabo, compañero -corroboró Chamorro, con una sonrisa acorazada-, que si no, ya te habría dicho hace rato que tú y el otro Romeo dejéis de echarnos las babas en la comida a Susana y a mí.

– Vale, vale, tengamos la fiesta en paz -atajó el capitán.

– Por mi parte no hay ningún problema, mi capitán -aclaró Chamorro-. Sólo le seguía la broma aquí al guardia. Cuando uno hace un chiste, lo menos que puede esperar es que se lo respondan, ¿no?

– Hablando de chistes, Vendrell, explícales a los compañeros el estado actual de la cuestión nacional. Para que se vayan situando en el panorama donde han ido a caer, que vienen de allende la frontera.

– Joder, mi capitán, no empecemos.

Lo que siguió, deduje que como sagaz cortina de humo tendida por Cantero, fue un debate sobre catalanismo en el que el papel de minoría y de víctima le tocó a Vendrell, algo a lo que me pareció que ya estaba acostumbrado, y que debía de constituir una especie de broma particular entre ellos. Cantero podía llegar a ser bastante mordaz:

– La verdadera cuestión, Vendrell, no lo niegues, es que a los andaluces y a los extremeños y a los manchegos nos consideráis homínidos inferiores, propensos a la vagancia y a las fiestas, buenos si acaso para emplearnos como peones y subalternos en vuestros negocios, pero nada más. Y por eso os da tanto por culo que alguno de nosotros decida sobre lo vuestro desde Madrid o que os represente fuera.

– Mi capitán, así no hay manera -se quejaba Vendrell.

– Pues entonces, a ver, explícame por qué eres nacionalista.

– Y dale, que yo no soy nacionalista.

– Eso lo dices porque te da vergüenza admitirlo.

– ¿Tú crees que si fuera nacionalista me habría metido en esta empresa? Lo que tenéis que aceptar es que aquí hay maneras propias de entender algunos aspectos de la vida; para empezar, un idioma. Y que lo que no puede ser es que digamos amén a todo lo que disponga Madrid sin tener nunca la sensación de que nuestros intereses cuentan allí. Aquí sólo una minoría quiere separarse. La mayoría quiere estar en el barco común, pero sintiendo que se respeta lo que somos.

– Has dicho la palabra clave: intereses -ironizó Cantero.

– Pues claro, coño, ¿es que los demás no se preocupan de los suyos?

– Si se me permite decir algo, creo que el teniente tiene razón -le apoyé-. Por nuestra experiencia de recorrer autonomías, en este país ya todo el mundo acusa al vecino de robarle la cartera, en cuanto no se sale con la suya o el otro se lleva una porción de tarta.

– Vaya, Vila, veo que pillaste el síndrome de Estocolmo -dijo Cantero.

– Bueno, no tanto. Pero como siempre he sido un poco extranjero en todos los lugares donde me ha tocado vivir, he aprendido a sobrellevar las manías de cada cual. Todos las tenemos, vistos desde fuera.

– Y hasta aprenderías a hablar catalán en la intimidad.

– Pero con un acento pésimo. Las vocales se me resisten.

– No jodas. Yo he acabado entendiéndolos. Pero a hablarlo me niego.

– Y yo -le secundó Ponce-. Para qué coño tengo que aprender otra lengua que el español si no he salido de España.

– Lo malo es que si no lo has mamado se te nota a la legua, y nunca falta quien se ríe cuando metes la pata -alegó Gil.

– Tampoco hay que tener tanto sentido del ridículo en la vida -dije-. Y menos a la hora de aprender idiomas. Mira a cualquier futbolista holandés o yugoslavo. Puede que la gente se ría de ellos, pero los tíos vienen aquí, se manejan, se forran y ahí se las den todas.

– No creo que nadie se ría -dijo Vendrell-. Los catalanes que yo conozco aprecian cuando un castellano se esfuerza en hablar catalán.

– Pues será que yo trato con otros -insistió Gil.

El capitán me pegó entonces un codazo y me guiñó un ojo.

– Oye, Toni, ¿y cuándo te pasas a los Mossos? -preguntó a Vendrell.

– Cómo te gusta putearme, mi capitán -protestó el teniente.

– Pero si lo digo en serio, con ese traje tan mono, con esos coches tan nuevos, con esas comisarías de diseño que tienen. Y además, te harían archipampanot de inmediato. Te pondrían unos galones impresionantes, y en el uniforme de gala podrías llevar charreteras, como poco.

– Está bien, me rindo. Bueno, Vila, Rubio, y la compaña, ya podéis ir anotando. Teniente Antoni Vendrell, oficial de la unidad de policía judicial de Barcelona y clown de la comandancia. Quién me mandaría meterme a currar en este nido de fachas españolazos.

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