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– No anticipes nunca acontecimientos, que es una ligereza, Virginia. Y ahora ayúdame a mirar bien debajo de los asientos.

No era porque desconfiara de la inspección que había hecho la gente del capitán Navarro, sino porque registrar a fondo un coche no es fácil y siempre vale más que lo hayan hecho catorce ojos en lugar de diez. En cualquier caso, no sacamos nada de nuestra búsqueda. Todo estaba limpio. El coche seguía oliendo a nuevo, y daba una impresión algo desoladora mirar un objeto tan costoso que había quedado sin dueño antes de haber llegado casi a tenerlo. El viudo podría revenderlo sin más merma económica que el impuesto de matriculación, porque con ocho mil kilómetros estaba mejor que recién salido de fábrica.

Luego Chamorro y yo hicimos una inspección detenida de la distribución de la casa, las ventanas, las puertas, los accesos. Como nos habían dicho los nuestros, no mostraban el menor signo de violencia. La hipótesis con la que debíamos pues manejarnos era que quien fuera había accedido a la parcela por la única entrada abierta en el muro que la circundaba (o bien lo había saltado sin ser visto) y a la casa por una de sus dos puertas. Esto último, salvo que se las hubiera arreglado para abrir alguna ventana sin romperla, o hubiera aprovechado que alguna estuviera abierta, en cuyo caso luego había tenido cuidado de cerrarla. La distancia que había desde la carretera se salvaba por un camino asfaltado, y en la parcela se penetraba por una senda también pavimentada que desembocaba en un aparcamiento de grava compacta. Si el asesino, como parecía a esas alturas probable, no había venido con Neus, sino por su cuenta y en otro vehículo, no íbamos a disponer de huellas de neumático para atestiguarlo. Una lástima, porque identificar un coche ayuda sobremanera en el seno de nuestra civilización, en la que el automóvil es la expansión natural (y una de las principales) de la personalidad del individuo que lo conduce. Cuando uno tiene controlado el coche del sospechoso, aunque sólo sea el modelo que es, empieza a saber mucho de él, y a nada que le sonría un poco la fortuna, puede echarle el guante con no demasiado esfuerzo.

Eran apenas las diez y media y ya habíamos hecho un montón de cosas. Me resulta deliciosa esa sensación que se tiene a veces de que el día no avanza, de que uno es capaz de resolver muchas tareas sin que el reloj le acorrale. En momentos así, mi mente trabaja a tal velocidad y con tal desenvoltura que sería capaz de enfrentarme al problema más abstruso y enrevesado sin la menor preocupación. Y no me vino mal esta disposición de ánimo, cuando nos enfrascamos con los objetos personales de la difunta. Allí sí que había tela que cortar. Comenzamos por el bolso. En su interior encontramos lo que cabe prever cuando se trata de un bolso femenino, con la singularidad de que todo lo que usaba Neus era de primeras marcas. Respecto de la calidad y el coste de alguna de las piezas, como por ejemplo el estuchito de maquillaje o la barra de labios, fue Chamorro quien me ilustró. Por un momento pensé que algún verano o alguna navidad podía rascar un pellizco de la paga extra para darle una alegría, que tampoco está nunca de más hacer felices a quienes te rodean. Pero por desgracia las marcas se me olvidaron luego. También en el bolso llevaba Neus unas cuantas tarjetas de visita: de una tienda de muebles rústicos, de un salón de belleza, de una compañía de radio-taxis y de una librería inglesa de Barcelona. Y naturalmente, el teléfono móvil. Un capricho de color cobre, cuatribanda, multimedia, Bluetooth, UMTS y no sé cuántas chorradas más. Todas las que estaban disponibles en ese momento del desarrollo tecnológico, aposté. Tenía unas cuantas fotografías en la memoria (nada de interés, tres paisajes, dos niños, un perro), las últimas veinticinco llamadas recibidas y las últimas veinticinco enviadas. Eso sí podía darnos pistas, y le ordené a Chamorro que las anotara para preparar un listado y pedir información a la compañía telefónica. En el listín de teléfonos del aparato sólo había cuatro números, todos ellos comprendidos entre las llamadas recibidas y enviadas: Meritxell, Altavella y otro par de personas. Deduje que el cacharro era nuevo, y que no le había dado tiempo a apuntar nada. Así debía de ser la vida de los ricos, pensé, siempre rodeados de artefactos con los que aún no han terminado de hacerse. Como buen pobre, me desasosegó.

Supongo o imagino que a quien se muere todo pasa a importarle un pimiento, pero cuando fisgo en los entresijos de una vida ajena, cuando rompo todas las cerraduras de sus cajones secretos para buscar lo que constituye mi misión, y de paso me tropiezo con todo lo demás, no puedo dejar de pensar que es una verdadera faena que te maten. Aparte del mal trago que ello comporte, tu vida toda se abre al escrutinio de un cualquiera al que a lo mejor ni habrías saludado. Pierdes el derecho a ser otro distinto del que pareces, o incluso a ser varios a la vez, sin que nadie pueda reprochártelo o juzgarte por ello. Aquellos cincuenta números nos iban a dar todas las relaciones, confesables o inconfesables, que Neus había establecido en los últimos días a través de su teléfono móvil. Y no era la primera vez que investigando esa información nos habíamos encontrado con resultados sorprendentes.

Continuamos con la agenda. A efectos de organizar su vida, Neus no se había pasado aún a la cacharrería electrónica, seguía anclada en el viejo y farragoso papel. Mejor para nosotros. Las agendas electrónicas no sólo son más difíciles de examinar, si uno quiere ser exhaustivo, sino que también obran el efecto de uniformar todas las anotaciones y despojarlas de cualquier peculiaridad o intensidad emocional. Por el contrario, el garabato a mano siempre informa de la velocidad, el estado de ánimo e incluso el interés con que fue trazado, lo que no resulta nada baladí para los fines que nosotros perseguimos. Y en un caso como el de Neus, es decir, alguien con una personalidad poderosa y aun arrolladora, las páginas de su agenda podían adquirir, y de hecho adquirían, un valor y una significación especiales. Lo malo era, precisamente, el tamaño de esa personalidad, y la cantidad de sitios a donde había llegado. La agenda de Neus era de una inmensidad y una diversidad difícilmente asimilables. No sólo había en ella cientos de nombres y de números de teléfono, sino que entre ellos se hallaban gentes de todas las condiciones y no pocos a los que cabía presumir que no iba a ser nada fácil acceder. Mientras pasábamos las hojas, nos iban entrando sudores fríos. No podíamos tocar a toda aquella muchedumbre, en primer lugar porque no íbamos a tener tiempo, y en segundo lugar porque a unos cuantos de ellos nuestros jefes nos iban a exigir que justificáramos de manera muy cumplida la necesidad de molestarlos. Ya se sabe que todos somos iguales ante la ley, pero la igualdad de unos es más evidente que la de otros. No se trata de que existan discriminaciones, como postulan toscamente los malpensados y los ignorantes, sino de una cuestión de percepción, la eterna fuente de los conflictos humanos. No es que la dignidad como persona de un rey sea mayor que la de un barrendero, sólo sucede que la dignidad de la persona real se nota más (por los escoltas, los pelotas, la ropa buena).

Políticos, periodistas, cineastas, escritores, empresarios, aristócratas de alto y bajo rango (incluidos algunos de sangre real, por cierto). Todas estas especies sociales habitaban el abigarrado ecosistema de la agenda de Neus, lo que nos convertía a mi compañera y a mí, mientras la desbrozábamos, en algo así como un par de becarios del National Geographic en pos del abominable hombre de las nieves, es decir, dos idiotas con menos futuro que un malabarista manco. Después de pasar todas las hojas, y mientras observaba estupefacto cuánta gente podía apellidarse de alguna manera que comenzara por zeta, me pareció que más valía tomárselo con humor y le dije a Chamorro:

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