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Tuve que recurrir al auxilio de Perelló para que Zaplana creyera que mi informe no era el resultado de un abuso de estupefacientes y accediera a disponer un helicóptero para ir a Menorca. Primero hubo que buscar un nuevo juez que tomara las riendas del caso y arbitrara las medidas oportunas, tanto en relación con la juez sustituida como con el resto de los involucrados en el homicidio. Abandonamos la isla de madrugada y nos dirigimos a la casa donde la juez había situado el domicilio veraniego de Raúl. Estaba colgada en una costa escarpada y solitaria que la tramontana azotaba con furia. El capitán que se hallaba al mando de la operación ya la había rodeado discretamente y sólo aguardaba la orden de intervenir. Por las noticias que teníamos, nuestro objetivo no iba armado ni era especialmente peligroso, pero ya estábamos lo bastante escaldados como para permitir que pudiera producirse el más mínimo contratiempo.

Amanecía cuando llamamos a la puerta. Nadie acudió. Repetimos la llamada, igualmente sin resultado. Nos abrimos paso por la fuerza y nos desplegamos por la casa. La cocina estaba llena de cacharros sucios y restos de comida precocinada y había ropa y objetos tirados por todas partes. Llegamos a la terraza a tiempo de ver cómo alguien saltaba la barandilla y descendía por los peñascos hacia el mar. Era un individuo blancuzco con barba de muchos días, ya casi cerrada. Lo único que llevaba encima era una camisa desabrochada y sus propósitos parecían inequívocos. El acantilado hacia el que galopaba tenía una caída de unos sesenta o setenta metros y abajo las olas batían contra las rocas levantando montañas de espuma.

Ganando la carrera a todos, brincando sobre las aristas rocosas como si volara, Chamorro llegó a tiempo de interceptarle. Cayeron los dos al suelo y el hombre comenzó a lanzarle puñetazos que mi ayudante paró con apuros. Tres segundos más tarde se lo habíamos quitado de encima y lográbamos esposarle las manos a la espalda.

– ¿Estás bien? -pregunté a Chamorro.

– Salvo algún arañazo, sí.

– ¿Dónde aprendiste a correr de esa forma?

– Tratando de ingresar en la academia de oficiales. De algo me tenía que valer el tiempo malgastado.

El detenido apestaba a ginebra y a sudor y vociferaba:

– Dejadme en paz. Os ahorraré el trabajo, hijos de puta.

Zaplana se aproximó a él y le cogió de la barbilla. Se quedó observando sus ojos desencajados, inyectados en sangre.

– Tienes derecho a un abogado y a saber que se te acusa de la muerte de Eva Heydrich, súbdita austríaca -le informó-. Y si no dejas de chillar te voy a arrancar de cuajo esas pelotas tan chicas que tienes.

Raúl enmudeció. El comandante siguió enfrentándole la mirada.

– Y pensar que lo que buscábamos era esto -concluyó-. Un yuppie de mierda que no sabe perder.

– Nadie sabe perder, mi comandante -le disculpé.

– Esta chusma es la peor. Desprecian a todos los que tienen polvo en la suela de los zapatos. Pues mírame: yo tengo polvo en los zapatos desde que tengo uso de razón y ahora me cago en ti.

– Déjelo, mi comandante.

– Llevadlo al coche -ordenó-. Y tapadlo antes, que da grima verlo.

La expresión sulfúrica de Zaplana revelaba que, a pesar de todo el talento que pudiera atesorar y de su innegable coraje, nunca sería un buen policía. Lo último que un policía debe hacer, como el lema del Cuerpo sabiamente prescribe, es odiar al delincuente.

A esa misma hora, Andrea y Enzo eran detenidos. Salían del hotel rumbo al aeropuerto. Por poco y a pesar de la imprudencia de unos y de otros, el caso de la muerte de Eva Heydrich quedaba cerrado con el prendimiento de todos los culpables.

Capítulo 19 QUIZÁ SI HUBIERA MEDIDO EL EFECTO

Aparte del informe que redactamos Chamorro y yo y de mi testimonio en el juicio, sólo reconstruí otra vez la íntegra secuencia de los hechos. Fue para el brigada Perelló. Tan pronto como volvimos de Menorca y hubimos liquidado los trámites, lo que nos llevó unas cuantas horas, le encargué a Chamorro que arreglara nuestro regreso a la Península y yo me dirigí en el coche al pueblo. Llegué al puesto cuando ya caía el sol y allí sólo estaban Quintero y Barreiro. El brigada, me dijeron los guardias, estaba en un bar de la plaza al que solía ir a jugar al truc todas las tardes. Le encontré en la mesa con otros tres, de paisano, y me pareció más viejo que de uniforme. Aguardé a que terminara mientras saboreaba un recio pero decente whisky nacional. El brigada, que me había visto, hizo por abreviar la partida sin ofender a sus compañeros de mesa. Luego se reunió conmigo.

– ¿Listo? -interrogó.

– Sí. Ahora sí.

– ¿Vuelves a Madrid?

– Mañana, en el primer avión que salga. O quizá en el segundo. Antes de marcharme me gustaría hablar con alguien. Pero primero tengo una deuda contigo que no quería irme sin saldar.

– ¿Qué deuda es ésa?

– La deuda es contarte por qué detuviste ayer a la juez y agradecerte todas tus orientaciones. No sólo no te equivocaste en una sola que ahora recuerde, sino que gracias a ellas pude encontrar la luz que me hizo falta para arreglar mis desatinos.

– Exageras.

– No exagero. Fue un crimen inútil perpetrado por un cualquiera, como sospechaste. La mataron fuera de la casa, como seguiste creyendo cuando yo ya me había dejado despistar. Y pusieron las huellas de Regina en el arma para incriminarla, como trataste de hacerme ver. Pero no sólo quiero agradecértelo. También quiero pedirte un último favor: que te olvides de los años y los grados que hay entre tú y yo y me hagas el honor de emborracharte conmigo. Tengo remordimientos que lavar y no se me ocurre nadie mejor para que me absuelva.

– Qué remordimientos -me corrigió-. Lo has arreglado tú solo. Los jefes pueden darse con un canto en los dientes. Cualquiera tropieza alguna vez, y desde luego ellos no tienen autoridad para echártelo en cara. Más bien tendrán que felicitarte. Ellos estuvieron perdidos todo el tiempo.

– No es el juicio de los jefes el que me importa. Traicioné mis principios. Eso es lo más imperdonable. Sobre todo por lo que me duele el orgullo. Si no hubiera sido por chiripa, porque el caso le tocó precisamente a esa juez y tuvo que ver a Regina, no habría podido rectificar. Andrea y Enzo se habrían largado, Raúl se habría muerto drogado o en un accidente de tráfico, la juez, mejor o peor, habría enterrado en su memoria el incidente, y habrían procesado a quienes no lo hicieron. Tal y como funciona la justicia, los habrían condenado con un ochenta por ciento de probabilidades. ¿Y sabes lo que más me revienta? No haber sospechado en ningún momento de Enzo, con todas las pistas que tuve. No sólo era a la vez lo bastante fuerte y lo bastante idiota como para colgar a Eva del travesaño. Hacía pesca submarina. Un lanzador de arpones no es lo mismo que un revólver, pero requiere pulso, y darle a algo tan escurridizo como un pez, puntería. Además, tenía la personalidad justa, y profesaba a Andrea una devoción peligrosa, sobre todo teniendo en cuenta el comportamiento de Andrea. Su aparente mansedumbre era la típica represión de un rencor interior. Esa gente es la que luego es capaz de la mayor brutalidad.

Perelló puso la mano en mi brazo y lo apretó con afecto.

– No puedo emborracharme, Vila -se excusó-. Tengo alto el ácido úrico. Pero puedo tomar un coñac mientras me lo cuentas todo.

Nos sentamos en una mesa apartada. Con mi whisky de refresco en la mano, inicié para el brigada mi resumen. Previamente, le puse en antecedentes sobre la segunda versión de las confesiones de Regina Bolzano y sobre los azares que habían reunido a la juez con Raúl, los dos italianos y Eva Heydrich en la playa. Con esto llegábamos, más o menos, al instante en que Regina estaba apuntando a Eva ante Raúl y la juez, sin atreverse a disparar.

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