En ese momento sonó el teléfono. Zaplana cruzó una vertiginosa sucesión de monosílabos con quien hubiera al otro lado de la línea y se puso en pie. Antes de colgar dio orden de que nadie se moviera y apresuró una felicitación. Cuando dejó el auricular sobre su soporte, redondeó ante nosotros su impresionante triunfo:
– La cazamos. A la suiza. Vengan conmigo.
Capítulo 13 MÁS BIEN EL PÁJARO
Regina Bolzano había caído en un edificio de apartamentos situado al sur de la isla. Según todos los indicios, estaba haciendo tiempo hasta que los aeropuertos o los puertos relajaran la vigilancia. La habían reconocido unos vecinos que habían visto su foto en un periódico. Nada especialmente glorioso para las fuerzas que se habían desplegado por toda la isla en su busca, pero como siempre se dice en el fútbol en reivindicación de los delanteros centro, había que estar ahí para marcar.
Al mando de la operación se hallaba un capitán muy joven, de transparentes ojos azules. Respondía al apellido Baena y debía de ser andaluz, uno de esos andaluces un poco tristes y envarados que excepcionan la regla.
– ¿Cómo ve a la sospechosa? -inquirió Zaplana, tras el protocolo de las presentaciones.
– Bien -repuso Baena-. Se le nota el cansancio, pero está como si le hubiéramos quitado un peso de encima atrapándola. Resignada.
– ¿La han interrogado?
– De forma preliminar. No ha pedido abogado. Niega su participación en los hechos. A cualquier otra pregunta se encoge de hombros, sin más. Y no ha explicado por qué desapareció.
– Espléndido. Vamos, sargento.
Llegamos a la puerta tras la que se encontraba la detenida. Zaplana se detuvo y me cogió del brazo.
– Supongo que no es conveniente que seamos muchos.
– Cuanto más relajada esté, mejor.
– Entonces entren usted y su ayudante solamente, sargento.
– Pero yo…
– Usted lleva esto. Y confío en su capacidad, por si le ha dado otra impresión antes. Trabaja honradamente, como cree que debe hacerlo. A mí con eso me sobra. Es suya, Bevilacqua.
Ya debía haberme hecho sospechar el hecho de que Zaplana pronunciara con esa soltura mi apellido. No afirmaré que se desvanecieran todas mis reservas hacia su carácter y hacia su competencia, al margen de la fortuna, para un asunto como aquel que teníamos entre manos. Pero sí es cierto que había desbordado la irreflexiva idea que de él me había hecho como individuo y como jefe después de nuestro primer encuentro. Eso era lo que pasaba por mi cabeza cuando recité la fórmula que entre militares tantos significados posibles contiene:
– A sus órdenes, mi comandante.
Regina Bolzano era una mujer, más que vieja, avejentada. Pudo influir en esta apreciación el que no llevara maquillaje o el que su deteriorada y teñida cabellera desconociera desde hacía tiempo los cuidados de un peluquero. También lucía unas gafas de montura poco favorecedora. No estaba más gruesa que otras mujeres de su edad, pero su tez era amarillenta y en sus manos empezaban a mezclarse las pecas que debía poseer desde siempre con las que son indeseado obsequio de los años. Vestía unos tejanos gastados y una ancha camisa de algodón con las mangas hasta la mitad de los antebrazos. Nos observó con una expectación fatigada.
– Buenas tardes, señora Bolzano. Ésta es la guardia Chamorro y yo soy el sargento Bevilacqua.
– ¿Es usted italiano? -preguntó, con sorpresa, en esa lengua.
– No. Y tampoco hablo el idioma.
– Yo hablo español, regular.
– Exprésese en italiano, si le resulta más cómodo. La entenderemos. ¿Entiende usted bien el español?
– Bastante.
Procuré ordenar en mi cabeza todo lo que sabíamos. Chamorro abría su bloc y se disponía a tomar notas.
– ¿Sabe por qué ha sido detenida?
– Sí. Por la muerte de Eva. Pero yo no lo hice.
– Me dicen que ha renunciado a su derecho a designar abogado. De todas formas, debo advertirle que en tanto no venga el abogado de oficio no podemos proceder a tomarle declaración oficialmente. Esto no es más que un cambio de impresiones sin ninguna trascendencia legal.
– No necesito un abogado. ¿O van a pegarme?
Regina era fría y sarcástica, o al menos posaba como tal. Nada que tuviera semejanza con la supuesta asesina pasional que en un primer instante la habían creído casi todos.
– Yo creo que sí lo va a necesitar. ¿Dónde estaba en la noche del veinte al veintiuno de agosto?
– ¿A qué hora?
– A todas las horas.
– Hasta las doce en casa. De doce a doce y media dando un paseo por el puerto deportivo. De una a ocho durmiendo en la playa. Luego fui a casa otra vez y allí encontré a Eva.
– ¿Alguien puede confirmarlo?
– Que estuve hasta las doce en casa, sólo algún vecino que me viera salir. En el puerto hablé con un camarero del club Abracadabra, a eso de las doce y media. En la playa estuve sola. Salvo al principio.
– ¿Puede explicarme mejor lo de la playa?
– No lo va a creer.
– No presuma nada. No hay nada que yo desee creer especialmente.
– Me extraña. Fui a la playa a buscar a Eva. Me habían dicho en el club que había ido allí con una gente.
– ¿Con qué gente?
– No me precisaron. Los vi luego.
– ¿Y por qué iba a buscar a Eva Heydrich?
– Éramos amigas. Tenía que hablar con ella.
– ¿De algo en particular? Según nuestra información, ambas vivían en la misma casa. ¿No podía esperar a que regresara?
– No estaba segura de que fuera a hacerlo.
– ¿Habían discutido?
– No exactamente.
– ¿Había algún problema entre las dos?
– Depende de lo que considere un problema. Sí, imagino.
– ¿Cuál?
– Es difícil hacerlo comprender a un desconocido. Simplificando, Eva acababa de comunicarme que no disfrutaba con mi compañía y a mí eso no me hacía demasiado feliz.
– ¿Y con qué intención iba en su busca?
– No sé. No tenía un plan concreto. Quería hablar con ella, nada más.
Regina contestaba con seguridad. Y lo hacía deprisa, sin importarle que la acosara. Parecía haberlo aceptado como algo inevitable.
– Está bien. Continúe.
– Cuando llegué a la playa ella estaba con dos personas a las que nunca había visto antes.
– ¿Amigos de Eva?
Regina se encogió de hombros y rió con amargura.
– No conocía a todos sus amigos. Eso era imposible.
– ¿Podría describir a esas dos personas?
– Ella era una chica joven, bueno, un poco mayor que Eva, delgada, poca cosa, morena de pelo. No se me ocurre nada para distinguirla. La vi mal, muy de lejos. El chico tendría más o menos la misma edad que la chica, también moreno de pelo, mediana estatura, bastante normal. Lo único peculiar era que llevaba una barba de siete u ocho días.
– ¿Tenía mal aspecto?
– No. Los dos iban bien vestidos. Se estaría dejando crecer la barba.
– ¿De dónde diría que eran?
– Españoles, sin ninguna duda. Hablaron poco, pero se nota mucho cuando alguien habla en español y es nativo.
– ¿En qué lo nota?
– En las jotas y las erres y las zetas.
– ¿Y qué ocurrió?
– Le pedí a Eva que habláramos un momento. Ella se negó. Yo insistí y ella me echó, o me dijo que me largara, póngalo como quiera. Mientras trataba de convencerla, los dos chicos cuchichearon y señalaron algo detrás de mí. Fui a volverme y eso fue todo.
Chamorro interrumpió sus notas y yo indagué en la socarrona sonrisa que colgaba de los veteranos labios de Regina.
– ¿Cómo que eso fue todo?
– En fin, para ser exactos, todavía hubo una cosa más. un golpe. Aquí. Puede tocar el bulto.
Regina me ofreció al tacto un lado de su cráneo. Toqué con cuidado. Estaba hinchado y tenía una herida a medio cicatrizar.
– Desperté sobre la arena, seis o siete horas más tarde -prosiguió-. Eva y los otros, y quienquiera que fuera el que me dio, se habían ido. Por suerte no me habían robado el coche. Fui a casa y cuando llegué la encontré, a Eva, colgada del techo. Creí por un momento que era el golpe en la cabeza, pero me acerqué a ella y noté lo fría que estaba y entonces me di cuenta de que no se trataba de una alucinación.