Tras la confidencia de Andrea, que cerraba mi presunto círculo, me lancé, sin titubeos, a rematar la faena.
– Espera aquí -le pedí a mi interlocutora-. Vamos a averiguar de qué pasta está hecha la chica.
Fui a buscar a Candela y le dije que quería presentarla a unos amigos. El programa no la sedujo, pero se dejó conducir hasta donde aguardaban Andrea y Enzo.
– Ya nos conocemos -la recibió destempladamente Andrea.
– El caso es que me suenas -admitió Candela, haciéndose la tonta de un modo bastante ineficaz. El gesto que se había apoderado de su cara al divisar a los dos italianos había sido elocuente.
– Vaya, ¿y de qué os conocéis? -pregunté.
– Nos habremos visto por aquí -se escurrió Candela.
– Tenemos una amiga común. O teníamos -precisó Andrea.
Candela se puso nerviosa. Aproveché la ocasión:
– ¿Qué es eso de que teníais?
– Ya no es amiga de nadie -sentenció Andrea.
Candela se apresuró a poner distancia:
– Nunca fue mi amiga. La conocía, simplemente.
– ¿Pero qué ocurre? ¿Se ha muerto?
Andrea no contestó. Candela tragó saliva. Debía de acordarse de que me había contado, con cierta jactancia, cómo había mandado al diablo a Eva. La misma persona por cuya mediación ahora le tocaba confesar que se había relacionado con Andrea. Y tenía que confesarlo, porque si no lo hacía ella lo contaría la italiana, lo que tenía razones para no preferir.
– Era la chica que mataron en la cala -rezongó.
– La famosa Eva -hice como que deducía, con lentitud-. Está por todas partes. Pero creía que tú habías tenido una bronca con ella -apreté.
En ese punto la conversación quedó interrumpida por un acontecimiento que yo ya llevaba algunos minutos esperando. Chamorro y Lucas acababan de llegar al club y en cuanto nos habían visto, lo que mi ayudante había propiciado diligentemente, se habían acercado a la mesa. Ahora estaban allí de pie y todos los que estábamos sentados nos habíamos vuelto hacia ellos. Chamorro fingía asombro y en parte también lo sentía, porque yo no la había avisado de que también Candela estaría allí. En el semblante de Lucas era imposible distinguir ninguna emoción.
– Hola -me adelanté-. Ahora ya estamos todos. ¿No vais a sentaros?
Lucas pasó por alto mi ofrecimiento y se dirigió a Candela:
– ¿Qué haces aquí?
– Lo mismo podría preguntarte yo -se defendió la mujer.
– Eres idiota perdida.
– ¿Y tú? Tú empezaste, por si lo has olvidado. Y has venido aquí como yo.
– Creo que deberíamos hablar esto en otra parte -ordenó el ex legionario.
– Eh, ¿a qué vienen esas intrigas? No consentiremos que estropeéis la fiesta -aseguré.
Entonces Lucas me miró. Lo hizo como si me midiera y al mismo tiempo para advertirme. Su parsimonia intimidaba, pero no tanto como el fulgor helado de sus ojos. Por si no bastaba con la mirada, descendió a ponerlo en palabras sencillas:
– No hablo contigo, muñeco. Quédate en tu sitio y podrás salir de aquí con los mismos dientes que trajiste.
No me arredré.
– ¿Estás amenazándome?
– ¿A ti qué te parece?
– ¿Con pegarme?
– Basta -me aconsejó, sin énfasis-. Ven conmigo -exigió a Candela.
– Un momento -me interpuse-. Estás patinando. En realidad ya has patinado cuando has respondido a una amable broma con esa grosería sobre mis dientes. Pero ahora te permites darle órdenes a la chica que viene conmigo. Eso está tan feo que voy a tener que hacerme un llavero con tu coleta.
Lucas sonrió y me puso una palma en el hombro. Conviene indicar que su palma era mucho más grande que mi hombro. No obstante, le aparté el brazo de un codazo. Dudó durante una décima de segundo, pero al final se limitó a tomar a Candela de la mano y llevársela. La chica no opuso resistencia.
Antes de dejamos, Lucas le dijo a Chamorro:
– Discúlpame. Tardo un minuto.
Mientras Lucas y Candela se alejaban en dirección a la puerta, todas las miradas confluyeron en mí.
– ¿Qué pasa? -habló mi ayudante, interpretando el sentir general.
– Nada, María. Esperad aquí. Vuelvo en seguida.
– ¿Qué vas a hacer? -saltó Andrea.
– Probar cuánto vale ese campeón.
– Estás chiflado. Te podría tumbar con un soplido.
– Desde luego. No es por ahí por donde pretendo probarle.
Al principio no me siguieron, pero antes de salir a la calle reparé en que Andrea se había levantado. No llegaron a tiempo de ver cómo me acercaba por detrás a Lucas y le clavaba mi dedo índice por tres veces consecutivas en el hombro, mientras el legionario discutía acaloradamente con Candela. Sí le vieron a él cuando se dio la vuelta, se paró apenas un instante, decidió y me borró media cara de un formidable guantazo. Después de eso, aunque no antes de que me descargara dos puñetazos en el vientre, Perelló y los suyos entraron en escena. Quintero redujo a Lucas con una fulminante patada en los testículos y Satrústegui se hizo con Candela. A mí me levantó Barreiro. Antes de que se nos llevaran a los tres, alcancé a comprobar, con satisfacción, que Chamorro retiraba discretamente a los italianos.
Capítulo 16 UN CUARTO DE HORA PARA ARRUINARLO
A Lucas y la chica los llevaron en un todoterreno y a mí en el otro. Tardé unos seis minutos en poder volver a hablar, y todo el tiempo que duró el trayecto hasta el puesto en cortarme la hemorragia de la nariz. Barreiro, que conducía y habría debido estar más atento a la carretera, no pudo privarse de observar, admirado:
– Vaya hostias, mi sargento. Creí que lo mataba.
– Y yo.
– Menos mal que Quintero anduvo vivo. El sitio donde le dio debe de ser lo único que tenga blando.
– Oye, Barreiro. ¿Crees que los que estaban con Chamorro sospecharon de que aparecierais tan pronto?
– Sólo sé que se quitaron de en medio cagando leches. ¿Le parece que nos dimos demasiada prisa? El brigada creyó que si tardábamos más usted volvía en ambulancia, o no volvía.
– La verdad es que no pensé que saltara a la primera. Me había parecido un tío mucho más frío.
En el puesto nos aguardaban los demás. Se hicieron cargo de los detenidos, mientras yo me apartaba un momento con Perelló.
– Alguien tendría que vigilar a los italianos. Se van pasado mañana. No debe ser difícil localizar el vuelo. Y por si acaso no estaría de más asegurarse de que no intentan irse antes. A lo mejor los necesitamos como testigos, pero de momento prefiero que no sepan nada.
– Hablaré con Palma.
– Mi brigada.
– Qué.
– No le cuentes nada a Zaplana, todavía.
– Descuida.
– Voy a interrogarlos. ¿Han pedido abogado?
– Sólo él.
– Es igual. Empezaré por ella. Confío en sacarle argumentos para convencerle a él de que no sea tan formalista. Ah, se supone que Chamorro recogía mi coche. Estará al llegar. Por favor que alguien le diga que pase en cuanto aparezca. ¿Quieres acompañarme ahí dentro?
Perelló se encogió de hombros.
– No especialmente. Salvo que sea imprescindible.
– Sabes que no.
– Entonces ve tú solo. Tú todavía eres joven y tienes algo que ganar.
Antes de entrar donde Candela, me asomé al calabozo donde habían metido a Lucas. Estaba sentado, con las esposas puestas, mirando al frente.
– ¿Más tranquilo? -le pregunté.
– ¿Qué cojones es esto? -gritó, desencajándose-. No sabía que fueras poli. Por pegarte me ponen como mucho treinta mil de multa. ¿A qué se supone que estáis jugando?
– A su tiempo, mon ami, a su tiempo.
Las palabras en francés le escamaron. Le dejé y fui con la mujer. Estaba temblando, deseando derrumbarse. Me aproximé con tiento:
– Tranquila. No va a pasarte nada. Soy el sargento Bevilacqua y me pagan para que las chicas no se asusten.
– ¿Sargento? -rió nerviosamente-. Si seré boba.
– ¿Por qué?
– Me creí que te tenía en el bote.