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– No tenéis nada -se revolvió. Intentaba mostrarse firme, pero no había encajado bien.

Guardé silencio durante unos segundos. Lucas no me rehuía, y cuando comprendió que se trataba de una especie de desafío se aplicó a enfrentarme con más ahínco. Cambié de táctica:

– Bueno, Lucas, no estamos aquí para discutir. Lo que a ti te interesa es enterarte de lo que puedes ganar si dejas de comportarte como un rufián de playa sabihondo y le echas una manita a la Guardia Civil para liquidar este trabajo tan desagradable. Supongo que conoces la diferencia entre homicidio y asesinato. Para redondear, diez años más o menos. Esto que has hecho es un asesinato como la copa de un pino, con premeditación, mediante recompensa, etcétera. A lo mejor hasta con ensañamiento. No tenemos testigos de que la Bolzano te dio el dinero. A lo mejor en el juicio ella cambia de opinión y no está dispuesta a reconocerlo. Como todos andabais todo el día follando como cafres los unos con los otros, lo pintamos de crimen pasional y aquí paz y después gloria. Si te buscas un buen abogado, te encuentra alguna atenuante, pongamos que estás un poco tarado por lo de la Legión Extranjera, y en sólo siete u ocho años estás otra vez pinchando discos.

Lucas no reaccionó violentamente, como habría podido preverse. Al principio le costó reprimirse, pero luego se quedó mudo, ensimismado.

– No soy generoso, Valdivia -advertí-. Si esperas a que venga el abogado para decidirte no hay trato. Voy por ti hasta el final y te busco la ruina. A lo mejor tienes suerte, pero eso nunca se. sabe de antemano.

– Yo no lo hice -alegó, sin la bravura de hacía unos minutos.

– No te oigo, Valdivia. Pero me ha parecido que empezabas a contarnos un cuento de la abuelita. Medítalo antes de seguir por ahí. A los guardias nos enseñan a dormirnos solos, sin cuentecitos.

– No fui yo -repitió.

– Ah, estupendo. Podemos irnos, muchachos. Dejad que este buen hombre vuelva a su casa y dadle diez mil pesetas para indemnizarle por las molestias.

– ¿Quiere escucharme?

– Si me vas a contar dónde la mataste, por qué la colgaste o por qué tiraste el revólver a la basura, desde luego.

– Está bien -sucumbió-. La vieja quería que lo hiciera. Me pagó, un anticipo. Pero no pude y se lo devolví todo. Menos lo que me había gastado. Se lo juro, por la memoria de mi madre.

– Qué extraño es el mundo -anoté-. Cualquier basura tiene una madre cuya memoria puede ensuciar.

Lucas adoptó una expresión homicida. Exactamente la que yo había querido excitar, para cerciorarme. De todas las personas que había conocido desde que había llegado a la isla, dejando aparte a Quintero, que a fin de cuentas estaba en mi bando, era la primera cuyos ojos atestiguaban que era capaz de quitarle la vida a alguien. Seguí por ahí:

– ¿Mataste a mucha gente cuando estabas en la Legión, Valdivia?

– Nunca presumo de eso. Si usted fuera un sargento de verdad y supiera lo que es la guerra, no lo preguntaría.

No era cuestión de resucitar para él mis recuerdos de los dos años que pasé en el Norte. Gracias a ellos pagué la entrada del piso, pero también guardo en la memoria una oquedad en la que me prometí no revolver nunca. Nadie en sus cabales añora estar encerrado entre cuatro paredes y no salir a la calle si no es con el chaleco antibalas y el fusil de asalto.

– Perdona, hombre. Cambiaré la pregunta. ¿Eras buen tirador?

– Como cualquiera en la Legión. Mejor que el mejor de los suyos. ¿Qué pretende probar con eso? Cualquiera puede disparar un revólver del 22.

No lo podía creer. Había caído como un párvulo. No dejé escapar la oportunidad:

– ¿Quién dijo que fuera del 22?

– Usted mismo, antes.

– Hablé de un revólver, no del calibre.

– Lo debí leer en el periódico.

– No hemos dado tantos detalles a los periódicos.

Lucas no dio a tiempo con una salida practicable. Abrió y cerró la boca, pero no emitió ningún sonido.

– Vamos, Valdivia. Esto no tiene ningún sentido. No espero que un antiguo legionario sea un hombre práctico, pero tampoco habría imaginado nunca que fueras un cretino. Me estás defraudando horriblemente.

– De acuerdo, vi el revólver -admitió-. Hasta lo tuve en casa. La vieja me lo dio, cuando cerramos el trato. Se lo devolví con el dinero. Lo menos tres días antes de que Eva muriera.

– ¿Cómo conociste a Regina Bolzano?

– Por uno del puerto deportivo para el que he hecho algunos trabajos.

– ¿De albañilería?

– Sólo tabaco. Se lo juro.

– Cuando la gente jura tanto y tan seguido, me da que lo mismo le cuesta jurar en falso. Pero voy a jugar por un minuto a que te creo. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Eva Heydrich?

– No lo sé fijo. El dieciséis o el diecisiete.

– ¿Y qué hicisteis?

– Fuimos al puerto. Allí conocimos a los italianos esos. Los que estaban con usted y Candela cuando he llegado yo esta noche. Bebimos mucho y la traje de vuelta a la cala. La dejé en su casa y ya no la vi más.

Percibí en Lucas una fragilidad insólita. Aun sin poder descartar que fuera un recurso para conmoverme, escarbé en la fisura:

– ¿Llevabas la pistola?

– Sí.

– ¿La ibas a matar?

– Esa noche entendí que no podía hacerlo.

– ¿Y estás seguro de que fue el dieciséis o el diecisiete?

– Sí.

Le di medio minuto para reflexionar. Crucé una mirada con Chamorro. Mi ayudante asintió.

– Muy bien, señor Valdivia. ¿Debo entender que se ratifica en su inocencia?

– Yo no fui, sargento. He matado a otros hombres que me habrían matado a mí. Pero Eva era otra cosa. Ella estaba fuera de mi alcance.

– Ya veo que es inútil. Será como lo ha querido -le informé-. En cuanto venga su abogado le conduciremos a presencia del juez. Tendrá que responder del asesinato de Eva Heydrich. No me deja otra salida.

Capítulo 17 ¿POR QUÉ LA MATARON FUERA?

Esa misma noche, después de poner al corriente al comandante, y de acuerdo con sus órdenes, llevamos a Lucas y a Candela ante el juez de guardia, que confirmó su detención. A la mañana siguiente los pusimos, junto a Regina Bolzano, a disposición de la juez encargada del caso, que ordenó la prisión incondicional de los tres y le pidió a Zaplana un informe pormenorizando el resultado de nuestras investigaciones, para agilizar la instrucción. Los tres imputados seguían manteniendo su inocencia, lo que dificultaba la reconstrucción de los hechos, pero todos confiábamos en que al cabo de unos pocos días empezarían a rendirse. Mientras tanto, se encargaron pruebas adicionales al forense, consistentes en comprobar la posible coincidencia de ciertas marcas que habían quedado en el cuerpo de la víctima con la forma de las manos de Lucas Valdivia. La solicitud a las autoridades de Viena para que procedieran contra el padre de Eva Heydrich salió esa misma tarde, con una copia del informe sobre nuestras investigaciones.

A Andrea y a Enzo les llamó Chamorro la misma noche de la detención de Candela y Lucas, y les contó que a mí me habían soltado pero que los otros dos se habían quedado detenidos. No le hicieron ninguna pregunta al respecto y sólo se interesaron por mi estado, sobre el que Chamorro les tranquilizó. Nos costó decidir qué correspondía hacer con ellos, pero al final pesó más el hecho de que les quedaban menos de dos días para abandonar el país. No teníamos indicios que permitieran sospechar que podían estar implicados de ninguna manera en el crimen. Por la mañana les visitó en su hotel la gente de Zaplana y les comunicó que debían permanecer en la isla hasta que se les tomara declaración. Ambos insistieron en lo muy arduo que les resultaría encontrar otro vuelo y la juez accedió a practicar la diligencia inmediatamente. Me chocó, no obstante, que al mismo tiempo que lo autorizaba alegara una indisposición y enviara al secretario Coll para dar fe de las respuestas de los testigos. Cuando menos, era una fórmula heterodoxa, y aunque yo no había estado presente, hacía sólo un par de horas que la juez había estado examinando a los detenidos sin recurrir a la excusa de padecer ningún problema de salud.

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