Estrada lanzó una inquieta mirada a Perelló, sobre cuya faz de buda inexpugnable resbaló sin hacer ninguna mella. Mientras tanto, la voz de la juez se quebraba en la violencia de su descarga. El capitán estaba amarillo, y no le faltaba justificación. Ante el efecto combinado del aroma de la muerta y la fragancia que poco a poco comenzaba a llegar desde la papilla grumosa que la viva seguía expeliendo, sólo un estómago como el del brigada podía permanecer impasible.
Cuando ya no quedaba nada, la juez se limpió la boca y se aproximó vacilante al capitán. Ahora rehuía cuidadosamente la visión del cadáver.
– Capitán -dijo con dificultad, y bastante azorada-, que no entre nadie hasta que vengan el secretario y el forense. Tan pronto como acaben ellos, la quitan de ahí, la descuelgan y se la llevan.
– Como disponga, Señoría.
– Ahora sí me voy a tomar el aire.
– ¿La acompaño?
– Preferiría estar sola un momento, si no le parece mal.
– Naturalmente -se retrajo Estrada.
La juez salió y dejó al capitán con una inclinación a medias y a Perelló en posición de descanso, la mano izquierda sujetando los dedos de la derecha a partir de la penúltima falange. El capitán se rehizo con rapidez:
– Ya lo ha oído, brigada.
– ¿Qué, mi capitán? -indagó Perelló, soltándose la mano.
– Que no entre nadie.
– Desde luego. Voy afuera con Satrústegui, si da su permiso.
Estrada no contestó. Tampoco sabía qué hacer. No podía ir tras la juez y no le apetecía quedarse allí, peleando con sus náuseas. Perelló, a quien no le habían prohibido cambiar de ambiente, insistió:
– Mi capitán.
– Vaya usted.
Estrada estuvo solo con la muerta durante un cuarto de hora, que fue lo que tardó en venir el forense, en el mismo coche que el secretario del juzgado. Ambos vivían en la misma urbanización, tenían la misma edad, cincuenta y tantos, y se llamaban Coll. Eran primos hermanos.
– La sangre se ha acumulado parcialmente en la parte dorsal. Desde luego, no murió colgada -aventuró el forense al cabo de un minuto de observación. Junto a él estaban Estrada y el secretario. Un poco más atrás, mirando muy abnegadamente, estaba la juez. Más allá, Perelló, quien en ese instante pensó que no hacía falta tanto viaje para descartar que hubieran estado tirando al blanco sobre una mujer suspendida de una cuerda. Pero el forense formuló a renglón seguido una conclusión importante:
– Es más: tardaron al menos un par de horas en colgarla después de su muerte. Saque fotografías, por favor.
La orden iba destinada a Perelló, a quien Estrada había pedido que trajera la cámara del coche patrulla. Habían dado aviso a Palma pero aún debía faltar una media hora para que llegaran y el capitán se esforzaba por retirar cuanto antes el cadáver, según los deseos de la juez. El brigada asumió de mala gana aquella tarea que había previsto antes que le correspondería a algún policía científico. Por supuesto que había fotografiado cadáveres antes, pero desde hacía diez años no fotografiaba más que los que dejaban los accidentes de tráfico. Aun así, lo hizo como mejor pudo y supo. Gastó un carrete entero y retrató no sólo el cadáver, sino también los puntos donde había sido atada la cuerda.
Después de las fotos, el forense Coll se detuvo a efectuar algunas comprobaciones sobre las ligaduras de las muñecas y la postura de brazos y piernas, que tradujo en un par de comentarios rutinarios para llenar el acta. Tras ello, se encogió de hombros y dijo:
– Sin un bisturí y sin mancharme esto es todo por ahora.
El secretario Coll, con los ojos puestos no en la juez sino en el punto más inconveniente de aquel cuerpo exánime, y con la subordinación cachazuda y despectiva que había perfeccionado a lo largo de sus más de treinta años de servicio, preguntó:
– ¿Quiere que anotemos algo más, Señoría? Quiero decir que si va a hacer usted alguna inspección adicional sobre la occisa.
– Describa la situación del cadáver en la habitación, ponga la hora final y recoja las firmas -repuso la juez, con la frialdad que le daba haber echado todo lo que podía echar y la aversión que sentía por el secretario. Seguía observando a la muerta, ahora, como si fuera el péndulo de un hipnotizador.
Cuando todos los trámites estuvieron concluidos, la juez extendió la mano y el secretario le dio el acta junto con la carpeta en que se apoyaba para escribir. La juez dibujó deprisa su nombre con una caligrafía bastante redonda y trazó debajo una rayita. Acto seguido consultó:
– ¿Ha venido ya la ambulancia?
Perelló fue a ver. Regresó con la noticia de que, en efecto, la ambulancia esperaba en la puerta.
– Que se la lleven -ordenó la juez, con una oscura rabia que el capitán no entendió, los Coll soslayaron y el brigada atribuyó sin mayor cavilación a una especie de ofendida dignidad de sexo. Una dignidad que había sido pisoteada, presumiblemente por un hombre, en la carne de aquella infortunada, y que era humillada ahora por la contemplación irreverente de otros hombres que además se permitían el lujo de hacerla de menos a ella, la máxima responsable de la Administración de justicia en aquel trance.
He de precisar que esto último Perelló me lo contó de forma algo más vaga que lo anterior, pero creo que no traiciono el sentido de sus palabras.
Para el brigada el asunto terminó más o menos veinte minutos después, cuando llegaron los de Palma con el comandante al frente. Entonces se cumplió al fin su pronóstico y fue estratégicamente situado en la valla del chalet junto a Satrústegui y otros cuatro de sus siete subordinados. Mientras esperaban al forense habían venido los dos que andaban patrullando cerca de la playa y hacía un par de minutos los dos que estaban libres en la casa-cuartel. Los dos restantes habían quedado en el puesto de retén. Ante el chalet había unas cuarenta o cincuenta personas, niños en su mayoría. Uno de los dos recién llegados, un guardia sonrosado de unos veintitrés años, exclamaba:
– Una tía desnuda con un par de balazos. Como en Los Ángeles. Qué pasada para este muermo de sitio.
– Cállate de una vez, Barreiro -bramó Perelló-, y agarra a ese niño. A ver cuándo te enteras de que eso verde que te han dejado que te pongas encima es un uniforme de verdad, gilipollas.
Y en voz más baja, masculló para sí y en parte para Satrústegui:
– Mejor me habría venido que ése se hubiera hecho narcotraficante, como todos sus paisanos. Al menos podría dispararle.
Perelló había nacido en un pueblo de la comarca en el que había vivido su familia hasta donde alcanzaba la memoria, pero cuando alguno de sus propios paisanos le exasperaba, lo que en honor a la verdad no pasaba mucho, tampoco tenía ningún empacho en aludir a todos indiscriminadamente. Eran, sin más, estos payeses de mierda.
El grupo que había venido de Palma estuvo en la casa cerca de una hora. Primero salieron los especialistas con sus equipos, después el forense y el secretario y por último el comandante, la juez y Estrada. El capitán aparecía empequeñecido al lado de su superior y la juez tenía el aspecto de quien hubiera estado doce horas viajando cabeza abajo en una montaña rusa. El comandante, un hombre bronceado y atlético, traía un gesto profundamente malhumorado. Aunque en términos generales Perelló le consideraba un fantoche, le reconocía un dominio del oficio bastante superior al que tenía Estrada. No era la primera vez que le veía aquel gesto y barruntó que algo de lo que había hecho o dicho el capitán le había sacado de sus casillas. Incluso sospechó de qué se trataba. Todas sus sospechas se confirmaron cuando antes de subir al coche el comandante le espetó a la juez:
– La próxima vez no tenga tanta prisa, si quiere que averigüemos algo. Y si le da asco se toma una manzanilla.
– No le tolero que me hable así -se defendió la juez, nerviosa. Estrada tragaba saliva a tal velocidad que parecía que iba a atragantarse.