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– Están las fotos. Y el informe dice que la examinó el forense.

– Las fotos son insuficientes. Las hizo Perelló, que no tiene experiencia en estas cosas. Y lo que vio el forense lo habría podido ver mi abuela. El otro de quien tiene que cuidarse, y éste sí que es peligroso, es el capitán Estrada. No se relacione nunca con él, trate sólo con Perelló. Estrada es una desgracia, un imbécil que me he tenido que comer yo porque no debía haber nadie más en el Cuerpo a quien dar por culo. Si le molesta me avisa inmediatamente. No tiene ninguna autoridad en el caso, y me he ocupado de dejárselo bien claro, pero no me extrañaría que no hubiera entendido.

– A sus órdenes, mi comandante.

Zaplana se me quedó mirando. Me esforcé por adivinar lo que le pasaba por la cabeza, sin resultado alguno.

– Oiga, Bevilacqua -me soltó al fin-, ¿cómo demonio es que se llama Bevilacqua? Si no es indiscreción.

Rara vez había tropezado con alguien que fuera capaz de pronunciar dos veces mi apellido con relativa solvencia en un intervalo de dos segundos. Pero al comandante le coloqué lo mismo que a todo el mundo, una historia corta y no exactamente cierta, cuya principal virtud es desanimar al curioso a seguir preguntando:

– Mi padre era uruguayo. Nos abandonó cuando yo tenía año y medio.

Zaplana alzó las cejas.

– Ah. Lo lamento.

– No se preocupe.

– Bueno, una última cosa. -Cambió de asunto, con cierto embarazo-. ¿Qué tal es la niña?

– ¿Chamorro? La número dos de su promoción. Su padre es coronel de Infantería de Marina -agregué este detalle en la certeza de que a Zaplana no le dejaría indiferente-. Puede confiar en ella. Lo hará bien.

– Me parecía demasiado joven. En confianza, esto de ponerle uniforme a las mujeres no me acaba de convencer. Aquí hay una a la que se le marcan las bragas debajo del pantalón. Me tiene a toda la tropa perturbada y me apostaría una mano a que la tía disfruta con eso. Claro que no hay que tener prejuicios. Si dice que ésta vale será así. También me imagino que a Madrid les mandan a las mejores. Buena suerte, sargento.

– Gracias, mi comandante.

Me reuní con Chamorro. Mientras bajábamos hacia el coche, traté de ayudarla a relajarse:

– La próxima vez no estés tan callada, mujer. Es un comandante, no un ogro. ¿No tenías ninguna duda?

– No consideré que debiera hablar, mi sargento.

– ¿Qué opinas? Ahora puedes hablar con libertad.

Mi subordinada me miró, se sonrojó y a pesar de todo osó revelar lo que andaba pensando:

– Creo que no lo hizo la sospechosa.

– Vaya. Eso es sorprendente. ¿Y por qué lo crees?

– La víctima medía uno ochenta y cinco y pesaba casi setenta kilos. La sospechosa, de acuerdo con la descripción, no mide arriba de uno sesenta y cinco, y tiene casi sesenta años. A la víctima la arrastraron y colgaron cuando ya estaba muerta. Por las habitaciones en las que se encontraron rastros de sangre, fue arrastrada no menos de veinte metros. He estado pensando todo esto mientras usted hablaba con el comandante. Cuando lo leí no dudaba que la sospechosa la hubiera matado y no me llamó la atención. Pero ahora que parece haber otras posibilidades, lo que empieza a resultarme difícil es que pueda haberlo hecho esa mujer.

– No sabemos lo fuerte que es ni su estado de salud. Te pasmarían las proezas físicas que pueden realizarse en una situación apurada.

– A pesar de todo, mi sargento.

– Está bien. Supongamos que no lo hizo Regina. Lo hizo otro, a quien en principio le debe convenir que nosotros pensemos que fue Regina. Uno: ¿por qué colgó el cadáver, lo que, como bien acabas de exponer, puede movernos a dudar de que nuestra sospechosa sea la autora? Dos: ¿por qué se ha esfumado Regina?

Chamorro caviló empeñosamente. Pronto comprobé que ésa era la forma en que cavilaba siempre.

– Si ese otro actuó en connivencia con Regina, ella pudo pedirle que hiciera algo que la excluyera.

– Claro, como matarla con una pistola llena de sus huellas dactilares.

Chamorro buscó una salida:

– Hay que tener en cuenta que la sospechosa no ha aparecido. A lo mejor no es por su voluntad.

– Insinúas que pueda estar muerta o secuestrada. Las dos cosas me parecen improbables. Si estuviera muerta habría aparecido colgada con Eva. Y los secuestradores no matan tan expeditivamente como mataron a la austríaca.

Chamorro se rindió:

– Supongo que es demasiado pronto para querer ir tan lejos.

– No, Chamorro. Está bien que trates de llegar al final en cada momento, y el intento es válido. A mí tampoco me encaja que Regina colgara a nuestra larga y pálida Eva. El caso es que eso es lo único que no me funciona del todo y encuentro maneras más o menos forzadas de solucionarlo. Pero si hay más cosas que no me funcionan a lo mejor me va costando más resolverlas. En ese caso tendremos que darle un disgusto a nuestros dos comandantes. Por ahora, haremos caso del consejo de Zaplana. Reza por que podamos endosárselo pronto y sin mucho esfuerzo a Regina Bolzano.

– ¿Ha cambiado de opinión, mi sargento?

– Te digo que reces por eso. El sexto sentido con el que siempre me huelo la desgracia me dice que ya podemos irnos preparando. Me temo que Eva Heydrich era una de esas personas que tienen el don precioso de hundirlo todo a su alrededor.

Capítulo 4 LA MATÓ CUALQUIERA

Perelló era un hombre sanguíneo, de cabello menguado y peinado hacia atrás, con esa gravedad de ademanes que distingue a los hombres de una pieza. Ahora casi no hay hombres de una pieza y es probable que dentro de no mucho se pierda la memoria de sus ademanes graves. Es la forma en que alzan la mano, ya sea para ponerse la gorra, tomarse un tinto o despedir a sus nietos reprimiendo una lágrima. Si el mundo estuviera en manos de hombres como Perelló, sería difícil que los niños murieran de hambre y los hijos de perra estuvieran morenos y confiados

– A sus órdenes, mi brigada. Se presentan el sargento Bevilacqua y la guardia segunda Chamorro.

– ¿El sargento qué?

– Bevilacqua. Es italiano. Si le cuesta, todo el mundo dice Vila, para hacerlo más fácil.

– ¿Eres italiano?

– Yo no. Un bisabuelo, creo.

Perelló había salido del cuartillo del comandante de puesto a recibirnos. En la entrada nos había identificado el guardia Barreiro. Conocía a Chamorro de la academia de guardias. También estaba Satrústegui, que resultó más taciturno. Casi imperceptiblemente, Perelló me sugirió con un gesto que habláramos él y yo a solas. En condiciones normales habría preferido que mi ayudante no dejara de recibir ninguna información que yo recibiera, pero en aquella circunstancia y con aquella ayudante la sugerencia de Perelló me pareció oportuna y la seguí sin protestar. Chamorro se quedó charlando con Barreiro y yo acompañé a Perelló dentro de su cubil. Lo presidía una foto muy descolorida del rey. En todo el cuarto no había un solo objeto personal.

– Siéntate, por favor. Si no te importa te tuteo, sargento. Y si te da la gana me tuteas a mí también. Los dos somos suboficiales, o sea, la columna vertebral del Ejército. ¿Nunca has pensado dónde acaba la columna vertebral?

– Sí, mi brigada.

– Pues eso. A nosotros nos toca sacar la mierda, así que no vamos a andarnos con pamplinas. ¿De qué conoce esa chica a Barreiro?

– Resulta que es de la misma promoción. Estarán contándose batallas.

– Ojo con Barreiro. Es un tarado. ¿Te fías de tu ayudante?

– A ti te digo la verdad, mi brigada. Tiene muy poca experiencia. No es nada torpe, sino todo lo contrario, y tampoco le falta voluntad, pero viene contra mi criterio.

– Pues estamos listos.

– Intentaré que aprenda deprisa. Perelló se encogió de hombros.

– Desde que empezó este baile sólo recibo presiones. A Zaplana alguien le ha puesto histérico y a Estrada, mi capitán y superior directo, no le cabe una paja por el conducto.

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