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Esa noche acerqué a Andrea al mismo borde, y yo mismo me acerqué al filo del precipicio en el que dejaba de ser un poli con un caso entre manos para convertirme en un lobo hambriento.

– Llévame fuera de aquí -pidió ella.

Busqué a Chamorro. Había vuelto a la pista con Enzo. Bailaba con alegría, deshaciéndose de su envaramiento de antaño. Enzo la apoyaba devotamente.

– No puedo llevarte fuera. No esta noche -lamenté.

– ¿Por ella?

– No le gustas. Se le han metido ideas raras en la cabeza.

– ¿Qué ideas?

– Enzo le ha contado que estuviste con la chica a la que mataron. Entre eso y cómo te has portado con ella, creo que te ha cogido miedo.

Los ojos grises de Andrea se congelaron durante un segundo.

– ¿Eso le ha contado Enzo?

– La primera noche, cuando estaba tan borracho.

– Ese imbécil -murmuró Andrea, con odio.

– ¿Es verdad que estuviste con ella? No mientas -le exigí-. Tú decides. Si mientes me largo y me pierdo para siempre.

Andrea relajó el gesto.

– Cómo voy a mentirte -protestó-. Sabes que estuve. Te he hablado de ella, sin mencionar su nombre. ¿No lo adivinaste?

– Sí.

– ¿Y ahora qué?

– No sé -me encogí de hombros-. Yo no te tengo miedo. Podemos ver la forma de burlar a María. No quiero que sufra.

La italiana me escrutó perversamente.

– ¿No vas a preguntarme?

– Qué.

– Qué hubo entre las dos, durante cuánto tiempo, cualquier otra cosa; si la maté o conozco a quien lo hizo.

– Responde tú si te place, pero yo no pregunto. No quiero complicarme. Acuérdate. Es mi último verano.

– La quise; aunque fue tan triste y tan corto, más que a nadie a quien haya querido nunca -proclamó, con orgullo, no para mí, sino para sí o para alguien diferente-. Desde que la conocí. Ella también me quiso. Estoy segura, aunque le gustó tanto hacerme daño. No digo que siempre me quisiera. Digo que le he limpiado las lágrimas y la he sentido temblar como una niña. Dudo que nadie más pueda decirlo. No la maté, ni podría respirar el mismo aire que respira el hijo de perra que lo hizo. Se ha ido y no la lloro, porque ella no me habría llorado. Me quedan tres días en esta isla y luego el invierno. No me esquives, Luigi. No puedo sentir por ti lo que por ella, pero ahora soy demasiado débil para soportar que me esquive nadie.

Capítulo 15 UN EXCESO DE CONFIANZA

El día siguiente Chamorro y yo nos levantamos pasadas las dos y media, después de un sueño por fin largo y reparador. Comimos en el puerto deportivo y no fuimos a la playa. La tarde la pasamos en casa, Chamorro leyendo y yo organizando mis ideas del único modo en que consigo hacerlo con rigor: decorando figuras de plomo. Nunca viajo sin mi estuche de pinturas y pinceles y una o dos piezas. Ocupan en la maleta poco más que una máquina de afeitar y resultan mucho más útiles. Aquella tarde me dediqué a una pieza especialmente interesante: un fusilero español de la Guerra de Cuba, con su uniforme-pijama a rayas, un reto endiablado para el más fino de mis pinceles y para mi pulso, del que podría jactarme si no lo impidiera la urbanidad. El fusilero no era español por elección patriótica. Mis principios me impedirían dedicarme a un arcabucero de la batalla de San Quintín, aunque no a un marinero de la Armada Invencible. El requisito inexcusable para que yo acepte una figura de plomo es que no represente a un miembro de un ejército victorioso. Cuando el arte se pone al servicio de la victoria se convierte en una obscenidad.

El libro que leía Chamorro, y me fijé por la misma razón por la que hablo de las figuras, esto es, porque lo que uno carga en la maleta y no es ropa suele denotar su sustancia, pertenecía a una de esas colecciones que reúnen escritores premiados con el Nobel. Cuando reparé en el título, comprendí lo que había detrás del intenso fruncimiento de su entrecejo: era Absalón, Absalón. Colegí, acaso con injusticia, que los turbulentos avatares de la demoniaca familia Sutpen no se compadecían fácilmente con un carácter como el de Chamorro, partidaria, entre otras armonías, del frío orden celeste. En cualquier caso, ello sólo acrecentaba el mérito que debía atribuirse a su abnegada lectura.

A eso de las nueve, cogí el coche y me dirigí al pueblo. Desde el restaurante donde habíamos comido había llamado a Perelló por teléfono y habíamos quedado citados en el puesto a las nueve y media. Allí me esperaba con Satrústegui, Barreiro y Quintero, el cordobés propenso a la brutalidad policial. Los detalles, sin embargo, los ajustamos el brigada y yo a solas. Perelló no opuso ninguna objeción a mi plan. Yo tenía la confianza de nuestros superiores y la cruz de esa moneda era que yo correría con toda la responsabilidad de un error. Cualquier reparo por su parte habría sido una demostración innecesaria de la que no tuvo ningún inconveniente en prescindir. Sólo me dijo, cuando le hube explicado todo:

– Hay una posibilidad que debe preverse. No es por corregirte -se apresuró a señalar.

– Por favor, mi brigada. Tú estás al mando.

– Podría ser que no se dejaran provocar.

– Podría ser. Seguro no puede estarse nunca.

– ¿Y entonces?

– Entonces hay que cogerlos de todas formas. Aunque los tengamos que soltar mañana y haya que buscar una manera de justificarlo. Lo que quiero es que sientan el aliento en la nuca y que se equivoquen. El orden en que esas dos cosas pasen es lo de menos.

– No sé -dudó Perelló-. Si no dan el paso en falso va a costar explicárselo al comandante. Podría pensar que has olvidado las prioridades y que vuelves a las andadas. A ti te toca valorar el peligro.

– Ya inventaré algo. Por ahora tengo un buen presentimiento.

El brigada asintió y se quedó contemplando el retrato del rey como si fuera la primera vez que lo tenía ante sí.

– Es raro el poco cuidado que te tomas por ti mismo -juzgó-. Sin saber por dónde pueden salir, pones la cara y te la juegas.

– Cuento contigo, mi brigada. Salto porque abajo hay red y la red eres tú. Con otro no se me ocurriría así de tranquilamente.

Perelló no reaccionaba en modo alguno ante los cumplidos. Se ausentaba, como si no se tratara de él. Cuando volví al chalet, Chamorro ya estaba arreglándose. Había elegido de nuevo el vestido ceñido, o sea, el de su segunda noche con Lucas. Repasamos por última vez el horario previsto. Antes de dejarla ir, la animé:

– Suerte, Virginia. Hazlo sólo como hasta ahora.

Acaricié su cabeza, y juro que fue un acto limpio. Sentía la necesidad de transmitirle con el contacto físico mi apoyo. No me pareció que lo tomase a mal. Después ella se fue y yo me dispuse a cumplir con mi parte. Si todo iba bien, tres horas después nos encontraríamos en Abracadabra, para prenderle fuego no a uno sino a una ristra de petardos y procurar que no nos explotaran entre los dedos. A la hora estipulada la noche anterior, Candela no estaba en la esquina que habíamos acordado, pero tampoco había abandonado el restaurante. Monté guardia cerca de él durante unos veinte minutos, que fue lo que tardó en aparecer. Venía bastante arreglada y me permití no dudar acerca de mis posibilidades. La seguí con el coche, sin que se percatara, hasta el sitio donde nos habíamos citado. Cuando llegó allí y no me vio, tan sólo meneó la cabeza y prosiguió su camino. Entonces salí a su encuentro. Tan pronto como oyó que el coche se aproximaba a ella, se detuvo.

– Ya creía que te habrías rendido -dijo.

– No me rindo tan fácil -respondí, aguantándole la mueca escéptica.

– Estoy aquí y me he puesto guapa, casi todo lo guapa que puedo. ¿Qué vas a hacer para recompensarme?

– ¿Quieres ir a cenar? ¿O ya has cenado?

– Nunca ceno en el restaurante. Veo de dónde traen los ingredientes y cómo los mezclan. Si conoces algún lugar decente, me dejo invitar.

– Di tú dónde vamos, y yo te llevo.

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