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El brigada tomó un sorbo de su copa. Lo hacía aproximadamente a intervalos de quince minutos y saboreaba el coñac, también nacional, por supuesto, como si fuera uno francés de quince años.

– Da la impresión de que la culpas -dijo.

– El de la culpa es un problema espinoso. Supongo que no hay nada que nos suceda que no hayamos merecido un poco. Piense en Eva. Podría haber prescindido de Raúl. Juraría que ni siquiera se divirtió con él. Ahora estaría viva y a lo mejor con alguien que sí la divirtiera. Pero por otra parte no hay nada que uno pueda evitar completamente. Eva no hizo nada para ganarse el odio de Enzo, o no lo hizo conscientemente. Y Enzo fue al final el ejecutor de su destino.

– Después de oírlo todo, Vila -juzgó Perelló-, entiendo menos que antes que te tortures. Era un acertijo endemoniado. Sólo hay un par de casualidades, pero sin ellas no había cristiano que pudiera descifrarlo. La pista de Lucas y la suiza era la que habría seguido cualquiera. Sobre todo después de cómo reaccionaron cuando los cogimos.

– ¿Y cómo iban a reaccionar? Les acusaban exactamente de lo que habían planeado, hacía días que habían roto cualquier contacto y no podían saber qué había confesado ni, sobre todo, qué había hecho el otro. Quizá Lucas perdió indebidamente los estribos cuando vio a Candela sentada en la misma mesa que Andrea en Abracadabra. Pero tampoco es inexplicable. Cuando se enteraron de la muerte de Eva, comprendieron, o mejor dicho, lo comprendió Lucas, que debían extremar el cuidado en esconder las relaciones que habían mantenido con la víctima. Candela cumplió menos, pero él sólo tuvo dos descuidos, que yo sepa: ser demasiado locuaz con Xesc y consentir en acompañar a Chamorro al puerto deportivo y a Abracadabra. Lo primero tampoco me consta que fuera un desliz demasiado grave. No estoy seguro de que la confidencia no se la hiciera antes de que Eva muriera, y aunque en ese caso, y a la vista de sus negocios con Regina, también le habría valido más morderse la lengua, no era lo mismo que con un cadáver encima de la mesa. Fue la rabia por el segundo fallo, avivada por el hecho de ver allí a Candela, lo que le desarboló. Andrea era testigo de su trato con Eva. Qué pudiera hacer o suponer la italiana, lo ignoraba, pero eso ya era demasiado. Creo que si no hubiera sido por esa circunstancia nunca me habría golpeado, ni aun después de provocarle. Es más, creo que no me habría dado ni siquiera la ocasión de que le provocara.

– ¿Y la suiza?

– Su conducta fue relativamente lógica. Qué ganaba con llamar a la policía y asistir a las investigaciones. Había tratado con un matón local para procurar ese mismo desenlace y no le constaba quién había disparado contra Eva. Podía haber sido el mismo Lucas, que había sucumbido sentimentalmente ante la muerta, pero lo último que podía hacer era acusarle a él, porque tarde o temprano saldría lo de sus maquinaciones y eso era tanto como atarse una piedra al pescuezo. Podía intuir que el asesino, Lucas u otro, era el mismo que la había dejado sin sentido y le había robado la pistola, pero no le había visto. Sólo había visto a dos personas a las que no conocía y a las que no podía identificar bien. Estaba en una situación tan precaria que cuando la pillamos y se vio obligada a construir alguna historia se metió en un túnel cegado. Sólo pudo barajar un trozo inofensivo de la verdad con todas las mentiras que hacían falta para ocultar sus relaciones con el padre de Eva y con el legionario. Bastante hizo con mantener la serenidad y no traicionarse de forma demasiado ostensible. Así y todo, hay que admitir que tuvo un rasgo de genialidad: disparó al aire cuando le hablé de Andrea, y ni ella ni yo nos enteramos de que había dado en el blanco.

– Desde luego, esa mujer no es lo que cualquiera habría pensado cuando esto pasaba por ser el arrebato de una amante despechada -evocó Perelló-. A pesar de todo, si se me pide opinión, sigo creyendo que el padre de la chica no anduvo muy listo utilizándola como agente.

– No he visto a Klaus Heydrich. Si tengo que atenerme a lo que Regina confesó, tampoco lo organizó mal. Vino a cerciorarse personalmente de que todo estaría en manos solventes. Le dio el contacto y urdió algo que debería recomendar cualquier manual de técnica criminal: hacer el trabajo lejos de donde radicaba el interés que lo exigía. Regina estuvo a la altura hasta que tuvo que asumir un papel que no se le había encomendado y para el que no estaba preparada. Hasta ahí, sirvió a los propósitos del austríaco, posiblemente contra su más íntimo deseo. Si el asesinato se hubiera producido tal y como había sido diseñado, estoy convencido de que Regina habría aparecido como una competente mujer destrozada ajena a todo, y habría salido del país sin dificultades. Quizá el mismo Zaplana, tragándose su antipatía por la vida irregular de la suiza, la habría acompañado a la escalerilla del avión y le habría expresado su condolencia y su pesar por no tener todavía una pista fiable de quién era el responsable del trágico suceso. Y mientras tanto, Klaus tan ancho en Viena, heredando.

– Así ha salido, al final -señaló Perelló, con sorna.

– Pues puede que sí. Aunque no hay duda de que cabe imputarle una conspiración para el asesinato. Si al final no fue esta conspiración la que acabó con su hija, no fue desde luego porque él desistiera. Sí desistieron Lucas y Regina, y eso les salvará el pellejo. Pero Klaus no.

– Y salvará el pellejo igual -pronosticó el brigada.

– No apostaré. Con una frontera de por medio, por mucha Unión Europea que haya, y habiendo caído quien en definitiva lo hizo, nada me parece más improbable que verle ante un tribunal. Si la Historia es el registro de antecedentes penales de los criminales que quedaron impunes, como dijo no sé quién, el bueno de Klaus ha pasado a la Historia. Por mucho que uno quiera engañarse, el mundo no es de los que se lo sudan, sino de los que gozan del favor de la ruleta.

Acompañé al brigada hasta su casa. Él no llevaba en el estómago más que su ceremonioso coñac, pero yo notaba en las profundidades del pecho el redoble debido a una cantidad inmoderada de agua de fuego. Antes de separarnos, Perelló, sin censurarme, hizo no obstante la comprobación que su talante riguroso le dictaba que tenía que hacer:

– ¿Podrás subirte al coche y llegar a Palma? Si no, te ofrezco una cama.

– Ya me he beneficiado demasiado de tu amabilidad, mi brigada. Iré despacio. Espero que la próxima vez que maten a alguien por aquí no te hayas jubilado.

– Yo espero jubilarme antes. No comprendo bien a la gente que hay ahora. La verdad es que no te arriendo la ganancia, sargento. Cuídate.

A la luz de la farola brillaban la frente ancha y los cabellos muy estirados hacia atrás. Lo dejé allí, despidiéndome con el continente suave y rotundo, ya para siempre irrecuperable, de los hombres de una pieza.

Capítulo 20 EL LEJANO PAÍS DE LOS ESTANQUES

Llegué a Palma bastante más despejado de lo que había salido del pueblo. Contribuyó el aire que entraba por la ventanilla del coche, que con aquel cambio de tiempo que anticipaba la cercanía del otoño era fresco y tonificante. En la comandancia, Chamorro me aguardaba con impaciencia.

– Temía que hubieras tenido un accidente -me regañó.

– Te agradezco la preocupación. Estaba rematando un fleco moral. Nada a lo que deba atribuirse ninguna importancia, en los tiempos que corren. ¿Hay alguna novedad?

– El juez ha tomado declaración a todos. Confirman la versión de la juez, sin apenas variaciones. Mañana tomarán medidas. La juez saldrá con fianza, y puede que Andrea también, aunque en ese caso le retirarán el pasaporte.

– ¿Y los otros?

– ¿Quiénes? ¿Enzo y Raúl?

– No. Regina y la pareja.

– Los pondrán en libertad mañana. Y si se comprometen a colaborar y no enredar, seguramente sin cargos.

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