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Por mi parte, malgasté un buen pedazo del resto de la mañana haciéndome baldar en un partido de voley-playa, en el que coincidí con cuatro o cinco tipos que habían visto a Eva y que me describieron con fervor aspectos de su anatomía que el forense no recordaría con mayor lujo de detalles. Ninguno había pasado del onanismo visual pude y debí archivar sus testimonios sin más trámite.

Cuando íbamos hacia el restaurante, después de que yo le hiciera un resumen de mis pesquisas, Chamorro me sondeó:

– ¿A ti te parece que era tan irresistible?

– No sé. Sólo la he visto muerta.

– Bueno, aun así.

No sabía qué perseguía Chamorro y tendría que haberme callado, pero no lo hice.

– Era guapa, muy guapa -confesé-. Pero tenía algo que pone los pelos de punta. En las fotos creí que era el que estuviese muerta, los dos balazos o el abandono del cuerpo. Puede que no fuera nada de eso.

Capítulo 6 MEJOR LAS ESTRELLAS

El mejor restaurante de la urbanización, que resultaba ser también el único, no ofrecía una excesiva variedad en su grasienta carta. Los precios se sujetaban con dificultad en la cima de unas montañitas de líquido corrector blanco que atestiguaban el veloz avance de la inflación, y bajo cuyos diferentes estratos aún se atisbaba el rastro de cifras paulatinamente inferiores y ya felizmente olvidadas por el propietario. Yo pedí gazpacho y algo de pescado y Chamorro sólo un segundo plato, chuletitas de cordero o alguna otra gollería, porque recuerdo que no me encajó con su supuesto ascetismo.

Comoquiera que debimos aguardar cuarenta y cinco minutos antes de que mi gazpacho, sin duda un prolijo destilado de múltiples esencias, aterrizara sobre la mesa, tuvimos cierto tiempo para saborear los aperitivos. En nuestras inmediaciones sólo había ingleses, y es de sobra sabido que los ingleses tienen de tal forma atrofiado el cerebro y el aparato fonador que son incapaces de hablar y entender otra lengua que no sea la suya. Así que nos expresamos con toda libertad, sin cuidarnos más que de las esporádicas apariciones de los camareros.

– Parece que de esa playa no sacaremos en claro mucho más de lo que hemos sacado esta mañana -aposté.

– Si no lo he calculado mal, entre el último día que Eva fue a esa playa y el de su muerte hubo exactamente una semana -precisó Chamorro-. Mucho tiempo para ella.

– Y entre la pelea con Regina y el presunto asesinato por celos, diez días. Mucho tiempo para estarlo pensando. Porque esa pelea nos ha permitido descubrir que ya diez días antes de que Eva fuera eliminada, y justo al poco de llegar, sus relaciones no eran un lecho de rosas. ¿Tan corto fue el hechizo? No parece que haya habido mucho hechizo nunca, al menos por un lado. Y aún me atrevo a suponer más.

– Qué.

– Los problemas los arrastraban de antes. De antes de que Eva viniera a la isla. No ligó con Regina en Abracadabra: la conocía de por ahí, de Italia o de Austria o de Suiza, y vino a verla. A lo mejor con el propósito preconcebido de humillarla, quizá sólo por aburrimiento, si la Heydrich era como parece. Y si no se trataba de la primera humillación, que me lo creería por la forma en que Regina tragaba, qué puede hacernos pensar que esta vez la respuesta fue la que no había sido en otras ocasiones.

– No sé. Pudo ser la gota que colmó el vaso.

– Puede. Pero también puede, y lo mismo puede más, que Regina tuviera un vaso demasiado grande para colmarlo. Le pega. Cuando un joven o una joven rinden a un viejo o a una vieja se enteran pronto de que pueden apretar hasta que se cansen. A ellos les queda tiempo para rehacer el quiosco en otra parte. Al viejo o a la vieja, no.

– O sea que estamos como al principio -resumió Chamorro.

– Si pasan muchos días y seguimos estando como al principio, pero cada vez con más piezas encima de la mesa, es buena señal. Cuando las montemos fallaremos menos.

– No tenemos mucho tiempo.

– Tenemos suficiente. Y el día todavía no ha acabado. Imagino que avanzaremos más esta noche.

– ¿Y mientras tanto?

– Mientras tanto, comemos, vemos qué saben los camareros de aquí y nos echamos una siestecita. Esta noche hay que estar con la cabeza fresca. Así que aprovecha para relajarte. No se llega antes ni más lejos por estar todo el rato con los dientes apretados.

Chamorro asintió en silencio. Cuando se le ordenaba algo que chocaba con su escrupulosa visión de las cosas, se le notaba demasiado. En tales circunstancias asumía su deber de obediencia como una penitencia que el Altísimo le imponía en el ejercicio de sus célebres designios inescrutables.

– Ya llevamos doce horas juntos y todavía no hemos hecho más que hablar del trabajo -dije, por intentar ablandarla-. Si estamos muchos días así vamos a acabar para que nos internen. Hay que concederse alguna válvula de escape. ¿No crees?

Chamorro meditó antes de hablar, porque aquél era un terreno en el que la precaria seguridad que había ido construyéndose para manejarse en cuestiones oficiales podía desfallecer.

– Cada uno tiene su manera -repuso, enigmática.

– ¿Y cuál es la tuya, Chamorro?

– Estudio.

– ¿Se puede saber qué? -pregunté, dando por sentado que sería el temario para ingresar en el curso de ascenso a sargento, o quizá incluso en la academia de oficiales, si es que no había renunciado.

– Matemáticas.

– Vaya. ¿Te gustan los números?

– Me gustan las estrellas -reveló, sonrojándose-. Desde pequeña. Astronomía es una especialidad de Matemáticas. La gente no suele saberlo.

– ¿De veras? Nunca pensé que tuviera que ver.

– Tiene mucho que ver.

Chamorro no descendió a explicarme qué era lo que tenía que ver, y me habría ayudado, porque estaba atónito. No porque Chamorro abrigara inquietudes o porque fuera universitaria. Hace veinte años habría podido extrañar que un guardia fuera universitario. Pero yo soy universitario, y como yo varias decenas de miles de muertos de hambre que se encuentran en mala posición para desdeñar el sueldo magro pero digno que el Cuerpo paga a sus sufridos miembros. Lo que me costaba imaginar era a Chamorro asomada a la ventana de su piso identificando constelaciones.

– ¿Y qué harás cuando termines?

– Todavía tardaré bastante tiempo. No puedo ir regularmente a clase.

– Tarde o temprano, terminarás.

– Ya veré entonces. Colgaré el título en la pared y me regalaré un telescopio decente, si he podido ahorrar.

– ¿Nada más?

– Lo hago porque me gusta. Es muy difícil trabajar como astrónomo. -Y con un deje de algo que podía ser despecho, agregó-: En realidad es difícil trabajar en lo que una quiere.

– ¿No te gusta ser guardia?

Chamorro sonrió.

– Si dijera que era lo que estaba soñando toda mi vida te reirías.

– No te pregunto si lo soñabas, sino si te gusta.

– Me gusta la vida militar. Eso ya lo sabes, porque si no lo sabes es que eres el primero que me encuentro en la Unidad que no está al corriente de que me suspendieron en la academia de oficiales. En las academias, para ser más exactos. Ser guardia era una forma de ser militar. Y sobre todo, de no quedarme en casa llorando por no haber podido sacar nada.

– Todavía puedes hacer carrera. Preséntate para suboficial. Lo tendrías chupado. Eres despierta y disciplinada. Ya es más de lo que era yo. Y luego te haces oficial. Es una forma de llegar a donde quieres, aunque sea por el camino largo.

– Ya se me ha ocurrido. Y a lo mejor lo hago algún día. Pero ahora que ya me gano la vida quiero pararme a pensar sobre mi futuro. Para eso me inspiran mejor las estrellas. Y a ti, ¿te gusta ser lo que eres?

Semejante reacción de Chamorro, que entrañaba a la vez una súbita confianza conmigo y una defensa intrépida frente a mi indiscreto interrogatorio, me cogió desprevenido. La verdad era que me situaba en una incómoda disyuntiva, porque si quería mantener la distancia, o sea, la autoridad, tenía que esforzarme por construir el maldito discurso hueco que en aquel momento, y en todos los demás momentos, tan lejano quedaba de mis íntimas apetencias. Si me sinceraba con ella, podía resquebrajarse la imagen mítica del jefe, en la medida en que hubiera sido capaz de representarla ante mi subordinada. Decidí que el fingimiento es el recurso de los cobardes y de los que no tienen fe en sí mismos y opté por lo que también se me antojó más placentero, hablarle con sinceridad.

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