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– Ahora me gusta más que antes -dije-. Yo fui a la facultad antes que a la academia. Al principio esto de los guardias me parecía un mal invento, un refugio para borregos. Llevé bastante mal lo de la instrucción y tener que saltar por encima de una ristra de fusiles con la bayoneta puesta. En confianza, me temí que iba a pasarme el resto de mi existencia rodeado de gilipollas. Lo bueno era que comía y que seguiría comiendo. Durante mis dos heroicos y triunfales años como Licenciado en Psicología en paro hubo alguna noche que me costó juntar para la cena y alguna otra que no junté y me sometí a la vergüenza de acudir a implorar las migas de la mesa materna. Y siempre he preferido poder dármelas de independiente, como cualquiera.

– Vamos, que no estás aquí por vocación.

– Estoy aquí porque una tarde me di cuenta de que tenía veinticinco años y de que o bien tomaba alguna medida o bien me iba a pudrir en un agujero mientras me comía página a página la Psicopatología de la vida cotidiana. Yo nunca he ido a unos ejercicios espirituales y no se me ocurría una imagen peor del infierno, aunque no descarto que las haya. El caso es que compré los temarios y salí a correr todos los días hasta que hice la marca mínima de los cien y la del kilómetro y las flexiones y los saltos de altura y de longitud. Me presenté al examen de ingreso y hasta aquí.

– ¿Y piensas lo mismo que al principio? Sobre los borregos.

– Bien, como te iba contando, ése fue el comienzo. Nada satisfactorio, por más que tener domiciliada una nómina embote un tanto el sentido crítico. Poco a poco, sin embargo, me fui acostumbrando. Hasta que un día me di cuenta de que le había resuelto un problema a un hombre y el hombre me dio las gracias como si de veras me respetara. Entonces recapacité y me dije que a lo mejor setenta mil individuos no eran todos tan infelices como a mí me había parecido y que debajo del uniforme verde había posibilidades. Me entró el entusiasmo, que es algo que te asalta de forma imprevista cuando llevas meses y meses de desesperación, y antes de que pudiera reaccionar me había hecho sargento. Luego empecé a ocuparme de aclarar homicidios. Y ahí fue donde supe que Jung era un aficionado y comprendí que había encontrado mi lugar en el mundo.

– ¿Quién es Jung?

– Ahora nadie. Antes escribía y enseñaba psicoanálisis y otras aproximaciones parciales a la naturaleza humana. Lo que verdaderamente da la medida de alguien, a veces con una simplicidad espantosa, es lo que le lleva a quitarle la vida a otro alguien. -Antes de seguir, me cercioré de que Chamorro no me contemplaba como si yo fuera un alienado; estaba un poco descolocada, pero nada más-. Es una ciencia inagotable, aunque muchas veces dé la sensación de que las historias se repiten. Ninguna historia es igual que otra. Yo he cazado a gente que mató por dinero, por celos, por venganza, hasta por una linde dudosa. Todos y cada uno de ellos me han enseñado algo. Cada uno era un ejemplo diferente de soberbia.

– ¿De soberbia?

– Por supuesto. Todos los homicidas, salvo los involuntarios o preterintencionales, que igual que al Código Penal, a mí me interesan atenuadamente, son soberbios y obran por orgullo. El homicidio es el acto máximo de afirmación de un sujeto sobre otro. Hasta el extremo de impedir que el otro pueda volver a afirmarse no ya ante el homicida, sino ante nada en absoluto. Los caníbales se comían o se comen a sus enemigos vencidos para apropiarse de sus almas. El homicida se apropia de todas las posibilidades de vida que tenía su víctima y en un instante les da el destino que prueba para siempre su poder: destruirlas. Lo increíble es que semejante desmesura esté al alcance de cualquiera. Del tonto del pueblo, del tipo que te vende pañuelos en el semáforo, del desgraciado al que le robaste la novia.

– Yo creo que para matar a otro hay que estar loco juzgó Chamorro, con piadoso horror.

– No se te ocurra volver a decir eso, y menos a un juez o a un asesino. Al juez le estarás condenando al desempleo, ya que podría prescindirse de él en beneficio del psiquiatra. Y al asesino, sencillamente, le estarás insultando. No es infrecuente que el que ha matado pretenda estar loco, porque la cárcel da miedo y también la sociedad y sus tabúes. Pero en su fuero interno, tal vez por debajo de la superficie de su conciencia, disfruta con la supresión de su víctima, y no como un acto de enajenación, sino como un habilidoso triunfo. Hay excepciones, claro, pero no tantas como se suele pensar.

– Tienes una visión terrible.

– Puede ser. Ah, no puedo creerlo.

– Qué.

– El gazpacho.

El camarero dejó ante mí lo que parecía ser un cuenco de gazpacho ordinario, a pesar de su interminable proceso de elaboración. Cuando lo saboreé confirmé mi impresión visual y añado que le sobraba desagradablemente cebolla.

Mientras yo atacaba con resignación la sopa fría, Chamorro formuló un espinoso interrogante, al que debía de haberla arrojado nuestra conversación:

– ¿Por qué lo haces?

– El qué.

– Cazarlos. A los asesinos.

– Por orgullo. Por imponerme yo a ellos -bromeé, o quizá no.

– En serio.

– Soy una parte del juego. Cierro el círculo, ayudo a que resulte grave. Si no hubiera gente que hiciera lo que yo hago, se mataría por simple placer. Y eso es una frivolidad intolerable.

– ¿Nunca has atrapado a nadie que matara por simple placer?

– Sí. Pero coger a esa gente no tiene mérito, porque para eso sí que hay que estar loco y coger a un loco es fácil y desalentador. No digo que no los haya, pero nunca me he tropezado a un psicópata astuto, como los de las películas, sino a un par de pobres chiflados que un mal día agarraron la escopeta. Mi opinión es que ninguna inteligencia criminal es superior a la de un hombre normal y cuerdo que se aplique.

Aunque a los postres tuvimos ocasión de explorar lo que sabían los camareros de Eva Heydrich y Regina Bolzano, no conseguimos nada que merezca ser consignado especialmente. Todos estaban al tanto del crimen, todos conocían de vista a la víctima y a la sospechosa, ninguno había hablado con ninguna de las dos. Por cierto que era curioso que todo el mundo presentaba a Regina Bolzano como sospechosa, aunque no había ninguna versión oficial de los hechos y ni siquiera los diarios, habituales campeones en el arte de dar interpretaciones precipitadas de cualquier acontecimiento, habían planteado semejante hipótesis. Para los habitantes de la urbanización, como para mis superiores, el impulso irrefrenable era explicar lo sucedido con ayuda de lo que conocían, sin detenerse a reflexionar si en lo que desconocían podía haber otras claves más ajustadas.

Lo que parecía evidente es que ni Regina ni Eva se habían rebajado nunca a consumir el reprochable menú de aquel restaurante para turistas de tres al cuarto. Cuando pedí la cuenta, apareció una mujer muy escuálida, una de esas que tienen apenas los huesos forrados con carne, los pómulos muy salientes y a las que les ralea un poco el cabello. Siempre me he preguntado por qué esas mujeres no tienen un cabello abundante y fuerte. Será por falta de alimento, como las plantas que no tienen la suficiente tierra en el tiesto. Como rasgo que la individualizaba, la mujer que nos trajo la nota ostentaba un pecho extraordinariamente profuso, que costaba imaginar cómo se agarraba a su exigua persona. Aparentaba treinta y tantos años.

– Su cuenta -dijo, con una voz tenue.

Saqué la cartera y puse el dinero sobre el plato, con una buena propina. Cuando la mujer escuálida vino a recogerlo, murmuró sin mucho sentimiento:

– Muchas gracias.

– Más vale ser simpático cuando se está de vacaciones. Y sobre todo en esta urbanización -afirmé.

– ¿Cómo? -se volvió la mujer, con desgana.

– Lo hemos leído en el periódico. A los turistas antipáticos les pegan dos tiros y los dejan colgados del techo -dejé escapar la risa más tonta que pude, pero ella no se rió.

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