Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Yo debo saber todavía menos física que tú, sargento, pero parece lógico lo que dices. Creo que sé a dónde vas.

– Si hizo esto, Regina Bolzano es la mujer de sesenta años más fuerte de la Historia y de parte de la Mitología.

– O sea, que no la mató ella -se precipitó, por una vez, Satrústegui.

– No la colgó ella, que es distinto. Pero es cierto que eso, si no refuta, sí debilita la teoría de que fuera la asesina.

A continuación seguimos el rastro de sangre que había quedado por la casa. Las balas habían entrado limpiamente y eso podía justificar que los restos no fueran muy abundantes, pero me extrañó que apenas eran manchas dejadas por roce directo. Estaban en el salón, el comedor, el pasillo y un dormitorio, en el que se había situado el crimen. La cama estaba limpia.

– ¿Qué es lo primero que nos llama la atención en esta habitación? -pregunté a mi ayudante.

Chamorro miró arriba y abajo.

– Muy poca sangre -dijo.

– Eso es una cosa. La otra es que la ventana da justo a uno de los chalets de al lado. El mejor sitio para que dos disparos sin silenciador sean oídos por los vecinos que nada oyeron.

– Ya sabe que había verbena -recordó Perelló, sin mucho empeño.

– Desde luego. Una casualidad propicia. Dejaremos aparte el hecho de que nuestro aficionado fue tan aficionado como para no preocuparse de limpiar una sangre que desmontaba, por si el informe forense no fuera bastante, su intento de hacernos creer que Eva murió colgada de esa cuerda. No es muy escandalosa, pero a nada que se hubiera fijado la habría visto. Eso quiere decir que estaba nervioso y tenía prisa. Tal vez había entrado en la casa de forma no muy ortodoxa.

– ¿Qué quieres decir?

– Digo que esa ventana es muy baja, y que no es raro que en verano esta gente, acostumbrada a la seguridad de sus países, no tenga cuidado en dejar todas las ventanas bien cerradas. Para quien viene sin llave de la puerta, puede ser la forma de entrar.

– ¿Y eso?

– Eso es otro voto en contra de la culpabilidad de Regina Bolzano. Ella tenía llave. Y quiere decir que a Eva no la mataron aquí. La trajeron aquí, y posiblemente no con la intención expresa de cargárselo a Regina, sino de alejar prudentemente el asunto. El número de la cuerda lo hicieron para terminar de liarlo todo.

– Sí, vas muy bien -juzgó Perelló-. Pero falta algo. Las huellas en el revólver. Si la mataron aquí podría encajarse. Si la mataron en otro sitio, es otra canción. ¿Cómo llegó el revólver adonde fuera y volvió con las huellas?

– Aquí no vamos a resolverlo todo. Lo que pasara fuera hay que resolverlo fuera. Por desgracia. Esta casa está resultando muy elocuente.

– Según para quién. Me descubro, sargento. Lástima que todo lo que has encontrado sea lo que no queríamos encontrar. Te auguro una charla desagradable con Zaplana.

Chamorro y Satrústegui permanecían callados. Noté que Chamorro reprimía su admiración y que Satrústegui estaba impresionado. Lo de Satrústegui me resultaba más neutro, pero que Chamorro me admirara me confortaba, sobre todo después de haberme creído, y con algún fundamento, rendido al encanto moreno de una italiana sin pudor. Uno debe tener cuidado al reconocer que otros reconocen su mérito, pero tampoco hay que darse contra toda circunstancia a la modestia. Que después de toda la noche en vela me funcionara la cabeza era algo que a mí mismo me pasmaba.

Mientras andábamos revolviendo en los cajones, de los que he de consignar que no obtuvimos nada en absoluto, la puerta del chalet se abrió. Era Barreiro. Con él venían un capitán, un sargento y otro número. Creo que no había visto tantos uniformes juntos desde el último desfile al que había tenido que asistir.

– Buenos días -tronó el capitán. Perelló se cuadró y Satrústegui hizo lo mismo. Chamorro, que no iba de uniforme sino con unos pantalones y una camiseta, no supo qué hacer, aunque se puso más o menos firme. Yo me limité a incorporarme.

– A sus órdenes, mi capitán -dijo Perelló-. Éstos son el sargento Vila y la guardia segunda Chamorro, de Madrid.

– A sus órdenes -dijimos ambos.

Estrada era uno de esos tipos que lo tienen todo cuadrado y rectilíneo, hasta las circunvoluciones del cerebro. Lo gritaba su cara.

– ¿Cómo va eso? -preguntó.

En cuanto Perelló le hubo explicado algunas vaguedades, a las que no añadí nada, emprendí sin muchas contemplaciones la huida:

– Bien, creo que nos hemos hecho una idea. Más vale que nosotros nos retiremos, antes de que sea más tarde. A sus órdenes, mi capitán.

A Estrada le fastidió que hiciera tan poco homenaje a su rango.

– ¿Tiene prisa, sargento?

Aquella situación era engorrosa, me caía de sueño y sobre todo no me interesaba que a Chamorro y a mí nos vieran los vecinos en medio de una bandada de guardias. Así que dudé pero al final tomé el camino expeditivo:

– Tengo un problema, mi capitán. Estoy tratando de pasar desapercibido, y ésta no es la mejor manera.

– Vaya. ¿Va a decirme lo que tengo que hacer?

Los guardias, Chamorro incluida, contenían el aliento. Perelló alzaba imperceptiblemente la vista hacia el alto techo del salón.

– Jamás, mi capitán. Sólo me preocupo de lo que yo debo hacer.

– No sé si sabe contar estrellas, Vila. Tal vez no les enseñan eso en Madrid. Las que hay aquí -se señaló el hombro- significan que hará lo que yo diga.

– Siento discrepar. Dejando aparte la fórmula del saludo, no estoy a sus órdenes. Adiós, capitán.

– ¿Cómo dices, muchacho?

– Digo que me voy y que mi ayudante se viene conmigo. Y si no le gusta me arresta. La mili es así de fácil, así que no tiene que discutir. Luego se lo explica a mi comandante. A mí me es indiferente. Hago lo que él me manda. Vamos, Chamorro.

Chamorro se deslizó hasta la puerta sin hacer ruido y yo fui tras ella. Estrada quería fulminarme como quizá nunca había querido nada en la vida, pero no se atrevió. Perelló permaneció imperturbable. Cada vez me caía mejor aquel hombre.

Capítulo 10 TAMBIÉN SON DÉBILES

Cuando regresamos a nuestra vivienda, Chamorro seguía anonadada. Aunque su padre fuera coronel y lo viera en zapatillas o sin afeitar, todavía estaba reciente en su memoria el tiempo de academia, en el que alguien con tres estrellas en el hombro es un semidiós, coartada que muchos infelices aprovechan para imponerle al mundo su presencia con una intensidad desproporcionadamente superior a la que su entidad justifica.

– En menudo lío nos hemos metido, mi sargento.

– Hasta que no volvamos a Madrid, soy Luis, o Rubén si estamos solos. Ya sé que ha sido un poco violento, pero no debes dejarte impresionar por el ruido, querida.

– Podemos habernos buscado la ruina. Dará parte.

– No lo creo. Antes que dar parte podía habernos llevado al cuartelillo. El ridículo ya lo ha hecho, y delante de su gente. Por poco seso que tenga no creo que quiera aumentarlo por escrito.

Chamorro no comprendía nada.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– No preguntes tanto y piensa. Al contrario que a ese soldadito de plomo, a ti te pagan por pensar. ¿Te parece que estoy loco?

– Ya no lo sé, con perdón.

– Te aseguro que no lo estoy, o no más que tú. Si he hecho lo que acabo de hacer debe ser porque sé algo que me permite no respetar a ese capitán.

– ¿Y qué es lo que sabes?

– Eso es lo de menos. La moraleja es que no hay que plantarle cara a alguien hasta haberle probado bien la fuerza. Ése ha sido el error de Estrada y mi ventaja. Te aseguro que mientras lo puedo evitar, no hago nada que no me conste que puedo hacer sin consecuencias. Verás, Chamorro, algunas virtudes según el espíritu militar son defectos para un policía. Por nuestra doble condición debemos guardar el equilibrio. En este caso, el equilibrio está en saber que el arrojo casi siempre sobra.

20
{"b":"100520","o":1}