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– ¿Cómo?

Era el momento de desarbolar a Chamorro, o mucho me equivocaba. No creía que se hubiera soltado hasta ese extremo.

– A Andrea se le dilataron las pupilas cuando le chismorreé que no te gustaban los hombres.

– ¿Eso le has dicho?

– Ajá. Por si te interesa, te envidia las piernas, y me ha encarecido que cuando vaya a verla a la playa vengas conmigo.

Chamorro había perdido la chispa.

– Iremos por la tarde -concluí-. Aunque por la noche prefiero que nos ocupemos de Lucas, tampoco conviene que Andrea se enfríe.

A las siete y cuarto en punto, mientras Chamorro y yo intentábamos aclararnos la cabeza con un café cargado, sonó en la puerta de la cocina el golpe de unos nudillos. Era Perelló. Venía descubierto, con el cabello mojado cuidadosamente estirado hacia atrás y pegado al cráneo. Tras él apareció Satrústegui, su hombre de confianza.

– Buenos días, mi brigada. ¿Quieren café?

– Ya he tomado, gracias. Tenéis mala cara. Sobre todo la muchacha. ¿Os habéis estado peleando con alguien?

– No hemos dormido.

Perelló meneó la cabeza.

– Hay que descansar, sargento.

– No hemos tenido más remedio. Eva Heydrich aprovechaba la noche.

– Eso no me entrará en la cabeza nunca. De noche hay que dormir. Velar por gusto, como hacen hoy todos, es una tontería. Ya verán cuando se les ahuyente el sueño, que tarde o temprano siempre acaba pasando.

– Ha merecido la pena.

– Siendo así… Bueno, ¿vamos a ver la casa? No deberíamos terminar tarde.

Perelló me admiraba. Cualquier otro se habría precipitado a interrogarnos. Pero él tenía un deber que cumplir y un plazo en el que cumplirlo y eso se anteponía a todo lo demás. Creo que de todas las personas con las que tuve que trabajar en aquellos días era el único que no sentía una malsana comezón por saber qué era lo que le había sucedido exactamente a Eva Heydrich. Hacía por saberlo porque no tenía más remedio, porque eran ya treinta años de ejecutar órdenes sin discutirlas. Pero no le interesaba.

Había otra cosa singular con Perelló. Supongo que todos los demás, yo incluido, censuramos moralmente en algún momento a Eva o a las personas con las que se había visto envuelta y que fueron apareciendo a lo largo de la investigación. Jamás advertí algo semejante en el brigada. Y sin embargo, estoy convencido de que si hubieran sido otros tiempos y al culpable hubiera habido que darle garrote, sólo él se habría atrevido. Lo habría ajusticiado rápido y se habría santiguado en sufragio de su alma. Terminamos nuestro café y salimos. Nos deslizamos discretamente por la calle y entramos en el jardín. En la puerta del chalet, Satrústegui retiró con cuidado el precinto. Era un hombre meticuloso y taciturno. Se comprendía que Perelló lo distinguiera entre los otros. No abundaban los guardias jóvenes con semejante disposición.

El chalet era muy espacioso, bastante más que el nuestro. Constaba de un enorme salón, un comedor, una cocina bastante despejada y cuatro dormitorios. Había una terraza muy amplia con vista al mar y una azotea también abierta al Mediterráneo. La primera observación era inevitable:

– Una choza un poco grande para una sola persona, ¿no cree, mi brigada?

– Los extranjeros son caprichosos. Si le gustó la vista, no se preocupó de contar las habitaciones.

– ¿En cuánto puede estar el alquiler de una casa así por esta zona? -interrogó Chamorro.

– Es la parte mejor de la urbanización. Ciento cincuenta o doscientas fuera de temporada. En temporada pon el doble y no te quedas corta. Desde luego yo no podría vivir aquí.

– Vamos a donde apareció el cuerpo -pedí.

Era peculiar la marca que se había hecho del cuerpo de Eva. Como en el aire no se puede dibujar, habían marcado con tiza una especie de elipse en el suelo y otra más pequeña en el travesaño del techo. Los puntos más cercanos en los dos planos sólidos entre los que había aparecido suspendida.

El techo del salón subía en V hasta una altura bastante superior a la habitual. Eva Heydrich no había sido colgada del punto más alto, pero aun así había dado para que al sumar a la breve longitud de la cuerda la de sus brazos y su uno ochenta y cinco todavía quedaran cuarenta centímetros para llegar al suelo.

– ¿A qué altura crees que está ese travesaño, Chamorro?

– Algo más de tres metros.

– Eso quiere decir que el que pasó la cuerda por ahí tuvo que lanzarla o subirse a algo muy alto. Una maniobra extraña con un cadáver quemándole las manos. Por más que le doy vueltas no acabo de explicarme este refinamiento de colgarla. Es una pérdida de tiempo inútil, salvo que el que lo hiciera creyera que no íbamos a descubrir que cuando la colgaron Eva ya estaba muerta.

– ¿Y qué pasaría si hubiera sido así?

– Imaginaríamos que hubo tortura, sólo psíquica y lo que pueda doler en las muñecas que te cuelguen, porque no hay otras heridas. Eso sugeriría un maníaco, o bien un crimen con un móvil muy concreto. Averiguar alguna cosa, coaccionar a alguien. A la propia Eva o a otra persona.

– ¿En relación con qué?

– No lo sé, Chamorro. Lo que está más o menos claro es que colgarla es un intento de que parezca algo que no fue. Por ejemplo, la muerte fue por algo prosaico, nada de perversiones como las que quieren hacernos ver. O si te pones en la otra hipótesis, se trata de encubrir que no hubo exactamente un móvil que justificara la muerte. Si la policía busca a un maníaco, o a quienes podían tener un móvil para torturar y matar, el asesino, que en uno y otro caso quedaría fuera del perfil, estaría a salvo.

– No acabo de entenderlo. ¿Qué es eso de que no hubiera un móvil?

– Que a la chica la mataron por accidente, o por error. O lo hicieron porque sí, simplemente -apuntó el brigada.

– ¿Porque sí?

– Sin haberlo pensado antes; porque alguien, en un momento dado, la odió lo suficiente.

– Eso es -confirmé-. No resulta extraño. La mayor parte de los homicidios los cometen personas que no saben que van a matar hasta el preciso instante en el que clavan o aprietan el gatillo. Muchas veces la muerte les es útil para algo, robar, defenderse, vengarse. Pero algunas veces no reporta ninguna utilidad. Eso es una muerte porque sí.

– ¿Y qué deduce de todo eso, mi sargento? -habló Satrústegui, inopinadamente. Al contrario que Perelló, su interés por el crimen era palpable, y su cauto cerebro, por que lo es el de todos los hombres que hablan poco, ya había llegado a alguna conclusión que quería contrastar con mi respuesta.

– Lo que deduzco es que nos hallamos ante una mente criminal muy rudimentaria, un aficionado. Y no sólo por el apresuramiento con que preparó su patraña. Ya que la colgaba podía haberla quemado con un cigarrillo, por ejemplo, si quería hacer creíble lo de la tortura. El caso es que al final se llega a la verdad por las pistas y los hechos, no por las suposiciones. Salvo muy raras excepciones, es más importante el trabajo de averiguar con quién, cuándo y cómo trató la víctima que intentar guiarse a priori por la razón por la que la mataron o las singularidades psicológicas que se le adivinan al malvado que lo hizo. Montar este decorado nunca te salva de las huellas que hayas podido dejar, sólo crea un pequeño embrollo que a un investigador sensato no le costará deshacer cuando tenga lo que importa.

Otro aspecto interesante era la relativa distancia que había, en línea recta sobre el suelo, entre el travesaño al que se había izado a Eva y la puerta a cuyo pomo se había atado la cuerda. Casi seis metros.

– ¿Y esto? ¿Nadie ha pensado en esto, mi brigada?

– En qué.

– La distancia al pomo. No sé demasiada física, pero esto es puro sentido común. Si se sube un cuerpo pesado de la forma en que se subió el cadáver, el esfuerzo aumenta a medida que aumenta la distancia desde la que se ejerce la fuerza sobre el punto de apoyo, es decir, el travesaño. Lo lógico es situarse más o menos debajo, para ayudarse con el propio peso, y no a seis metros. Supongamos que a pesar de todo el cuerpo se sube así y es después, con el cuerpo ya elevado, cuando se va hacia la puerta. A medida que uno se aleja, es necesaria más fuerza para sujetar, porque se pierde la ayuda del propio peso. Y durante un instante, cuando se va a atar la cuerda al pomo, hay que hacer frente a todo el trabajo con una sola mano.

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