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– El que le dio a Regina en la cabeza -proseguí-, no fue otro que Enzo. Se había acercado por detrás y la suiza no había podido oírle porque la arena apagaba el ruido de sus pasos. Traía una barra de hierro del coche, y no dudó en emplearla. El hecho es que también parecía lo más pertinente: que Regina no iba a disparar, sólo lo sabía ella misma. A eso siguió un cierto desorden. Eva corrió a comprobar el estado en que había quedado su anfitriona, la juez y Raúl se quedaron clavados en el sitio, y Andrea y Enzo se inclinaron sobre el cuerpo exánime. El golpe debió de ser fuerte. Regina sangraba y no recobró el conocimiento. Eva se puso nerviosa y le reprochó al italiano su exceso. Andrea terció, intentando apaciguarla. Enzo se encogía de hombros y protestaba asegurando que la próxima vez dejaría que la matasen. La austríaca perdió los estribos y echó a andar sin rumbo. Andrea salió tras ella.

Mientras tanto, Raúl se había acercado y examinaba a la mujer tendida. Sin que nadie lo advirtiera, cogió el revólver. Cuando quisieron percatarse, estaba improvisando torpes malabarismos y apoyándose el cañón en la cabeza. La juez fue quien primero lo vio y dio el aviso. Enzo se quedó quieto y Andrea dudó. Pero Eva estaba menos sosegada. Le insultó y le exigió que cesara en aquella absurda demostración. Raúl debió de sentirse estimulado por aquello. Empezó a fanfarronear, preguntándole a Eva si tenía miedo. Ella le dio la espalda y le gritó que nadie podía tenerle miedo a un colgado baboso. Entonces Raúl decidió hacerse valer. Abrió el tambor del revólver y vació los cartuchos sobre su mano. Como no andaba sobrado de reflejos, esto le llevó algún tiempo, pero por alguna razón, nadie trató de impedírselo. Tiró a la arena todos los cartuchos, menos uno, que volvió a introducir en su alojamiento. Hizo girar el tambor y cerró otra vez el arma. La apoyó en su sien y apretó el gatillo. Todos se quedaron paralizados. No hubo detonación. Eva reclamó que alguien lo desarmara, pero nadie acertó a moverse. Raúl avanzó hacia ella, extendió el brazo y le preguntó si tenía miedo ahora. La austriaca no respondió. El borracho le deseó suerte y apretó el gatillo por segunda vez. Un estampido rasgó la noche y Eva cayó llevándose las manos al cuello. Mientras la herida se retorcía en el suelo, ni la juez ni Andrea dieron en hacer nada. Raúl había dejado caer el arma y abría y cerraba la boca como un retrasado. De pronto, Enzo tomó el control. Tenía el revólver que el otro había soltado en la mano y lo recargaba con los cartuchos que había recogido también de la arena. Apuntó y disparó un solo tiro. Eva Heydrich no se agitó más. Raúl sufrió un ataque de histeria que el italiano abortó de un puñetazo. Ahora, dijo, había que guardar la calma.

– Y se les ocurrió lo de la casa.

– Sí. Principalmente debió ser cosa de Enzo. La juez y Raúl no podían ayudar más que en los aspectos mecánicos. Andrea era más lista y tenía más agallas, pero estaba anulada. Todo había sucedido muy rápido y de un modo inexplicable. Sólo un inconsciente como Enzo podía adaptarse con la velocidad que hacía falta. Los demás obedecieron sus instrucciones y por eso debieron callar después. A fin de cuentas, Raúl no era dueño de sí y no había herido a Eva deliberadamente. No habría salido indemne, pero hasta que Enzo tomó su audaz iniciativa, allí no había habido mucho más que una terrible imprudencia. Quién sabe, el tiro del cuello era malo, pero quizá si la hubieran llevado inmediatamente a un hospital el asunto se habría quedado para Eva en el susto, y a cambio habría sacado una cicatriz de la que hubiera podido presumir.

– Así que consideras que el italiano fue el único asesino.

– Y los demás colaboraron para borrar las huellas. Tampoco demasiado bien. Hicieron desaparecer los casquillos de los dos cartuchos disparados, y otros dos de los no disparados, probablemente los que Enzo había vuelto a meter en el tambor. Pero un turista encontró otro de los cartuchos no utilizados en la arena y peinando esta mañana la playa ha aparecido el sexto. ¿Más fallos? Mientras Enzo impresionaba en el revólver las huellas de la desvanecida Regina Bolzano, alguien habría debido ocuparse de ir a su coche a coger las llaves de la casa. Cuando llegaron al chalet descubrieron que esa diligencia había sido omitida. Imagino que hubo una buena bronca entre aquellos amañadores aficionados, que debió resultar tanto más interesante si se tiene en cuenta el estado de excitación en que lo hicieron todo. Realmente debió sonreírles la fortuna para que ningún vecino advirtiera sus movimientos. Lo que sí borraron a la perfección fueron los rastros de sangre en la arena, y es de notar porque luego en la casa no fueron tan meticulosos y nos permitieron averiguar que Eva no había muerto en el salón. También fue de una gran finura, o cosa de auténtica suerte, calcular que el cadáver sería hallado antes de que la basura, con el revólver dentro, fuera recogida. Porque sacaron la bolsa al cubo. Es verdad que dejarla dentro de la casa habría sido poco verosímil, pero no termino de descifrar las cábalas que hicieran al respecto. Acaso sea sólo una muestra de retorcimiento o que cambiaron de idea y no haya que preocuparse demasiado. En cuanto al traslado del cuerpo, lo hicieron entre Enzo y Raúl, a quien la tragedia y el puñetazo del italiano debieron de sacudir de su embriaguez. Entre los dos pudieron pasar sin mucho sufrimiento a Eva por la ventana y colgarla del travesaño. La cuerda la llevaba Raúl en su coche, así que no descarto que la idea partiera de él. Pero en definitiva fue refrendada por el que mandaba, o sea, Enzo. Cuando se hable más despacio con los dos acaso sepamos qué pretendían exactamente con eso, que fue su gran error. No lo habían pensado desde el principio, sino que lo decidieron cuando ya estaban dentro de la casa, y debieron echar un rato en urdirlo. Desde que murió hasta que la colgaron, transcurrieron las tres horas que permitieron al forense certificar que Eva no había fallecido suspendida de la cuerda. Por lo que dice la juez, trataban de aparentar alguna ceremonia sádica, lo que tal vez la policía encajara sin mucha discusión con el carácter y las andanzas de Eva. Sencillamente, no pensaron que antes que amontonar posibles alternativas habrían debido elegir una única versión coherente que animara su escenificación. Inculpar a Regina y a un sádico forzudo a la vez sólo podía inducir a quien lo investigara a juntar las dos cosas y acaso no acertar a combinarlas. Ellos no podían contar con que existiera Lucas y con que nosotros nos apresuráramos a utilizarle para darle sentido a aquel revoltijo. Es cierto que Andrea y Enzo le conocían, pero no tenían idea de su conexión con Regina y mucho menos del plan del padre de Eva. Cuando los llamaron a declarar cargaron las tintas contra Lucas por lo que pudiera servir para alejar de ellos las sospechas y también ganar el tiempo que necesitaban para escapar.

– ¿Y cómo es que se quedaron tanto tiempo después del crimen?

– Intentaron irse. La explicación de por qué no lo hicieron es tan simple como contundente. En agosto, tratar de coger plaza en un vuelo a o desde Mallorca, sin tener la reservada un mes antes, es prácticamente imposible. Obligados a quedarse, procuraron hacer una vida lo más normal posible y mezclarse con otra gente. Así los conocimos Chamorro y yo.

Perelló meneó la cabeza.

– Lo grande es que, encima de no irse, hablaran de la difunta.

– Eso puede tener su motivo, si no su justificación. Primero, ni Chamorro ni yo sacamos el tema de forma que pudiera hacerles recelar. Segundo, está la psicología de los dos, sobre todo la de Enzo. Será digno de leer lo que escriba el psiquiatra cuando lo examine. Andrea fue más precavida y sólo cantó después de que lo hubiera hecho él. En cualquier caso, Eva no sólo dejaba una huella intensa en quienes la trataban. Era a medias una aventura y a medias una calamidad. Si se fija, lo que más le gusta a cualquiera exhibir ante otros son las aventuras, ciertas o fantásticas, y las calamidades. El afán de impresionar en una conversación es uno de los peores enemigos que tiene el ser humano y una de las causas más frecuentes de sus reveses. Ninguno de los que estuvieron mezclados con Eva, independientemente del carácter de cada uno y de lo mucho, poco o nada que le conviniera, dejó de contarlo cuando se le dio pie. Para la gente de la playa las extravagancias de Eva eran el acontecimiento del verano. Para muchos de los demás, el de su vida. Quizá si hubiera medido el efecto que lo que ella hacía sin darle trascendencia provocaba en los demás, habría estado en mejor posición para impedir lo que terminó pasándole.

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