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Chamorro estaba desolada, aunque me atrevo a asegurar que no era tanto porque temiera que yo me estaba equivocando como por lo que pudiera suceder cuando Zaplana se enterase de que no estábamos ateniéndonos a sus instrucciones. A mí también me inquietaba, sobre todo si se enteraba antes de que alcanzáramos a establecer algunas conclusiones que pudieran justificar la licencia que nos íbamos a tomar. Sin embargo, me sentía optimista, porque tenía un plan y estaba persuadido, hasta donde uno puede estarlo de cualquier producto de su ingenio, de que era bueno.

Mi subordinada me dio en seguida ocasión de participárselo.

– ¿Y qué vamos a hacer? -consultó, con un hilo de voz.

– Esta noche iremos por Andrea. Creo que ha llegado el momento de atacarla sin remilgos. Y mañana te llevarás a Lucas a Abracadabra. Tendrás que apañarte para lograrlo, tú verás cómo. Déjame a mí el resto.

– Ojalá sepas lo que haces -deseó Chamorro, lúgubremente.

Lo que comimos aquella tarde excusa cualquier comentario. Después de pagar muchísimo más de lo justo, tomamos el camino de casa. Una vez en la cala, dejé a Chamorro en el chalet, devanando con aprensión su futuro, y emprendí una excursión solitaria de cuyo contenido me abstuve de darle cuenta. Desde que había tenido delante de mí a Regina, el cuadro había empezado a cobrar sentido, a tal velocidad que necesitaba de un poco de aislamiento para asimilarlo. Lo que se estaba gestando en mi cabeza era una jugada tan comprometida que requería que sólo yo fuera consciente de todos sus entresijos. Chamorro no era mala compañera, o había resultado ser cien veces mejor de lo que había previsto antes de que trabajáramos juntos, pero para ciertas pruebas cruciales de la vida, no hay compañía que valga.

Aparqué el coche al lado del restaurante, en el que a esa hora se servían cervezas y raciones y las primeras cenas para los extranjeros. Pedí una cerveza que me trajo un camarero desabrido, de los muchos que pululan por los establecimientos hosteleros de un país que paradójicamente se gana el sustento con esa industria. Sin impaciencia, aguardé a que apareciera mi presa, lo que tuvo lugar cuando se liquidó y puso al cobro la primera cuenta de unos clientes. La mujer escuálida iba rompiendo el aire con sus desacompasados atributos delanteros, a duras penas contenidos por una blusa anudada sobre el ombligo. Las caderas, como filos de hacha, le sobresalían un poco del borde del pantalón, una o dos tallas por encima de la suya. Cuando pasó a mi lado la detuve como lo habría hecho cualquier tipo con un medallón de oro colgado al cuello. Le eché el brazo alrededor de los huesos y me tomé toda la confianza que no teníamos. Calculé que su reacción podía consistir en pegarme un puñetazo o en no pegármelo, y aunque traía una táctica para cada supuesto, no escondo que no prefería ser agredido, con razón, delante de tanta gente.

– Hola -dije.

La mujer escuálida, en primer lugar, no me pegó un puñetazo. En segundo lugar, no se resistió a mi apresamiento. En tercero, lo consintió durante bastantes segundos, mientras su semblante denunciaba que no sopesaba mis intenciones con ira, sino con alguna clase aún indefinida de curiosidad. Era más de lo que a mí me hacía falta para lanzarme con júbilo a ejecutar el más favorable de mis planes:

– ¿Me recuerdas? Charlamos el otro día. Creo que no llegaste a decirme tu nombre.

La mujer no habló en seguida. Se separó poco a poco. Trazó una suave curva con sus labios, que eran la única otra parte carnosa de su cuerpo, y preguntó:

– ¿Tú no ibas con una rubia alta?

– Iba. Me presentaré yo primero. Me llamo Luis.

– Pues yo me llamo Candela y no te va a valer para nada la presentación.

– Candela. ¿Y quemas mucho?

– Tengo un marido. Él quema por mí. Lo que se le ponga delante, y más.

– No me estoy asustando, Candela. Me tientas más que me asusta tu marido. ¿Trabajas todo el tiempo o a veces te das algún gusto?

Candela meneó la cabeza. Yo le miraba alternativamente los ojos y el vientre, hundido en un desfiladero esquelético sobre el que reinaba, en lo alto, el tumulto sofocado por el nudo de la blusa.

– No te andas con preámbulos, tú.

– Para preámbulos ya vale con los tuyos.

– Te pisas la cara, tío. Y el caso es que me haces gracia. Si fueras como Dios manda a lo mejor hasta podrías tener éxito.

– ¿Y cómo manda Dios que sea?

En ese instante un camarero empezó a prestarnos un poco más de atención de la que a Candela debía bastarle para perder su desembarazo. Con gesto serio, dijo:

– Dios manda que busques un momento y un lugar y una mujer que pueda. Yo no puedo. -Y enseñó el anillo antes de regresar al interior del restaurante.

Terminé mi cerveza y abandoné la terraza. Pero no me fui al chalet. Aun corriendo el riesgo de que Chamorro se pusiera nerviosa, esperé en el coche a que Candela terminara en el restaurante. Resultó que terminaba a las once y que, fuera cual fuera el lugar al que se dirigía una vez concluida la jornada, iba andando. Arranqué el motor. Dejé que recorriera media calle y fui a interceptarla. Detuve el coche junto a ella al tiempo que hacía sonar muy flojo el claxon. Candela se volvió lentamente, como si estuviera habituada a aquel tipo de episodios.

– ¿Vas muy lejos? -pregunté.

– Demasiado para tu coche.

– Llevo el depósito lleno. ¿Cuánto exactamente de lejos?

Candela se inclinó sobre la ventanilla.

– ¿Cuánto exactamente de lleno?

– Lo bastante como para aguantar hasta que llegue el momento y el lugar.

– También te falta la mujer.

– La mujer ya la tengo y va a costar que me la quiten.

– No aflojas, ¿eh? ¿Qué ha pasado con tu rubia?

– No sé, anda por ahí, descubriendo el mundo. No me importa. Que aprovechen otros. A ella yo ya la tengo muy descubierta.

– Creo que la he visto alguna vez, mientras descubría -dejó caer sinuosamente, buscando algún efecto.

– Olvida a la rubia. Si quieres te doy tiempo, para que no creas que me gusta amontonarme. Ahora te dejo en paz y mañana vengo a recogerte, a esta misma hora. Ponte guapa y no traigas sueño.

– No he dicho que sí.

– Ni yo te pido que lo digas ahora. Dilo mañana.

Antes de que ella pudiera replicar, metí la marcha y solté el embrague. Por el retrovisor comprobé que se quedaba quieta, viendo cómo yo me iba. Conduje rápido devuelta al chalet. A Chamorro se la veía un poco agitada.

– ¿Dónde has estado? -me espetó.

– Atando un cabo.

– ¿Qué cabo?

– A su tiempo. Vístete. Nos vamos al puerto.

Dimos un largo paseo por el puerto e hicimos escala en un par de sitios antes de acudir a Abracadabra. Utilicé el tiempo para instruir a Chamorro acerca del comportamiento que tendría que mostrar esa noche y la siguiente. A eso de las dos menos cuarto, entramos en el club.

Los altavoces derramaban perezosamente un blues que unas pocas parejas acataban sin fe sobre la pista. Después de un breve examen, advertí que una de las parejas eran Enzo y Andrea. Aproveché un momento en que ella miraba para hacerle una seña. Según me vio, se separó de Enzo y me hizo ostentosos ademanes para que me acercase. Enzo, dócilmente, se apartó y vino hacia nosotros. Chamorro ya sabía lo que le tocaba. A medio camino me crucé con el italiano, que sonrió y me apretó el antebrazo. Pese a su amabilidad, era un sujeto un tanto deprimente.

Andrea se colgó de mis hombros. Hasta tal punto abandonó su peso sobre ellos que estuvimos a punto de caernos.

– Te estuve esperando toda la tarde, en la playa -se quejó.

– No pudimos ir. Surgió algo.

– Debiste mandar a alguien a avisarme. Me he comido todas las uñas y un poco de los dedos. Bésame, Luigi.

Como me interesaba que ella estuviera lo más descentrada posible, cumplí su orden con todas mis ganas. Durante un buen rato, la música se mantuvo en la misma línea, y Andrea y yo nos dejamos llevar por sus plácidos vaivenes. Hasta que el pinchadiscos estimó que ya había habido demasiada tregua y desencadenó por sorpresa un asalto con el más obsesivo de los ritmos de aquel verano. Con tal motivo, y ya que a Andrea yo no le hacía falta para bailar aquello, fui a procurarme un poco de alcohol. Vacié el primer vaso en un par de sorbos y adquirí otro, que me dispuse a consumir con un poco más de método en una mesa al borde de la pista. Chamorro había salido a bailar con Enzo y Andrea se deshacía en un torbellino solitario en el centro de la creciente multitud. A medida que iba incorporando a mi organismo el tóxico, la atmósfera y sus habitantes adquirían una beneficiosa levedad. Cuando Andrea acabó viniendo a reclamarme, yo había alcanzado ya un estado desde el que la perspectiva de someterme a la caótica secuencia de aquellos ruidos resultaba incluso apetecible. Me entregué a la danza ritual hasta que el sudor empapó mi camisa, que era de lo que tal vez se trataba. Andrea también estaba chorreando. La abracé y la conduje a un lugar retirado.

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