Candela, como yo había dado en calcular (sin mucho esfuerzo, eso es cierto), sugirió que fuéramos al puerto deportivo, y una vez allí, me guió hasta un restaurante italiano. Nada solemne y bastante modesto en su oferta, pero al menos olía bien y no a las fritangas que imperaban en el restaurante donde ella se ganaba la vida.
El aspecto que ofrecía Candela merece ser descrito. Para empezar, quizá no he apuntado antes lo larga que era. Aunque tendría más o menos mi estatura, con su mínimo calibre daba una sensación de longitud bastante más acusada de lo ordinario. Vestía una falda escasísima, bajo la que asomaban de forma terrible sus muslos, en los que un fibroso envoltorio muscular era todo lo que defendía los huesos de la intemperie. De sus rodillas hacia abajo la escasez de la carne casi alarmaba, pero ella no daba muestra alguna de avergonzarse por eso. Al contrario. Torcía continuamente los tobillos y adelantaba sus pies interminables como una técnica estudiada de seducción. Para el torso, aquella noche había elegido una prenda de algodón que sólo le cubría los hombros y la parte de sí que reclamaba la atención de cualquiera que la tuviera delante. Sus brazos desnudos, salpicados de lunares y pecas, eran como lanzas que iban y venían por el aire mientras ella hablaba. Sin embargo, lo más desasosegante era su rostro. Se había maquillado de una forma que intensificaba sus rasgos hasta hacerlos hostiles. Cuando su boca demasiado roja se abría era como si se le abriera una herida.
Durante la cena, Candela improvisó una especie de mentira desordenada sobre la relación entre ella y su marido. Lo hizo con pundonor, sin importarle mi insistencia en manifestarle que ese asunto me traía sin cuidado. Una insistencia sincera, por otra parte, ya que eran sus vínculos con otras personas los que justificaban todo mi interés por ella. O casi todo. Candela fue tragando sin protesta el vino con el que en todo momento me preocupé de mantener llena su copa, y a medida que fue haciéndolo se volvió más desvergonzada y su reticencia del principio se suavizó hasta desaparecer. Mi teoría, entonces como ahora, es que yo no le importaba un rábano, pero celebraba tener tan pronto y tan sin fatigarse una oportunidad para escupirle en la cara a Lucas. Ella misma me lo certificó cuando, terminada la cena, propuso regresar a la cala e ir a la discoteca donde oficiaba el ex legionario. Me negué sin precisar demasiado las causas de mi negativa y dándole a entender que ésta no era irreversible. Mientras tanto, le ofrecí ir a otro sitio para seguir entonándonos. Candela se dejó llevar y así fue como llegamos ante la puerta de Abracadabra.
– ¿Aquí? -preguntó, horrorizada, como si la hubiera arrastrado a un prostíbulo o algún otro antro infame.
– Me gusta la música que ponen -alegué-. ¿Tienes algo en contra?
– Este club es una mierda. Para maricas y gente por el estilo.
– ¿Has estado dentro?
– Alguna vez -reconoció, con desgana-. Para convencerme de que más valía no volver nunca.
– A mí el auditorio me da lo mismo. Me gusta el blues y aquí tienen buen criterio para escogerlo. ¿No crees?
– No sé. Anda, vamos a otra parte.
Aquella resistencia tan obstinada terminó de resolverme a llevar adelante mi plan, al coste que fuera. La atraje hacia mí y, tratando de sonar inapelable, murmuré a su oído:
– Entramos aquí, pedimos un gin-fizz para cada uno, bailamos un rato y luego hacemos el resto de la noche lo que te dé la gana.
– ¿Un gin-fizz?
– ¿No lo has probado?
– Sí. Demasiado amargo para mí. Además, la última vez lo bebí del vaso de alguien que acabó mal. Soy supersticiosa.
– Tómate lo que quieras, entonces. Ven.
Tiré de ella y la introduje en el club. Parecía que la perspectiva de una visita breve la ayudaba a vencer sus escrúpulos hacia el local, pero era significativa la forma en que observaba a su alrededor. Fuimos hasta la barra, donde yo me pedí el gin-fizz anunciado y ella algo de tan mal gusto como un whisky con cocacola. Después de eso nos encaminamos hacia la pista. No sonaba precisamente un blues, sino uno de esos apolillados éxitos de discoteca de fines de los años setenta, que con el transcurso del tiempo han adquirido un aire entre dulzón y demasiado ingenuo. Candela se tomó con ganas el baile, acaso para olvidarse de que estaba donde no deseaba estar. Para facilitarle los movimientos, cogí su vaso y propuse acercarlo a una mesa mientras bailábamos. Candela me entregó su repugnante jarabe y la dejé en la pista bamboleando como una loca sus pechos excesivos. Esquivando bailarines más o menos inspirados que Candela, fui hacia el fondo de la sala.
Hacía unos cinco minutos que había localizado allí a alguien y que ese alguien me había localizado a mí.
Andrea vigilaba severamente mis evoluciones. Estaba con Enzo, que por primera vez desde que nos conocíamos me escrutaba con una desproporcionada reserva. Yo hice como si no ocurriera nada, y después de cerciorarme de que Candela seguía a lo suyo, me senté sonriendo entre ellos.
– Al fin os encuentro -celebré, tendiendo una mano que Enzo sujetó sin fuerza e intentando sobre la cara de Andrea un beso que merced a su brusco giro de cuello le cayó en la nuca.
– Nos habrás encontrado cuando has empezado a buscarnos -me reprochó Andrea.
– No estarás enfadada por mi amiga, ¿eh?
– ¿De dónde la has sacado? -preguntó, apremiante.
– Eh, Andrea -traté de apaciguarla.
– He dicho que de dónde la has sacado.
– De la discoteca de la cala. Su acompañante se ha enamorado de María y a mí me ha tocado cuidarla. Alguien se tenía que ocupar de ella.
– Qué caritativo.
– Lo he hecho por despejarle el panorama a María. Bueno, no sólo. Ahora está distraída y eso me viene bien.
– ¿Cómo era el que estaba con la chica? -indagó Andrea, como si adivinara lo que yo iba a contestarle.
– Un tipo alto.
– ¿Sólo alto? -se interesó.
– Alto y moreno, con coleta y un pendiente así de grande. Oye, ¿por qué te interesa tanto?
La italiana apuntó la vista hacia el infinito y reveló:
– Los conozco. A ella y al tipo. Vinieron aquí con Eva, la última noche, antes de que la mataran.
Simulé preocuparme.
– No insinuarás que María está en peligro. Al margen de la coleta y el aro de la oreja, me pareció un tipo bastante corriente.
Andrea pudo haberse callado, o haberle quitado trascendencia. Pero eligió impresionarme y con ello me ratificó en mis sospechas.
– No tan corriente -se opuso-. Ni ella tampoco. No sé lo que se traían entre los dos, pero Eva me confesó que él no había parado hasta liarla con la tetuda, que a ella le daba más bien igual.
Visto desde ahora, creo que ése fue el instante en que en mi cerebro se produjo el fallo que me llevó a desviarme tan gravemente aquella noche. Un fallo para el que carezco de excusas, porque incurrí en él como consecuencia de un exceso de confianza. Al ver confirmadas mis suposiciones previas, bajé la guardia y me sentí seguro de mi astucia. Es una sensación agradable, de la que cualquiera puede disfrutar con gran aplomo, porque robustece la vanidad. El problema es que uno no siempre es lo bastante astuto como para andar descuidado, y sobre todo, que después de haberse equivocado, que es lo que suele ocurrir cuando uno se descuida, la sensación no es tan agradable y cuesta bastante más mantener el aplomo, porque con la vanidad desintegrada uno se hace una idea exacta de lo indefensa y diminuta que resulta su existencia. Cuando pasa el tiempo se aprende a sacar provecho de la vergüenza, porque en definitiva la vergüenza es mucho más instructiva que la gloria, pero en el momento, y enterrado bajo los inconvenientes, se hace duro apreciar las ventajas de haber sido un imbécil.
Ahora que he de recordar la maldita desenvoltura con que culminé mi representación de aquella noche, desisto de hacerlo arriesgando que nadie pueda simpatizar con mi audacia. En honor a la verdad prefiero que se sepa que me estaba apartando del camino correcto, aunque sea más tarde cuando deba aclarar hasta qué punto y cómo, para mi oprobio, fue el azar el que me dio la oportunidad de enmendarlo.