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– Zaplana me dijo que está apartado del caso.

– Ah, te lo ha dicho. No es cómodo para mí, pero me alegro al menos de no tener que guardar el secreto contigo. ¿Qué te ha parecido Zaplana?

Cuando uno tiene un problema que resolver acaba llegando el momento en que debe elegir alguien en quien confiar. Admito que después de un par de segundos de enfrentar sus ojos brumosos, no me costó mucho escoger a Perelló. Sin rodeos, opiné:

– Un inestable. Mal director para este circo.

– Ya somos dos. Al principio creyó que mandando un enjambre de uniformes verdes a olisquear por la zona iba a resolver el asunto en dos patadas. Pero mis hombres no tienen callo en estas cosas, y los de Palma, que dicen que lo tienen, vinieron con demasiada prisa y lo que no tuvieron fue suerte. Ahora la idea sigue siendo que nos las vemos con un desahogo de algún extranjero o extranjera demente, pero para mi gusto el panorama está un poco más embrollado de lo que convendría. Zaplana os ha llamado tragando sapos. Creo que habría preferido no hacerlo. El caso es que esto es demasiado complicado para nosotros. Esa chica se pudo tirar a la mitad de la colonia de turistas en menos de quince días. Si no fuera por la pistola con las huellas y porque la mujer mayor se ha largado, yo diría que la mató cualquiera.

– Zaplana no ha pasado ese mensaje, ni a mis jefes ni a mí. Quiere que empapelemos a la Bolzano.

– Por suerte o por desgracia, la Bolzano aparecerá de un momento a otro. Me juego las medallas a que tan pronto como la interroguemos a Zaplana se le cae la tienda en el colodrillo.

– ¿Tienes alguna interpretación propia, mi brigada?

Perelló se abstrajo en el techo. Una tendencia extendida y frecuentemente errónea mueve a no aguardar demasiado de los razonamientos de la gente que piensa y se expresa despacio. Éste es el tiempo de los fulgurantes, aunque detrás de la fulguración, como suele suceder, sea difícil encontrar nada que no se escurra entre los dedos.

– Mi interpretación -dijo-, es que interpretar nada es jugar a la lotería. Yo vi a la chica, Vila, y no se me va a olvidar hasta que me muera.

Acto seguido Perelló hizo para mí la relación pormenorizada del hallazgo y levantamiento del cadáver. Cuando hubo concluido, añadió:

– No soy un especialista, pero te digo dos cosas. Una: si es verdad que el tiro del cuello lo pudo pegar un ciego, el de la sien estaba demasiado bien puesto. El forense ya ha certificado, creo, que a la difunta le dispararon a siete u ocho metros de distancia. Bastaba con ver los agujeros. Y otra cosa: ni un solo balazo en la pared; una mejor y otra peor, pero dos dianas. Vale que nada impide que una mujer de sesenta años que se ha comprado el arma porque tenía miedo de vivir sola, pongamos por caso, tire como John Wayne, pero permítaseme que me extrañe. Dos: la chica estaba colgada y bien colgada. Los nudos estaban fuertes de cojones, y lo sé porque yo los tuve que soltar. Si lo hizo la sospechosa o simplemente una tía, es una hembra con la que habrá que tener cuidado, porque de un solo guantazo nos tumba a los dos.

Datos tan precisos no los había obtenido de la lectura de los rutinarios informes que los pretendidos especialistas habían compuesto. Creí que debía reconocerle la finura.

– No me alegro de tenerlo más difícil de lo que quiere mi comandante, pero me consuela ver que a alguien no se le ha quitado el hábito de pensar.

– No les culpes. Yo tengo tiempo. Soy un guardia de pueblo y por aquí sólo matan a una chica cada treinta años.

– De todos modos hay un detalle interesante respecto a la Bolzano -apunté.

– ¿Cuál?

– Si era suya, poseía el arma ilegalmente. O bien la compró aquí, y no tenía permiso de armas español, o bien la compró en otro país y la pasó de contrabando.

– ¿Y qué sacas de eso?

– Que no es una cagada.

– Bueno, quizá no. Pudo traerla de fuera y pasarla en barco, que es lo más fácil. Tampoco le daría yo mayor importancia. ¿Has ido a Canarias, sargento?

– Sí.

– ¿Compraste algo?

– Un equipo de música.

– Un equipo de música es bastante más grande que un revólver, y estoy seguro de que no pagaste en la aduana.

– No es lo mismo.

– No. Meter un revólver del 22 en Mallorca es mucho menos arriesgado. No te digo que el hecho de que esa mujer tuviera un arma, si es que era suya, no signifique nada. Pero a mí no me quita el sueño. Vete a saber quién trajo el revólver. Lo mismo fue la víctima.

– Sólo faltaría.

Perelló soltó un bufido.

– La chica era un elemento, compañero. Los turistas que vienen aquí no son nada del otro mundo. Esto no tiene tanta reputación como otros sitios. Muchos de los que vienen son españoles y un buen pedazo de la propia isla. Gente poco moderna, como yo. Cuando puedas vete a la playa y lo compruebas. Pues la tía, con sus santas narices, se lo quitaba todo y se daba carreritas hasta el agua. Se hizo famosa en un par de días. Lamento que no la denunciaran, porque tal y como era muerta habría sido un gusto detenerla viva.

– Bañarse desnudo es un delito dudoso, mi brigada.

– Que la hubiera absuelto el juez. La cuestión es que cuando se destapaba de verdad era cuando iba por ahí. Una noche ligó en menos de media hora con dos macarras del pub. Cuando uno se creía que la tenía se largó con el otro y cuando los dos la iban a emprender a botellazos vieron que estaba sobando a una niña de diecisiete años. La echaron a puntapiés y ella se rompía de la risa. Tenemos otros testimonios de cosas parecidas, sin salir de la urbanización donde paraba. Te lo repito, Vila: la mató cualquiera. Una noche se equivocó de pareja y listo. Ahora te toca a ti pintarlo de verde. Pero si te compadezco no te voy a ayudar. Pide lo que sea y a la hora que sea. Para lo que necesites, aquí estamos.

– Gracias, mi brigada. Ya sabes que debo procurar ser autosuficiente. Tomo nota del ofrecimiento, de todas formas.

Salimos al zaguán. Chamorro y Barreiro hablaban acerca de algo que al hombre le divertía mucho y que a mi subordinada apenas le torcía los labios en una sonrisa de compromiso.

– ¿Cómo la trata el Cuerpo, Chamorro? Espero que la trate un poco mejor que al gallego -bromeó Perelló-. No me mire así. Sabe a qué Cuerpo me refiero, ¿no?

– Sí. No me quejo, mi brigada.

– Su sargento ya me ha dicho que es usted un cerebro. A ver si le pega algo al gallego. Tampoco mucho, no se nos vaya a desgraciar.

Barreiro había dejado de reírse. Mientras miraba al suelo, jugueteaba con el seguro del subfusil, exactamente del modo en que la página primera del manual del arma advierte que nunca se debe juguetear.

Antes de despedirnos, Perelló reiteró su disposición a colaborar en todo lo que hiciera falta y se dirigió especialmente a Chamorro.

– Si se encuentra en apuros, llame. Me dice quién es y suelto a Quintero. No lo conoce, es un cabestro de Córdoba que está ahora de servicio. Ya hemos conseguido cinco denuncias por malos tratos gracias a él. Ve mucha televisión y luego no distingue.

Mientras conducía hacia el chalet, intercambié impresiones con Chamorro.

– ¿Qué se cuenta tu compañero?

Chamorro suspiró.

– ¿Barreiro? Nada que no se contara antes. El brigada ha sido un poco duro, pero está acostumbrado. En la academia las pasó negras. Tiene el número cuatrocientos, o más. Los que hubiera. A los dos días ya le conocía todo el mundo.

– ¿Sí?

– Trató de colarse en una compañía de chicas. El teniente coronel lo sacó de la formación delante de todos y nos dijo que si había otro que se creyera que aquello era Movida en la universidad que fuera aprendiendo. A Barreiro le costó ochocientas o novecientas flexiones, cien vueltas al patio y un apercibimiento de expulsión. Cuando terminamos pidió ir al Norte, para hacer méritos, o por el dinero, pero no se lo dieron.

– ¿Y qué te ha dicho de nuestro asunto?

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