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– ¿Por qué desapareció?

Regina se irguió un poco para responder:

– No lo sé. Tuve miedo, o no quise explicarle a la policía todo lo que iba a tener que explicar. A lo mejor me temí que me acusarían de todas formas, por la relación que habíamos tenido, porque apareciera en mi casa, porque ella era muy guapa y joven y yo casi una vieja. El caso es que no lo sé, y no puedo decirle más. ¿Usted sabe por qué hace todo lo que hace, sargento?

– Procuro, como todos. Ha estado varios días escondida. ¿No se le pasó por la cabeza la idea de que desapareciendo lo más normal era que atrajera todas las sospechas sobre usted?

– Desde luego. Pero intuí que eso ya no tenía remedio. Mejor si podía huir y darles tiempo a que averiguaran que lo hizo otro.

– ¿A usted le parece que su actitud me resulta convincente? No me refiero a mí en particular, sino a cualquiera que enfrente los hechos.

Regina enseñó las palmas de las manos.

– Asumo que quizá no.

– ¿Y no tiene interés en que eso cambie?

– Claro. Tarde o temprano atraparán al culpable, ya se lo he dicho. Entonces tendrán que creerlo. Mientras tanto, no me queda otra salida que conformarme con mi suerte.

– Tal vez no lo entiende. Mientras la tengamos a usted y no acierte a convencernos de que no lo hizo, no hay necesidad de buscar a otro.

– ¿No hay presunción de inocencia aquí?

– Sí. Pero hemos encontrado el revólver. Con el que la mataron.

– ¿Y?

– Tiene sus huellas.

Aquello la sorprendió o fingió muy bien que la sorprendía. Tras un segundo de zozobra, y sin el desparpajo que había venido manteniendo, empezó a contar, despacio:

– Verá, yo tenía en la casa un revólver, para defenderme. La mayor parte del tiempo estaba sola, y aunque ya sé que no es legal era una forma de sentirme protegida. Lo más lógico es que tuviera mis huellas. Debieron de encontrarlo en la casa y lo utilizarían con guantes o algo así. Cuando me marché, al ir a cogerlo, vi que no estaba en el cajón.

– ¿Por qué omitió ese detalle antes?

– No me preguntaron por él directamente.

– ¿Y no creyó que pudiera tener importancia? ¿No pensó que los disparos que terminaron con la vida de Eva Heydrich podían ser de esa arma que le habían robado?

– Desde luego que sí. Lo que no pensé fue que el arma tuviera mis huellas. Habría debido pensarlo, ya le digo que me parece que es lógico.

Eso era todo. Regina Bolzano había patinado en un asunto peliagudo, nada menos que el del arma empleada en el crimen. Un error de ese calibre, en mi experiencia, solía acarrear cuando menos la inquietud del interrogado. Pero ella se había rehecho sobre la marcha. Aquella mezcla de sangre fría y de inconsciencia, unida al resto de la información de que disponía sobre el caso, me inclinaba más al desconcierto que a la certidumbre.

– ¿Cuáles eran exactamente sus relaciones con Eva Heydrich?

Regina levantó los ojos hacia el techo.

– ¿No se ha hecho ya una idea?

– No. Hágamela usted.

Regina se volvió entonces hacia Chamorro y se quedó contemplándola con una expresión entre insolente y misteriosa. Mi ayudante soportó sin inmutarse su escrutinio.

– ¿Cómo te llamas? -habló al fin la suiza.

– Se llama Chamorro. ¿Se acoge a su derecho a no contestar a mi pregunta?

– Quiero decir de nombre de pila -eludió mi requerimiento.

– Virginia -intervino Chamorro, con aplomo.

– Virginia. Como Virginia Woolf. ¿Has leído algo de ella, querida? -Y dedicando a mi subordinada lo que en otro tiempo, cuando su cuerpo y su rostro no habían sufrido aún la ofensa de la edad, podía haber sido una seductora disposición, hizo memoria y declamó con oficio-: Y el tigre saltó, mientras la golondrina se mojaba las alas en oscuros estanques, al otro lado del mundo. Una bonita metáfora, ¿no? La escribió hacia 1930, un poco antes de que yo naciese.

Traté de recuperar el mando de la situación:

– Señora Bolzano, esto no es un salón de té. Si quiere luego recitamos unas poesías y jugamos al backgammon, pero ahora estamos tratando de establecer si tenemos que acusarla de asesinato, y por si no se ha enterado, vamos camino de establecerlo.

– Parece que a tu jefe no le gusta Virginia Woolf -opinó para Chamorro.

– ¿Debo interpretar que no desea confiarnos la naturaleza de sus relaciones con Eva Heydrich? -deduje, con desgana.

Regina se volvió hacia mí y recuperó su frialdad.

– Si quiere oírlo de mis labios, le complaceré. Nuestras relaciones eran que yo me acostaba con Eva, cuando podía, y que ella dejaba que lo hiciera, cuando le venía en gana. ¿Es suficiente con eso o hace falta que aclare si había también amor?

– ¿Lo había?

– Por mi parte, sí. Por la suya, naturalmente, no. Y no me escandalizaba, aunque me doliera. Hace treinta años Eva habría podido quererme, porque yo era otra, mucho mejor. Ahora sólo me soportaba, no siempre. Yo no le pedía tampoco más. A partir de cierto momento hay que aceptar ésa y otras cosas todavía más desagradables.

– ¿Dónde se conocieron?

– En Milán, donde vivo, o vivía.

– ¿Vivía ella allí? ¿Desde cuándo?

– Desde hacía un año, que yo sepa.

– ¿Con usted?

– Ya no. Es decir, desde antes del verano.

Aproveché su momentánea docilidad para atacar por otra parte:

– ¿Conoce a Klaus Heydrich?

– Así se llamaba o se llama su padre, creo.

– ¿Le conoce?

– Jamás le he visto. Ni en fotografías. Eva nunca me enseñó ninguna.

– ¿Está segura?

– ¿Por qué no había de estarlo?

Al insistir en su mentira, la primera que yo podía identificar sin ninguna duda como tal, a Regina Bolzano no le había temblado la voz ni lo más mínimo. Fuera cual fuera su responsabilidad en los acontecimientos, desde luego estaba lejos de ser una incapaz. Traté de sorprenderla:

– ¿Quién la ayudó a eliminarla?

– ¿Cómo?

– ¿Quién fue su cómplice? ¿Quién colgó a Eva de la viga?

– Se equivoca.

– ¿Era de aquí? ¿Cuánto le pagó?

– No sé de qué me habla. Se lo juro.

Le dejé unos segundos para que recapacitara. La mujer permanecía entera. Si era una ficción, había estado preparándola minuciosamente. Ni se traicionaba ni se ponía nerviosa.

– Está bien. Vamos a mirarlo por un momento a su manera. Usted no tuvo nada que ver. ¿Quién lo hizo entonces?

– No tengo ni la más remota idea. Acaso fueron los de la playa, pero ni los había visto antes ni los he vuelto a ver después.

– ¿Por qué cree que la mataron?

La suiza se tomó su tiempo.

– He estado meditándolo mucho, todos estos días -aseveró-. No entiendo esa saña de dejarla allí colgada, aunque no negaré que a veces ella sabía resultar exasperante. En eso consistía en parte su juego, pero había mucho más. Eva era una criatura muy poco corriente. Estaba siempre mezclada con alguien y sin embargo su corazón era remoto. A menudo aparentaba pasión, pero en el fondo daba la sensación de que no sentía nada. Bien mirado, ese trozo de la vieja Virginia del que me acordé antes sirve bastante para retratarla. Por un lado, la imagen violenta del tigre que salta sobre su presa. Por otro, esa golondrina que se moja las alas en los estanques, siempre al otro lado del mundo. Aunque la mayoría de la gente se dejaba guiar por el espejismo fácil del tigre, creo que ella era más bien el pájaro. Vivía entre nosotros, pero su alma estaba allí, perdida entre las aguas quietas y oscuras de un país lejano. Si quiere que haga una apuesta, apuesto que alguien no pudo o no supo aceptarla así como era y no se le ocurrió nada menos idiota que matarla. Si pregunta si me consta que fue así o quién lo hizo, no me consta ninguna de las dos cosas.

Regina Bolzano estaba dotada para la lírica. Aunque su discurso lo había vertido en italiano, el idioma en que ganaba a la vez velocidad y toda su fuerza de convicción, Chamorro y yo lo habíamos seguido como si hubiera hablado en nuestra lengua materna. Por primera vez la sospechosa parecía conmovida por el sentimiento. Juzgué que era la ocasión para tratar de arrancarle algunas informaciones más precisas:

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