– Bueno, verá, mi comandante -vacilé-. Tenemos varias cosas muy avanzadas, pero nos falta todavía darle la orientación general para empezar a sacar conclusiones. Es un momento crítico. Estamos justo al borde de tener una buena hipótesis, y bastante completa. Ahora andamos ajustando los detalles que si quiere le cuento.
– Adelante -consintió Zaplana, con una puntita de impaciencia, que tanto podía ser de la buena como de la mala.
Le referí un trozo apreciable de lo que juzgaba más claro tras nuestras pesquisas. Me reservé todas mis presunciones y algunos de los datos que yo no había tenido tiempo de contrastar lo suficiente como para darles todo crédito. También omití cualquier aspecto que pudiera menoscabar la honra de Chamorro, que estaba vigilante a mi lado. En lo que me callaba estaban algunas de las claves de las que esperaba más fruto en el futuro, pero en lo que le confié había datos suficientes como para devaluar seriamente la pista Bolzano. Por sus incongruencias y por la sólida verosimilitud de otras. Con esto quiero decir que no estaba cargándome la teoría de Zaplana sin ofrecerle una buena alternativa. Había creído que ésa era la estrategia adecuada y prudente, pero ya desde el principio estaba perpetrando mi equivocación y no había forma de enmendarla. Zaplana se ocupó de hacérmelo saber tan pronto como terminé mi exposición:
– No sabe cuánto celebro que hayan ido a la playa y lleven una bonita vida nocturna con italianos e italianas y hasta antiguos legionarios. Demuestra que poseen aptitudes para las relaciones públicas. Pero tal vez si se preocuparan un poco más de los hechos y de Regina Bolzano, aunque resultara menos emocionante, podríamos liquidar este trabajillo de mierda con el que hemos intentado imperdonablemente apartarles de sus diversiones. Ya comprendo que por un lado sólo teníamos unas caprichosas huellas dactilares y una inocente desaparición y por el otro su portentosa agudeza psicológica. Pero si me conceden su atención quisiera someterles algo que humildemente creo que podría servir para equilibrar la balanza.
Ni en la más torcida de mis pesadillas habría podido concebir a un Zaplana irónico. Pero allí estaba, henchido, superando las mejores prestaciones de Pereira, que también era un artista superdotado para mostrar calma cuando estaba a punto de romperle el espinazo a algún incauto. Y era a mí a quien estaba a punto de arrearle. Me preparé para lo peor. A mi lado, Chamorro perdía perceptiblemente la fe en mi capacidad de supervivencia.
– Mientras ustedes se hallaban inmersos en las peligrosas aguas de una investigación de verdadera altura científica -comenzó a explicar-, nosotros seguíamos con nuestras tareíllas rutinarias. Gracias a ellas, y en el marco de nuestra burocrática relación con el consulado austríaco, nos llamó la atención un hecho en apariencia poco relevante. Por orden de un juzgado de Viena, vinieron a solicitar toda la documentación que acreditara el fallecimiento de Eva Heydrich y sus circunstancias. Un funcionario del consulado estuvo aquí haciendo la gestión. Uno de mis guardias oficinistas le dio conversación y supo que el papá de Eva Heydrich había iniciado un procedimiento judicial urgente para formalizar la herencia de su hija. Muerta sin testamento ni descendencia, él era el único heredero. La madre de Eva, antigua esposa del señor Heydrich, murió de un cáncer hace bastantes años. ¿Y qué podía tener Eva, aparte de ropa y alhajas? Pues bien, entre otras pequeñas pertenencias, Eva tenía la empresa en la que su diligente papá está empleado como presidente. Porque he aquí que el señor Heydrich no es un brillante comerciante hecho a sí mismo, salvo que se admita la forma de hacerse a sí mismo consistente en preñar y desposar a la hija del dueño. Que tal era la señora Heydrich cuando Eva fue concebida. Estas confidencias del funcionario del consulado han sido contrastadas con la policía austríaca. También se nos ha informado de que la pobre Eva, además de los negocios relacionados con el comercio, era titular de una ingente fortuna inmobiliaria. Ahí donde la ven, colgada como un jamón serrano en el culo de esta isla. En este punto, cabe hacer dos objeciones. Primera objeción: Que la hija de uno sea rica y uno no lo sea tanto y resulte quedar como el único heredero no implica necesariamente que uno quiera asesinarla. La prisa por formalizar la herencia, si bien se mira, es una medida de prudente administración que debía ser tomada incluso en medio de la consternación por la reciente pérdida. Segunda objeción: No hemos visto hasta ahora qué pueda tener que ver en esta desgraciada historia familiar una suiza llamada Regina Bolzano, cuya importancia señalaba al principio. Pues bien, de nuevo una oscura operación de uno de mis hombres nos ayuda a encontrar una sorprendente salida para estas dos objeciones, sin duda atinadas y pertinentes. Obtuvimos de la compañía aérea la lista completa de las personas que venían en el vuelo procedente de Milán en el que Regina Bolzano llegó a la isla. Sin tener más datos, ninguno de los nombres decía nada, salvo uno. Aunque la verdad es que decía mucho: Heydrich, Klaus. Y vaya casualidad: Regina vino en el asiento 7A y Heydrich, Klaus, en el 7B. No me negarán que es una deferencia cederle la ventana a la dama. Klaus debe de ser un caballero. Ahora bien, ¿cómo es posible cometer un error de ese calibre? Aventuro una explicación, ya que es un hecho que el error fue cometido: Klaus y Regina escogieron un país al que despreciaban lo suficiente como para estar tan convencidos de que no tenían nada que temer de su policía. Regina había visto a los guardias patrullando con cierta pachorra por el lugar al que iba de vacaciones. Los extranjeros confunden mucho el fondo con la forma. Debió de invitar a Klaus a que lo comprobara por sí mismo, o quizá vinieron juntos a ultimar los preparativos. Luego ella invitó a Eva o entre los dos se las arreglaron para que acudiera. Puede que los del yate estuvieran implicados, pero como mucho fueron cómplices y ya habrá tiempo de ocuparse de ellos. Por mi parte me inclino a pensar que no tienen nada que ver. No es necesario, entre otras cosas, porque Regina debía de conocer lo bastante bien a Eva como para prescindir de eso. Durante el último año, las dos estuvieron viviendo en Milán. Durante seis meses, en la misma dirección. ¿De qué conocía Regina a papá Heydrich? Bien, un puñado de guardias de provincias no podemos llegar a todas partes. Confío en que sus múltiples obligaciones sociales les dejen tiempo para rematar ésta y otras lagunas de nuestra rudimentaria investigación.
En mi vida he hecho varias veces el ridículo, pero nunca de una forma tan humillante por tantas razones a la vez. Por citar sólo algunas: la cara de Chamorro, la ligereza con que había subestimado a Zaplana, el placer y la suavidad con que Zaplana se vengaba de que yo le hubiera subestimado, lo insignificantes y grotescos que aparecían mis rastreos en las peripecias sentimentales de Eva Heydrich y en su intrincada personalidad ante la prosaica realidad de un puñado de sociedades mercantiles y propiedades inmobiliarias. No tenía mucha más salida que unirme al enemigo y procurar hacerlo de una manera no demasiado vergonzante.
– No veo qué reparo se puede hacer a todo eso -murmuré-. Está bien ensamblado y es contundente. Todo lo que no es lo que la guardia segunda Chamorro y yo hemos sacado hasta ahora.
Me detuve a tomar aliento y me atreví a añadir:
– A pesar de todo, sigo pensando que Regina no pudo hacerlo, o no pudo hacerlo sola. Y vista la trama, me sorprende más la aparente improvisación con que se simuló que el crimen había sido en la casa. Si le parece, mi comandante, creo que debemos encontrar a quien ayudó a Regina y descubrir por qué dejaron el cadáver así. Con eso, que no debe resultar muy difícil, muy mal se tendría que dar para no cerrar el caso.
Zaplana sabía perdonar:
– Lo que dice está puesto en razón, sargento. Dejando a un lado nuestras diferencias, creo que su observación de la escena del crimen fue brillante.