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En aquel momento en el que me arrojaba a la cara su preferencia por otro hombre, por un sospechoso de homicidio o hasta de asesinato, mi ayudante acertó a estar más encantadora que nunca, y yo fallé cediendo en mi resistencia a ese fenómeno hasta extremos desconocidos. En el último momento pude recobrar el control y dejé que abajo, en un pocito de mi alma, se quebrara para siempre una delicada varilla de vidrio que ya no habría ninguna ocasión de enseñar a la luz.

– Y Andrea -me sacó de mi abstracción-, ¿es atractiva?

– El español cuando besa puede hacerlo por un millón de razones bastardas.

– Eso no es una respuesta.

– Sí es atractiva. Menos que debió de serlo Eva. Ya que concretamos tanto, supongo que incluso menos de lo que puedes serlo tú. Pero se esfuerza, y eso compensa. En cualquier caso, no pretendía organizar un concurso de belleza. Hasta cierto punto, se trata de un aspecto marginal.

Permanecimos ambos callados durante algunos minutos. A Chamorro se le abría la boca y a mí se me caían los párpados. En el salón había una media luz que hacía lamentar especialmente que fuéramos un sargento y un guardia más o menos de servicio. Que me constara que en la mente de ella pesaba más que mi presencia el recuerdo del ex legionario.

– ¿Y ahora? -rompió el silencio mi subordinada-. ¿No crees que deberíamos dejar a los italianos y ocuparnos de esto?

– De ninguna manera. No tenemos tiempo para equivocarnos. Hemos dado con dos rastros buenos. No podemos soltar ninguno. Es más. Acabo de tener una idea luminosa que quizá pongamos en práctica cuando el asunto esté un poco más en sazón.

– ¿Qué idea?

– Por hoy está bien, Chamorro. Vamos a dormir.

– ¿Es que no vas a contármela?

– No. Pero te dejo descubrirla.

A la mañana siguiente, o esa misma mañana, pero a las doce y media, tuvimos un inusual despertar. Llamaron al timbre con insistencia. Cuando fui a abrir, todavía con los ojos llenos de legañas, me di de cara con una especie de marciano de colores fluorescentes. En cuanto pude fijar un poco más la vista comprobé que era alguien con un llamativo traje de ciclista, con visera y gafas espejeantes incluidas. Tan pronto como al despertar de mis ojos se unió el de mi cerebro identifiqué al que estaba debajo del disfraz. Era nada más y nada menos que Satrústegui.

– Joder, Satrústegui, pasa.

– A sus órdenes, mi sargento.

El chalet, como casi todos los de la zona, no tenía teléfono. Pocos propietarios se arriesgan a que un inquilino venido de quién sabe dónde y de paso fugaz disponga de tal artilugio para dejarle como despedida un recibo inolvidable. Tampoco se nos había ocurrido que fuera necesario suplir esa carencia con un teléfono móvil. Personalmente me había abstenido de pedirlo porque soy de la opinión de que el teléfono móvil es el más salvaje y abyecto atentado que el progreso tecnológico ha producido contra uno de los pocos tesoros espirituales del hombre: la soledad. A veces estar solo es incómodo, por ejemplo si te pican ciertos puntos de la espalda. Pero nada que merezca la pena deja de tener sus inconvenientes. En buena medida, la precipitación a la hora de eliminar ciertos problemas e ingeniar ciertas soluciones es lo que está destruyendo la civilización occidental. Sin embargo, no es éste el lugar ni el momento de ocuparse de tales asuntos, sino de aclarar que ante la ausencia de otro medio, y ante lo avanzado de la mañana, Perelló se había visto obligado a recurrir al expediente de mandar a un heraldo de incógnito. Y allí estaba Satrústegui, apremiado por explicarse y quizá deseoso de ir a cambiar también sin demora su atuendo deportivo por el siempre más respetable uniforme.

– Me envía el brigada -dijo, mientras se quitaba las gafas de sol-. Hemos recibido una llamada de Palma. El comandante Zaplana quiere que se presenten ante él inmediatamente.

– ¿Y sabes para qué?

– No, mi sargento.

– Está bien. Dile al brigada que vamos para allá. Si consigo que Chamorro se levante.

Este último comentario debió de confundir aquella mente cuidadosa. Pero Satrústegui, por encima de la disciplina, abrigaba inquietudes. Si no hubiera elegido vestirse de verde habría podido ser bioquímico o filósofo. Antes de irse, no pudo reprimir una flaqueza:

– ¿Han avanzado mucho?

– Lo sabremos cuando hayamos terminado, Satrústegui. -Y agregué, para no dejarle sólo con eso-: La verdad es que podría ir mucho peor.

– Así que lo tienen cerca.

– Oficialmente la sospechosa es una mujer -despejé su comentario.

– Si le vale de algo, hay algo que desde el principio he sospechado.

– ¿Qué?

– Que no la mató nadie de fuera. Fue alguien de aquí. Ningún extranjero.

– ¿Y qué le lleva a pensar eso?

– Los extranjeros vienen a cuatro cosas, la playa y la discoteca y emborracharse por la noche. Terminan los quince días y se largan. Los de aquí llevan entre manos toda su vida, con lo bueno y lo malo. Hay más posibilidades.

– Una teoría innovadora. Nada concluyente, pero no seré quien la refute.

– Piénselo, mi sargento.

– Lo haré -prometí, todavía perplejo por los peculiares engranajes mentales de Satrústegui.

Cuando fui a desperezar a Chamorro advertí que ya estaba levantada y haciendo su cama.

– Buenos días. ¿Qué pasa? -preguntó sin mirarme.

– Que nos vamos a Palma. Zaplana nos recuerda que existe.

Chamorro se irguió.

– Es por lo del capitán, ¿verdad?

– Lo dudo mucho. No te asustes tan rápido. Deberías temer más a Lucas que a Estrada. Importan más los galones que a un hombre le pone la vida en el alma que los que el rey le prende o hace que le prendan al hombro.

Antes de ir hacia Palma pasamos por el puesto. Perelló me recibió tranquilo, como siempre.

– Yo que tú no me apuraría -me apaciguó-. Por lo que me han dicho de Palma, han debido de encontrar algo sobre la suiza y sobre la chica. Y también debe ser que Zaplana está acelerándose porque no te has dignado informarle hasta ahora.

– Estamos en un mal momento para dejarlo, mi brigada. Si vamos allí me huelo que perderemos todo el día. Voy a llamar por teléfono a Zaplana.

– ¿Me aceptas un consejo?

– Desde luego.

– No le llames. Vas, escuchas lo que tenga y lo toreas como mejor sepas. Pero no le plantes cara. Zaplana no es Estrada. Si te toma antipatía por cualquier razón gastará su última gota de sangre en ahogarte. Le gusta sentirse jefe y si le llamas para rectificarle creerá que tratas de discutir su autoridad. Ahora casi todos los oficiales son unos cagados, te lo digo yo que conocí a los de hace treinta años y hasta guardo en el cuerpo el recuerdo de alguna hostia. Pero a Zaplana hay que llevarlo con ojo.

– Amén, mi brigada. Pero es mal momento para perderlo.

– No te pongas nervioso, hombre. Tienes toda la vida por delante.

Recorrimos la distancia hasta la Palma, o sea, hasta el mismo despacho de Zaplana, en menos de una hora. La carretera era peligrosa y Chamorro carraspeó un par de veces su reprobación ante un par de adelantamientos por línea continua obligando al contrario a lamer casi todo el arcén.

– Si esto va contra tus principios quizá deberías solicitar el traslado a Tráfico -le espeté después de una de las escaramuzas viarias, con una mala intención algo excesiva. Estaba bastante enfadado. A veces me pasa, como a casi todo el mundo, que me revienta que haya un cretino que pueda obligarme a despegar el culo de donde a mí me apetecía tenerlo puesto. No es grave y hay que saber dejarlo correr. Chamorro supo. No despegó los labios durante todo el trayecto.

El comandante, contra el augurio de Chamorro y en parte contra el mío propio, estaba de un excelente humor. Nos recibió con una sonrisa que le daba la vuelta al cráneo.

– Adelante, sargento. Está en su casa.

En cuanto nos hubimos sentado, el comandante reveló:

– Hay novedades. Y de las buenas. Pero antes de contarles lo que han averiguado mis guardias de provincias ardo en deseos de que me participen los hallazgos de los especialistas.

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