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La juez se quedó inmóvil. Estaba aterrada y todo el aparato de su ira no era suficiente para disimularlo. No era sólo la proximidad intimidante de mi subordinada lo que la paralizaba. Entré y cerré la puerta detrás de mí.

– La función se ha terminado, Señoría. Andrea, la italiana, ha hablado. Elija usted. O se rinde y tratamos de enderezarlo o la detenemos.

– Han entrado ilegalmente en mi casa -lloriqueó.

– Si quiere voy por un mandamiento o espero a que salga mañana -grité-¿Es que no entiende nada o es que está sorda?

La juez estaba blanca como la pared. Chamorro pudo sujetarla antes de que se fuera al suelo. La llevamos a la sala y la tendimos en el sofá. Mientras le acomodaba la cabeza, mi ayudante me consultó:

– ¿Qué es eso de Andrea?

– Un farol. Pero ya ves que ha colado. Vamos a reanimarla.

Chamorro trajo agua. La juez apenas pudo beber un par de sorbos. La incorporamos y fue volviendo lentamente en sí.

– Cómo pude creer que… Qué locura -balbuceó.

– Cálmese. Lo arreglaremos. Estamos convencidos de que usted no lo hizo, pero tiene que ayudarnos a demostrarlo y para eso no le queda más remedio que contárnoslo todo, tan fielmente como pueda.

– ¿Todo? -rió como una demente-. No sé por dónde empezar.

– Empiece por el principio. Será más fácil. ¿Cómo conoció a Eva?

– En una fiesta, en un yate -rememoró-. Hace tres semanas, o más.

– ¿Quién daba esa fiesta?

– Unos italianos, los dueños del yate.

– ¿Cómo llegó allí?

– Por un amigo de la universidad, de Madrid. Había estado en Estados Unidos con uno de los del yate, o con otro que trabajaba donde uno de los del yate. No me acuerdo bien.

– ¿Quién había en la fiesta?

– Seis o siete italianos y otros tantos españoles. A todos era la primera vez que los veía.

– ¿Allí conoció a Enzo y a Andrea? -se arriesgó Chamorro. Antes de poder recriminarle nada recordé que Enzo le había confiado, la primera noche que había hablado con él, que a Eva la habían encontrado en una especie de orgía a bordo de un yate.

– Allí los conocí. A Andrea y a Enzo. -Tras pronunciar el último nombre se quedó asintiendo con la cabeza.

– ¿Pasó algo raro en esa fiesta?

La juez abrió mucho los ojos, apuntándolos al vacío.

– ¿Raro? Bueno, para mí lo fue, y mucho. No estaba acostumbrada a esas cosas. Ni lo estoy.

– ¿Qué cosas? -le tiró de la lengua Chamorro.

– Primero la cocaína. No la había probado nunca. Luego lo demás. Tampoco había visto nunca a una mujer a horcajadas sobre otra. Y eso no fue lo más original, desde luego. Pero todos ellos parecían habituados.

– ¿Y usted qué hizo?

– Lo último que recuerdo es que estaba muy mareada. Luego sólo hay caras y ruidos. La verdad, no sé lo que hice. Todo, supongo.

– ¿Qué es lo que recuerda de Eva Heydrich en esa fiesta?

– Varios números, casi todos impresionantes. El que más me afectó, el que hizo con mi amigo.

– ¿Puede describirlo?

– No creo que nadie pueda describirlo.

– ¿Qué tipo de relación tenía usted con ese amigo? ¿Eran sólo eso, amigos? ¿O hubo en algún momento algo más?

– Creí que lo había, o que él me había buscado con la intención de que lo hubiera. Se había enterado de que yo estaba destinada aquí y me llamó para hacerme una visita y pasar unos días juntos este verano. En realidad él suele parar en Menorca. Tiene una casa al norte de la isla. Trabaja como abogado para bancos extranjeros y con sólo veintinueve años ya es millonario.

– ¿Millonario?

– Bueno, quizá no tanto como eso. Gana tres o cuatro veces lo que yo, a eso me refiero. El caso es que desde que llegó me pareció que me cortejaba. Ya en la facultad lo había hecho y yo no le había correspondido mucho. Pero es diferente cuando estás sola en un pueblo como éste y tienes dos años por delante. Te haces mucho más accesible. Todo fue más o menos bien hasta que apareció esa Eva. Ella le prestó la misma atención que a cualquier otro, pero él se quedó embrujado. Desde luego era una mujer experta, bastante más de lo que yo lo seré nunca. Debió ser por eso.

Había una amargura casi infantil, en aquella comparación. La juez ya no resistía. Necesitaba que la protegieran y tal vez entender por qué su vida encauzada se había puesto patas arriba.

– ¿Y después de la fiesta, cuándo volvió a verla?

– Raúl, mi amigo, regresó a Menorca al día siguiente. Tenía huéspedes, otros compañeros de su época en Estados Unidos. Éstos eran alemanes, o algo por el estilo. Yo me quedé aquí. Estuvimos más de una semana sin vernos, sin hablar por teléfono siquiera. Procuré aprovechar para ordenar mis pensamientos, aunque la verdad es que no ordené nada. Cuando Raúl me llamó y me dijo que venía otros cuatro o cinco días a Mallorca, no se me ocurrió oponerme.

Aunque sus indicaciones no eran muy precisas, traté de establecer la cronología de los hechos de forma aproximada. Según mis cálculos, no podíamos estar muy lejos de la noche en que habían matado a Eva. Percibí que la juez había perdido el impulso. Repetí mi pregunta:

– ¿Cuándo volvió a verla?

– A eso iba. Lo primero que hizo Raúl, la misma noche que llegó, fue llevarme al puerto deportivo. Íbamos de local en local, casi sin darnos tiempo a tomar lo que pedíamos en cada uno. Comprendí que la estaba buscando. Y la encontramos. Ella tardó en reconocerle, si es que le reconoció. Pero mejor o peor consiguió pegarse a ella. Raúl ya había llegado bastante tocado. Creo que se había metido algo en casa, antes de salir. A pesar de todo siguió bebiendo. En un momento de la noche, tampoco era muy tarde, se nos unieron Andrea y Enzo. Yo había estado hablando con Andrea la noche de la fiesta en el yate, antes del jaleo del final. Me había parecido un poco inquietante, pero simpática. No sé cómo salió lo de ir a la playa. Raúl insistió para que Eva viniera en nuestro coche. A ella le daba igual, vio que el coche de Raúl era mejor que el coche alquilado de los italianos y se vino con nosotros. Ellos se desviaron para coger algo en su apartamento, así que nosotros llegamos antes a la playa. Por cierto que no nos salimos de la carretera de milagro. Raúl estaba muy mal. Apenas se entendía lo que decía. Entonces ella empezó a hartarse de él, y él no se dio cuenta. Siguió atosigándola hasta que ella se enfadó. Por un momento pensé que le pegaba. Pero antes de que lo hiciera vino esa mujer, la suiza. Tardamos en fijarnos en que estaba encañonándola con un revólver.

Durante el resto de su relato, la juez fue reconstruyendo con una metódica parsimonia todos los hechos y circunstancias que resolvían, al fin, el sinfín de perplejidades que Chamorro y yo habíamos ido acumulando en los últimos días. A partir de cierto punto, incluso, recobró la presencia y el temple y llegó a exhibir una singular pulcritud. A fuerza de callarlo y de meditar sobre cómo podría eludir sus consecuencias, había perfeccionado un privilegiado conocimiento de aquel desdichado accidente en que se había visto envuelta contra su voluntad y su provecho.

Su Señoría, una vez que hubo descargado su conciencia, consintió en acompañarnos. Me asomé a la ventana y le hice a Perelló señal de que subiera. Quería entregarla a alguien que le inspirase confianza. Después de que Chamorro la ayudara a trepar al todoterreno, la juez se despidió con una última confesión:

– Me alegro de que vinieran. No habría sabido terminar todo esto. Y me fastidiaba, tener que fingir por culpa de ella. No podré reconocerlo más adelante, pero si lo pienso fríamente, no me da ninguna lástima que esa chica muriera. La traté poco y sólo saqué en limpio que era una especie de fiera, salvaje y destructiva.

Recordé mi primera conversación con Regina y la brumosa narración que un borracho llamado Xesc había hecho para mí sobre las andanzas de Eva en la cala.

– ¿Algo así como un tigre? -sugerí.

– Algo así como un tigre -me secundó.

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