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– No quería que en la caída se provocara un incendio -dijo Seldom, como si asintiera a su pesar a un razonamiento irreprochable.

– Sí -dijo Petersen-, yo imaginé al principio, dentro del esquema anterior, que si había avisado con anticipación era quizá porque quería inconscientemente que lo detuviéramos, o que tal vez fuera parte de su diversión: un handicap que nos otorgaba. Pero todo lo que quería era que los cuerpos no se incendiaran y que las ambulancias estuvieran cerca, para asegurarse de que los órganos llegaran lo antes posible al hospital. Sabía que diez cuerpos le daban una buena probabilidad para el trasplante. Supongo que a su manera triunfó: cuando nos dimos cuenta era demasiado tarde. La operación se hizo casi de inmediato, ese mismo día, apenas se obtuvo el consentimiento del primer par de padres, y según me dijeron, la chica va a sobrevivir. En realidad sólo empezamos a sospechar de él ayer, cuando en una comprobación de rutina vimos que su nombre aparecía también en la lista de Blenheim Palace. Había llevado al concierto a otro grupo de chicos de la escuela y se suponía que los esperaría en la playa de estacionamiento. Estaba en una posición perfecta para rodear por atrás la glorieta, asfixiar al percusionista y volver de inmediato a su lugar durante el tumulto sin que nadie lo viera. En el Radcliffe nos confirmaron que conocía a Mrs. Eagleton: las enfermeras lo vieron hablar con ella en un par de ocasiones. Sabemos también que Mrs. Eagleton llevaba a la sala de espera el libro que usted escribió sobre series lógicas. Probablemente le contó que lo conocía personalmente a usted, sin saber que eso la convertiría en su primera víctima. En fin, entre los libros de él encontramos uno sobre los espartanos, uno sobre los pitagóricos y los trasplantes en la antigüedad y otro sobre el desarrollo físico de los niños Down: quería asegurarse de que los pulmones servirían.

– ¿Y cómo hizo lo de Clark? -pregunté yo.

– Ahora nunca lo voy a poder confirmar, pero mi idea es ésta: a Clark no lo mató. Simplemente vigiló el segundo piso hasta que vio salir una camilla con un muerto de esa sala, la sala que, él sabía, visitaba Seldom. Los cadáveres quedan en un cuartito en ese mismo piso, sin ninguna vigilancia, a veces durante horas. Lo único que hizo fue entrar en ese cuarto y clavar en el brazo de Clark la punta de una jeringa vacía, para dejar una marca y simular un asesinato. El hombre verdaderamente se proponía, a su modo, hacer el menor daño posible. Creo que para entender el razonamiento debemos empezar por el final. Quiero decir, empezar por el grupo de chicos Down. Posiblemente desde que le negaron por segunda vez un pulmón para su hija empezó a concebir las primeras ideas en esta dirección. Todavía no había pedido licencia en ese momento y llevaba y traía todas las mañanas a ese grupo de chicos en su ómnibus. Empezó a verlos como un banco de pulmones sanos, que dejaba ir todos los días mientras su hija se moría. La repetición crea el deseo, sí, y el deseo crea obsesiones. Quizá pensó primero en matar a uno solo pero sabía que no era tan fácil dar con un pulmón compatible. Sabía también que muchos de los padres en esta escuela son católicos extremos: es muy común en los padres de estos chicos el corrimiento a la religión, algunos creen incluso que sus hijos son ángeles de algún tipo. No quería correr riesgos de que le negaran otra vez el trasplante eligiendo uno al azar, pero tampoco podía simplemente despeñarse con ellos: los padres sospecharían de inmediato y ninguno querría donar el pulmón. Todos sabían que Johnson estaba desesperado por su hija y que poco después de la internación había consultado la legislación inglesa con la intención de suicidarse. Necesitaba en definitiva, alguien que los matara por él. Éste, supongo yo, era su dilema hasta que leyó, quizás a través de Mrs. Eagleton, o en ese avance en el diario, el capítulo de su libro sobre los crímenes en serie. Encontró entonces la idea que le faltaba. Concibió su plan, un plan simple. Si no podía conseguir alguien que matara a los chicos por él, inventaría un asesino. Un asesino serial imaginario en el que todos creyeran. Había leído ya, probablemente, sobre los pitagóricos, y no le resultó difícil imaginar una serie de símbolos que pudieran ser vistos como un desafío a un matemático. Aunque quizá el segundo símbolo, el pez, tuviera una connotación privada adicional: es el símbolo de los primeros cristianos. Fue tal vez su modo de señalar que se estaba vengando. Sabemos también que lo fascinaba particularmente el símbolo del Tetraktys, está escrito en el margen de casi todos sus libros, posiblemente por la correspondencia con el número diez, el equipo completo de básquet, la cantidad de chicos que pensaba matar. Eligió a Mrs. Eagleton para iniciar la serie porque difícilmente podría pensarse en una víctima más fácil: una mujer anciana, inválida, que se quedaba sola en su casa todas las tardes. Sobre todo, no quería alertar al principio a la policía. Este era un elemento clave del plan: que las primeras muertes fueran discretas, imperceptibles, de manera que no nos echáramos de inmediato sobre él y pudiera tener tiempo para llegar a la cuarta. Le bastaba que una sola persona estuviera avisada: usted. Algo le salió mal en esa primera muerte pero fue de todos modos más inteligente que nosotros y no volvió a cometer errores. Sí, a su manera, triunfó. Es extraño, pero me cuesta condenarlo: yo también tengo una hija. Es difícil saber hasta dónde llegaría uno por un hijo.

– ¿Usted cree que planeaba salvarse? -preguntó Seldom.

– Eso no creo ya que nunca lo sepamos -dijo Petersen-. En el peritaje se descubrió que había limado ligeramente la dirección. Esto le habría dado en principio una coartada. Pero por otro lado, si pensaba saltar, podría haberlo hecho antes. Creo que quiso manejar hasta el final, para estar seguro de que el ómnibus verdaderamente cayera al precipicio. Sólo cuando atravesó la valla se decidió a saltar. Cuando pudieron rescatarlo ya estaba totalmente inconsciente y murió en la ambulancia antes de llegar al hospital. Bien -dijo el inspector mientras llamaba al mozo y consultaba su reloj-, no me gustaría llegar tarde al servicio. Sólo quiero decirles una vez más que aprecié verdaderamente la ayuda de ustedes -y le sonrió por primera vez a Seldom sin prevenciones-: leí hasta donde pude los libros que usted me prestó, pero las matemáticas nunca fueron mi fuerte.

Nos pusimos de pie junto con él y lo vimos alejarse hacia la iglesia de St. Giles, donde se había congregado ya una gran cantidad de gente. Algunas de las mujeres llevaban velos negros y otras eran llevadas de la mano adentro de la iglesia, como si les resultara demasiado penoso subir solas los pocos escalones de la entrada.

– ¿Usted vuelve al Instituto? -me preguntó Seldom.

– Sí -dije-, en realidad no debería haberme tomado estos minutos: tengo que terminar y enviar hoy sin falta el informe de mi beca. ¿Y usted?

– ¿Yo? -Miró hacia la entrada de la iglesia, y por un momento me pareció que estaba muy solo y curiosamente desvalido.- Creo que voy a esperar aquí a que termine el servicio: quiero acompañar la procesión al cementerio.

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