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– Usted tenía razón sobre el símbolo -dijo; alzó los ojos a Seldom, como si no estuviera seguro todavía si debía considerarlo un aliado o una clase indescifrable de adversario. Creí entenderlo: había en el modo de razonar de Seldom un elemento inaccesible al inspector, y Petersen no debía estar acostumbrado a que otro pudiera anticiparse en una investigación.

– Sí, pero ya ve, el símbolo no nos ayudó en nada.

– Hay de todos modos algunas variaciones curiosas en el mensaje: no figura esta vez la hora y los bordes de las dos tiras están dentados, el papel parece haber sido rasgado con cierto descuido, en un apuro, como si hubiera recortado el programa con los dedos…

– O quizá -dijo Seldom-, esa es exactamente la impresión que quiere dejarnos. ¿No fue acaso toda la escena, con el haz de luz y el climax de la música, como un acto consumado de ilusionismo? En el fondo lo importante no era la muerte del percusionista, el verdadero truco era dejarnos bajo las narices estos dos papelitos.

– Pero el hombre allá arriba en el escenario está muerto, sin trucos -dijo Petersen fríamente.

– Sí -dijo Seldom-, eso es lo extraordinario: la inversión de la rutina, el efecto mayor puesto al servicio del efecto menor. Todavía no entendemos la figura. La podemos dibujar ahora, podemos seguir el trazo, pero no la vemos, no la vemos todavía como él.

– Pero si lo que usted pensaba era cierto quizá alcance con demostrarle que conocemos la continuación de la serie para detenerlo. En todo caso creo que ahora debemos intentarlo. Enviarle ya mismo un mensaje.

– Pero si no sabemos quién es -dijo Seldom-, ¿de qué modo podrá hacerle llegar un mensaje?

– Estuve pensando en eso desde que recibí la hojita con su explicación. Creo tener una idea, espero poder consultarla esta misma noche con la psiquiatra y lo llamaría a usted después. Si nos queremos anticipar y evitar la próxima muerte no tenemos tiempo que perder.

Escuchamos la sirena de una ambulancia y vimos que también se había detenido en el estacionamiento la camioneta del Oxford Times. La puerta lateral se descorrió y apareció un camarógrafo y luego el periodista larguirucho que me había entrevistado en Cunliffe Close. Petersen recogió con cuidado las dos tiras de papel por las puntas y las guardó en uno de sus bolsillos.

– Por ahora esto es una muerte natural -dijo-, no quiero que ese periodista nos vea juntos -Petersen suspiró y se dio vuelta hacia la multitud que rodeaba el escenario-. Bien -dijo-, tengo que contar a toda esta gente.

– ¿Cree de verdad que todavía puede estar aquí? -dijo Seldom.

– Creo que en cualquiera de los dos casos, tanto si la cuenta está completa, como si falta alguien, sabremos algo más de él.

Petersen se alejó unos pasos y se detuvo para conversar un momento con la mujer rubia que había estado sentada a su lado. Vimos que el inspector le hacía una seña hacia nosotros y que la mujer asentía con la cabeza. Un instante después la vimos avanzar decididamente a nuestro encuentro con una sonrisa cordial.

– Me dice mi padre que no dejarán salir taxis ni autos por un tiempo. Yo vuelvo ahora a Oxford, puedo dejarlos donde quieran.

La seguimos hacia el estacionamiento y subimos a un auto con una discreta identificación policial en el parabrisas. Al salir de la explanada nos cruzamos con los patrulleros que había pedido Petersen.

– Era la primera vez que lograba traer a mi padre a un concierto -dijo la mujer mirando hacia atrás-, creí que lo iba a distraer del trabajo. En fin, supongo que ahora ya no vendrá a cenar. Dios mío, ese hombre sujetándose la garganta… todavía no lo puedo creer. Mi padre creyó que lo estaban ahorcando, estuvo a punto de disparar sobre el escenario, pero el círculo de luz que le iluminaba la cara no dejaba ver nada detrás de él. Me preguntó a mí si debía disparar.

– ¿Y qué se veía desde su asiento? -pregunté yo.

– ¡Nada! Fue todo tan rápido… Además, yo estaba distraída mirando a lo alto del palacio, sabía que al final del movimiento se dispararían los primeros fuegos artificiales. Estaba pendiente de eso: siempre me piden que organice la parte de los fuegos. Suponen que porque soy la hija de un policía debo tener una buena relación con la pólvora.

– ¿Cuánta gente había en el techo a cargo de los fuegos? -preguntó Seldom.

– Dos personas, no se necesitan más. Quizá hubiera a lo sumo una más de la guardia del palacio.

– Si no me equivoco -dijo Seldom-, la posición del percusionista era un poco diferente a la del resto de la orquesta. Era el último, estaba al fondo de la glorieta, sobre un escalón, algo separado de los demás. Era el único que podía ser atacado por detrás sin que los otros músicos se dieran cuenta. Cualquiera en el público o desde el palacio pudo haber rodeado la glorieta cuando se apagaron las luces.

– Pero mi padre dijo que la muerte se debió a un paro respiratorio. ¿Hay acaso alguna forma de inducir desde afuera algo así?

– No sé, no sé -dijo Seldom, y murmuró en voz baja-, espero que sí.

¿Qué había querido decir Seldom con aquel espero que sí? Estuve a punto de preguntarle en ese momento, pero la hija de Petersen se había enfrascado con él en una conversación sobre caballos, que derivó luego sin retorno y algo imprevistamente en una búsqueda de ancestros escoceses comunes. Me quedé dando vueltas por un instante la pequeña frase intrigante, preguntándome si se me habría escapado alguna de las posibles inflexiones en inglés de la expresión / hope so. Asumí que había sido simplemente una forma de decir que aquella, la de un ataque, era la única hipótesis razonable, que por el bien de una cordura general era preferible que las cosas hubieran ocurrido así. Que si no hubiera sido provocada de algún modo, que si la muerte realmente había sido natural, no cabía sino pensar en algo impensable: en hombres invisibles, en arqueros zen, en poderes sobrenaturales. Son curiosos los pequeños remiendos, las suturas automáticas de la razón: me convencí de que era sólo eso lo que Seldom había querido decir y no volví a preguntarle sobre esto, ni al bajar del auto ni en todas las veces siguientes que conversamos, y sin embargo, en aquella frase murmurada por lo bajo, me doy cuenta ahora, hubiera podido penetrar, como en un atajo, en la recámara de su pensamiento. Puedo decir quizá en mi defensa que estaba en realidad sobre todo atento a otra cuestión: no quería dejar escapar a Seldom aquella noche sin que me revelara la ley de formación de la serie. El símbolo del triángulo, para mi vergüenza, me había dejado tan a oscuras como al principio, y mientras escuchaba a medias la conversación en el asiento de adelante trataba en vano de darle algún sentido a la sucesión círculo, pez, triángulo, y de imaginar, inútilmente, cuál podía ser el cuarto. Estaba decidido a arrancarle la solución a Seldom apenas bajáramos del auto y vigilaba con alguna preocupación las sonrisas de la hija de Petersen. Aunque se me escapaban algunas de las expresiones coloquiales me daba cuenta de que la conversación había tomado un giro más íntimo y de que en algún momento ella había repetido en un tono seductor de niñita abandonada que debería cenar sola esa noche. Habíamos entrado a Oxford por Banbury Road y la hija de Petersen detuvo el auto frente a la curva de Cunliffe Close.

– Aquí es donde debo dejarte, ¿no es cierto? -me dijo, con una sonrisa encantadora pero inapelable.

Bajé del auto pero antes de que volviera a arrancar golpeé en un súbito impulso la ventanilla del lado de Seldom.

– Tiene que decirme -le dije en castellano, en voz baja pero con un tono apremiante-, aunque sea una pista, dígame algo más de la solución de la serie.

Seldom me miró asombrado, pero mi representación había sido convincente y pareció apiadarse de mí.

– ¿Qué somos usted y yo, qué somos los matemáticos? -me dijo, y se sonrió con una extraña melancolía, como si volviera a él un recuerdo que creía perdido-. Somos, como dijo un poeta de su país, los arduos alumnos de Pitágoras.

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