– No quiero regalaros esta información, quiero venderla.
– ¿Quieres vender a D'Arlés? -Jacques no pudo disimular su asombro.
– Creo que hablo vuestra lengua con bastante corrección, pero si lo deseáis puedo explicarlo en árabe. -El sarcasmo fue lanzado con dureza.
– ¿Y cuál es el precio en que has pensado, Giovanni? Jacques seguía sorprendido, no se esperaba aquello de un hombre como Giovanni. Le conocía desde hacía ya mucho tiempo y podía jurar que su forma de actuar era, en cierto sentido, honesta, si es que se podía utilizar la palabra en un sucio trabajo como aquél. Se habían enfrentado en varias ocasiones e incluso recordaba el respeto que le profesaba Bernard. Siempre aseguraba que Giovanni era un «rara avis» en medio de las intrigas pontificias. El Bretón se preguntaba qué había podido suceder para que el italiano actuara de aquel modo. Sabía que odiaba a D'Arlés con todas sus fuerzas, pero… Miró a Dalmau, que se había quedado paralizado al oír la respuesta de Giovanni, como una gárgola de piedra detenida en el tiempo. -¿Cuál es el precio, Giovanni? -repitió.
– Quiero ingresar en el Temple, en una encomienda alejada, sin cargos ni responsabilidades. Quiero alejarme de todo esto y que nadie pueda encontrarme. Ése es mi precio.
– ¡Realmente todo el mundo se ha vuelto loco! -exclamó Dalmau en tono lúgubre.
– ¿Estás hablando en serio, Giovanni, o simplemente te estás riendo de nosotros, para luego contárselo a tus compinches? -Jacques no salía de su asombro.
– Estoy hablando en serio, Jacques. Y os aviso, D'Arlés está trastornado, enfermo de sangre, como una bestia enloquecida. No sé si podréis detenerlo. No tenéis ni idea de lo que hizo con Monseñor, ni en vuestras peores pesadillas os lo podríais imaginar. Quiero acabar con esto, ya he tenido suficiente.
– ¿Es por eso, por lo que le hizo a Monseñor? -preguntó Dalmau.
– No, no tiene nada que ver. Yo mismo hubiera acabado con él si hubiera tenido valor. Es por mí, Dalmau, únicamente por mí, quiero cambiar mi vida ahora que estoy a tiempo.
– ¿Tienes miedo a que D'Arlés te atrape? -insistió Dalmau.
– No puedes entenderlo, ¿verdad? -Giovanni pareció entristecerse-. Está bien, olvidadlo, yo mismo me encargaré de D'Arlés, también tengo viejas cuentas que saldar. Él o yo, tanto da, sea quien sea, el que sobreviva poca cosa cambiará. Pero tenía que intentarlo.
– ¡Espera Giovanni! Nadie ha tomado una decisión todavía. Déjame hablar con Dalmau un momento, a solas.
Los dos hombres desaparecieron tras una fila de fardos, mientras Giovanni prescindía de la hermosa copa de plata y bebía directamente del barrilete. Tras unos breves minutos, reaparecieron con semblante serio.
– De acuerdo, Giovanni, trato hecho. -Jacques le tendía una mano.
Los tres hombres volvieron a sus asientos. Giovanni llenó de nuevos las copas y tres brazos se alzaron en la penumbra del almacén. Bebieron en silencio y después, en tono muy bajo, Giovanni empezó a hablar.
Salió del bosque para enfilar un sendero que discurría paralelo a un arroyo. Los campos y la exuberante vegetación empezaban a dar paso a un paisaje diferente. Miró hacia lo alto, contemplando la montaña de piedra rojiza, tallada de forma caprichosa, como si un escultor se hubiera dedicado a dar forma a sus pesadillas. Por el camino, que iba estrechándose, todavía podía disfrutar del olor de las plantas aromáticas que definían su límite, el tomillo que abrazaba con fuerza la roca y el orégano meciéndose al compás de la ligera brisa que presagiaba lluvia. El aire llevaba consigo ráfagas de una humedad fría que le recordaba el ambiente de una tumba abierta. Guillem sacudió la cabeza, no podía desprenderse de la memoria de la muerte, la vieja dama de la guadaña le visitaba con demasiada frecuencia últimamente, como si intentara transmitirle un mensaje oculto y enigmático. Vio a dos águilas a lo lejos, planeando por encima de las peñas, ascendiendo en círculos concéntricos. El camino se había convertido en un pedregal y, en uno de sus lados, el arroyo se transformaba en un torrente que caía hacia un abismo cada vez más profundo. Su caballo seguía con paso lento, tranquilo, indiferente al precipicio y a las dificultades, seguro de su destino.
Llegó a un amplio terraplén donde el camino parecía terminar, y una solitaria torre se erguía pegada a una impresionante pared vertical de piedra gris. El rojo y el gris de la roca eran los dos únicos colores que se alternaban en aquel paraje desolador y sombrío. Minúsculas gotas de lluvia comenzaron a caer, alterando el silencio del lugar. Guillem se envolvió en su capa oscura y desmontó. Descargó al animal de todo su peso y contempló la torre abandonada de vida. Había sido una construcción importante hacía ya muchos años, pero la frontera se había desplazado y las victorias cristianas la habían convertido en lo que actualmente era un simple recuerdo que la escasa vegetación conquistaba día a día. Doce metros de orgullosa altura, con estrechas saeteras que parecían observarle con prepotencia. Se acercó a la construcción. Su única puerta colgaba a unos cuatro metros de altura del suelo, como un enorme escalón para gigantes o dioses que no necesitaran de escaleras ni cuerdas para acceder a ella. Sobre la inalcanzable puerta, una pétrea cruz del Temple indicaba a los extraños quién era el verdadero señor del lugar. Guillem dio la vuelta al edificio, en el lugar donde la torre se fundía con la pared rocosa, convirtiéndose en parte de ella. Se arrodilló en el mismo ángulo, donde una losa cubierta de moho, parecía empotrada en la roca y presionó con fuerza sobre ella hasta que se hundió con un seco crujido. Un sonido de ruedas y goznes se mezcló con la lluvia que arreciaba con fuerza, empapando al joven que volvió a su posición anterior, ante la elevada puerta, esperando. La fachada de la torre sufrió una sacudida y lo que hasta entonces parecían grandes sillares perfectamente tallados, empezaron a transformarse en bloques más pequeños que, a breves intervalos, se desplazaban hacia el exterior. Bajo la elevada puerta, de forma ordenada, aparecían unos estrechos escalones de la propia piedra, uno tras otro, hasta que el último, a unos treinta centímetros del suelo, dio por terminada la operación. Con un último temblor, la construcción quedó de nuevo en silencio.
Guillem subió los empinados escalones hasta la puerta y entró en la torre. Las saeteras dejaban entrar una tenue luz gris y mortecina y esperó unos instantes hasta que su vista se acostumbrara a la pálida claridad. No había nada en la estancia. Su desnudez sólo estaba rota por una colosal chimenea en el lado norte, donde la torre se fundía con la roca viva. Guillem se acercó al hogar, viejos rescoldos en descomposición eran el último vestigio de una presencia humana, y el joven recordó la exquisita meticulosidad de Bernard en el arte de borrar cualquier rastro de su presencia. Sacó de la alforja una pequeña tea preparada y los utensilios para encenderla, y una luz rojiza brillante inundó de improviso la estancia, iluminando sus altos muros. Entró en la chimenea, alzando el brazo en su interior hasta que su mano rozó la forma de una cadena, y tiró con un movimiento brusco. La pesada losa que cerraba el hogar se levantó lentamente, casi sin un ruido y a la luz de su antorcha, pudo ver el comienzo de una angosta escalera tallada en la piedra. Respiró hondo varias veces, como si intentara llenar sus pulmones con todo el aire contenido en la torre y emprendió el ascenso. Doscientos cincuenta y dos escalones, pensó, dos más cinco más dos, nueve. «Si estás abatido, piensa en el nueve, dibújalo en el aire, dentro de tu mente», le aconsejaba Bernard el Cabalista: nueve días, nueve horas con Timbors, nueve maldiciones en tu honor, querido maestro.
Se detuvo a descansar, sentado en la estrechez del frío escalón, contemplando el agujero negro que seguía delante de él y que seguía a sus espaldas. Con un último esfuerzo, empujó la trampilla de madera con la espalda, y quedó tendido en el suelo, respirando con dificultad y absorbiendo el aire helado, limpio, que le llegaba. Después de unos largos minutos allí, boqueando como un pez arrojado fuera del agua, se levantó y caminó por la áspera roca, desembocando en una impresionante balma, una gran cueva abierta como una herida en el corazón de la montaña, azotada por el viento y la lluvia. Desde cientos de metros de altitud, contempló la inmensidad del paisaje que se abría ante sus ojos, la diminuta silueta de la torre allá abajo, perdida su arrogancia en un punto indefinido, devorada por los picos montañosos que la rodeaban.