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– ¿Sabes algo de D'Arlés? -preguntó Dalmau, volviendo a su abatimiento.

– Ha desaparecido de la faz de la tierra. Todo el mundo le busca con muy malas intenciones -respondió Mauro, mirándolos con curiosidad-. Pero tengo algo para vosotros.

– ¿De qué se trata, Mauro? -saltó Jacques. -Alguien quiere hablar con vosotros, hacer un trato. -¿Qué clase de trato? -casi gritó Jacques, nervioso ante la lentitud del viejo.

– Me ha parecido intuir que se refiere a D'Arlés, pero no estoy seguro. Esa persona sólo desea hablar con vosotros, sin intermediarios. Quizá sea una trampa, no lo sé.

– ¿Vas a tenernos aquí todo el día, en ascuas, dándonos información gota a gota? -estalló Jacques.

– No te pongas nervioso, Bretón, digo lo que sé, nada más. Ese hombre me ha dado una cita, un lugar y una hora. Quiere hablar con vosotros. El resto es cosa vuestra.

– ¿Podemos contar contigo, Mauro? -preguntó Dalmau con suavidad.

– Lo siento, chicos, de verdad, pero tengo que partir inmediatamente, son órdenes de Bernard. Y Ya sabéis que jamás discuto las órdenes de Bernard.

– ¡Por todos los infiernos posibles! ¿Es que tú también te has vuelto loco? ¿Qué quiere decir que tienes órdenes de Bernard, maldita sea? -Jacques estaba perdiendo la paciencia.

– Eso he dicho y es lo único que me es posible comunicaros, caballeros. -Mauro conservaba su media sonrisa, inmune a las maldiciones del Bretón. Comunicó a sus compañeros la cita que les esperaba y volviendo a insistir en sus enigmáticas órdenes, desapareció sin añadir nada más. Dalmau y Jacques se miraron con estupor.

– Vamos a acabar todos como D'Arlés, si es que no lo estamos ya, Jacques.

Guillem cambió el rumbo de su montura, hacia el noreste, hacia el punto indicado por Guils. No apresuró el paso, nada le obligaba a cumplir las órdenes con rapidez. Dejó que el caballo encontrara el ritmo más cómodo, como un vagabundo al que no importara su destino. Su mente intentaba ordenar lo sucedido, colocar cada pieza en el lugar adecuado y comprender su significado. Aquella mañana había vuelto a la posada, pidió unas sogas para recuperar el cuerpo de Timbors y contempló la infinita tristeza de la posadera ante la noticia, sus inútiles excusas. Intentó tranquilizar su ánimo, nadie podía esperarse algo así, le dijo, no tenía culpa alguna por el hecho de indicarle el camino a la ermita, si no hubiera ocurrido allí, hubiera ocurrido en otro lugar.

Hablaba mecánicamente, sin saber qué sentir. Timbors no deseaba vivir, su existencia sólo era sufrimiento y dolor, nada podía salvarla porque nada conocía, sólo la pena. Los hijos mayores de la posadera le ayudaron, dos muchachos adolescentes de mirada grave, impresionados ante la juventud de Timbors, su belleza. «¿Por qué?», preguntó uno de ellos a un conmocionado Guillem, y éste no supo qué responder, sólo contener el sollozo que subía por su garganta. Había sido un trabajo arduo, colgado de la pared vertical, mirando fijamente el abismo que había sido la última compañía de la joven. «Timbors, Timbors», repitiendo su nombre como un talismán que impidiera su caída, que detuviera la duda de reunirse con ella para siempre, de alejarse del dolor. ¿Por qué no? Abrazó el frágil cuerpo roto, hundiendo su cabeza en su pecho, confundiéndose en el mismo dolor, pero ya no estaba allí, el sufrimiento había desaparecido liberando a la joven, ya no había nada.

Pidió enterrarla en uno de los campos de amapolas, solo, sin ayuda, llevando el cuerpo a sus espaldas. Antes de dejarla en su tumba, contempló su rostro, el vestido blanco que la posadera le había dado para enterrarla, y la tapó con una fina sábana de hilo, para que la tierra no la molestara. «¡Timbors, Timbors! Un puñado de tierra en medio del esplendor rojo. No pude salvarte, mi dulce Timbors.» Se quedó en la posada durante todo el día, contemplando desde la ventana el campo de amapolas. No tenía prisa ni nada en qué pensar, cerraba los ojos para contemplar un espacio en blanco, sin color, como si una espesa niebla se hubiera instalado en su mente dejándola en paz. No se movió del lugar durante horas y al alba, sin despedirse de nadie, preparó su montura y desapareció. Dos muchachos, desde los ventanucos de la buhardilla, le vieron partir en silencio. Sólo paró su montura una sola vez, para perder su mirada en el campo rojo.

El almacén estaba atestado de sacos ordenados en hileras y amontonados hasta la altura de dos hombres. Entre ellos había un mínimo espacio convertido en camino de un laberinto. Los dos hombres caminaban con precaución, las armas desenvainadas, el paso cauteloso, sin levantar un simple murmullo. El Bretón se detuvo haciendo un gesto de aviso a su compañero.

– No hay peligro, sólo quiero hablar con vosotros. -Una voz se oyó a su izquierda, apareciendo una silueta.

– ¿Te parece un buen lugar esta pocilga? -El tono de Jacques era burlón.

– No te preocupes, Bretón, he procurado disponer de un lugar adecuado para nosotros. No es exactamente la corte pontificia, pero creo que nos servirá.

Giovanni les guió hasta lo que parecía el centro de aquel laberinto de sacos y mercancías. Allí dos candelabros esperaban a sus visitantes, y varios sacos dispersos estaban preparados como improvisados asientos.

– Poneos cómodos, caballeros. -Giovanni sacó de las alforjas un pequeño barril y unas delicadas copas-. Brindaremos a la salud de Monseñor que ha sido tan amable de proporcionarnos su inmejorable vino y sus preciadas copas de plata.

– ¿Has robado todo esto a Monseñor? -Dalmau estaba escandalizado.

– En estos momentos, Dalmau, dudo mucho que puedan hacerle falta en su viaje, ¿no crees?

– ¿Qué significa todo esto, Giovanni? ¿También tú te has vuelto loco? -Jacques desconfiaba, su mirada vigilante escudriñaba cada rincón.

– Creí que Mauro os lo había explicado, quiero hacer un trato.

– Eso es bastante difícil de creer, Giovanni, hace ya demasiado tiempo que trabajamos en bandos diferentes -saltó Dalmau con gesto de duda.

– Sí, tienes razón, es difícil de creer. Llevamos años jugando al ratón y al gato, como estúpidos corderos al servicio de perversos pastores. Nada puedo objetar a tu desconfianza, Dalmau, pero estoy harto y cansado.

Giovanni se sentó en uno de los fardos dispuestos y llenó su copa de vino, abstraído, ajeno a la desconfianza que despertaba. El Bretón lo observaba con atención, calibrando sus palabras.

– No me extraña que estés harto. Monseñor era un auténtico hijo de mala madre y lamento decirlo, Giovanni. Lo realmente extraño es que lograras aguantar tanto tiempo a su servicio. -El gigante decidió sentarse al lado del agente papal, y aceptar la copa que se le ofrecía.

– No voy a brindar por ninguna muerte, ni siquiera por la de ese malnacido. -Dalmau vacilaba, se negaba a aquella turbia camaradería.

– No te preocupes, nadie te obliga a ello. Puedes brindar por lo que te apetezca. Por tu hermano Gilbert, por ejemplo. Dalmau se abalanzó sobre el italiano con los ojos ardiendo en cólera, y el Bretón tuvo que hacer un esfuerzo por separarlo.

– ¡Maldita sea, Dalmau! Tu hermano era mi amigo. ¿Lo has olvidado? -Giovanni se secaba el vino derramado.

– ¡No me olvido de a quién sirves, esbirro del diablo! ¡Ni te atrevas a pronunciar el nombre de mi hermano! -La ira dominaba al buen Dalmau, todavía en forcejeo con su compañero.

– ¡Cálmate, Dalmau! No ganamos nada actuando de esta manera. Siéntate y escuchemos lo que nos tiene que decir. Lo único que nos liga al pasado es una maldita cuenta pendiente. ¡Déjalo correr, por el amor de Dios!

Jacques empujó a su colérico compañero sobre uno de los fardos y volvió a sentarse.

– Está bien, Giovanni, no perdamos más el tiempo. ¿De qué se trata?

– Sé dónde se encuentra D'Arlés.

– ¿Y por qué maldita razón estás dispuesto a darnos esta información? ¿Crees que somos un hatajo de imbéciles? -Dalmau no estaba dispuesto a tranquilizarse fácilmente.

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