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D'Arlés se abrió paso a empellones, maldiciendo. El clérigo había desaparecido de su vista, tragado por la marea humana que huía entre alaridos. Se detuvo con la cólera reflejada en el rostro, las cosas parecían torcerse desde que el bastardo de Giovanni le había escupido la identidad de Santos en medio de risotadas. No quería pensar en ello, no era el momento. ¿Y si el italiano mentía? Era capaz de hacerlo, aunque sólo fuera por el odio intenso y los celos que alimentaba contra él.

La Vilanova del Pi se extendía entre la calle Boqueria, antigua Vía Morisca que se dirigía hacia el Llobregat, y las tierras que pertenecían al monasterio de Santa Ana. El barrio crecía al rededor de la iglesia de Santa Maria del Pi, llamada así a causa del gran árbol que había crecido allí desde el siglo x, y su fama se debía en buena parte a sus burdeles, famosos en la ciudad.

Mateo se paró en una esquina, exhausto, su cuerpo se negaba a dar un paso más. Temblaba, sacudido por espasmos cada vez más frecuentes y difíciles de controlar. Sangre y más sangre en su mente, como si todo lo que mirara se transformara en rojo, impidiéndole pensar con claridad, pero se encontraba muy cerca de casa y deseaba llegar allí, costara lo que costase; no podía detenerse ahora cuando su refugio estaba tan próximo. Sin embargo, sus piernas se negaban a obedecerle. Debía calmarse, recuperar el aliento. ¿Era D'Aubert uno de los muertos? ¡Santo Cielo!, pensó, seguro que así era. Posiblemente, era aquel cuerpo con la cara totalmente desfigurada, un amasijo destrozado de carne y sangre. ¡Tenía que ser él, era su habitación! O sea, que aquel miserable tenía razones de peso para mantener el secreto. Aquello era realmente muy peligroso y le habían descubierto. ¡Por todos los santos del Paraíso, aquellos hombres le habían visto, sabían quién era…, los asesinos vendrían a por él!

Miró a su alrededor respirando pesadamente, nadie parecía seguirle, sólo algunos vecinos le miraban con curiosidad y desprecio. Le conocían y desaprobaban su vida, ¡malditos campesinos ignorantes! El enfado le ayudó a recuperarse, devolviendo las miradas con un gesto de desafío, pero siguió apoyado en la pared durante unos instantes. Después reemprendió el camino hasta el portal de su casa. Abrió la puerta, murmurando un hosco saludo a dos mujeres que parecían estar aguardándole, sin fijarse en la extraña tensión de sus rostros, en la inmovilidad de sus gestos.

– ¿Qué es lo que pasa, no tenéis nada que hacer, espantajos? La puerta se cerró a sus espaldas con suavidad. Le sorprendió no oír el portazo habitual: le había dado un buen empujón para cerrarla, como siempre. Era un aviso para los ocupantes de la casa de que el amo y señor había llegado y de que todo debía estar preparado y listo para servirle. Se volvió extrañado y vio a Santos tapando la salida, con una sonrisa irónica. Mateo lanzó un nuevo alarido y cayó al suelo desvanecido.

Fray Berenguer de Palmerola paseaba arriba y abajo de la estancia, impaciente, con la cólera habitual a flor de piel. En toda la mañana no había podido dejar de pensar en aquel asunto.

No deseaba defraudar al caballero francés que tanto confiaba en él, ni mucho menos desaprovechar las grandes ventajas que se le habían ofrecido. Ardía de rabia al pensar en aquel arrogante templario que, lejos de facilitarle la labor, se había atrevido a amenazarle. Se detuvo bruscamente cuando vio avanzar hacia él a fray Pere de Tever.

– ¡Esto es indignante, fray Pere, vuestro comportamiento es una vergüenza! Llevo dos días sin encontraros en parte alguna y sin que nadie sepa de vuestro paradero! ¿Qué significa vuestra ausencia? ¿Quién os ha autorizado a desaparecer de mi vista?

– Os ruego que me disculpéis, fray Berenguer, pero cuando llegamos a puerto, creí que ya no necesitaríais de mis servicios y enton…

– ¡Creísteis! ¡Nadie os ha pedido que penséis ni creáis nada, hermano! Vuestro trabajo se limita a obedecer, nada más, y os recuerdo que estáis a mí servicio y que no podéis ausentaros sin mi permiso. Si continuáis con vuestra indisciplina, no tendré más remedio que hablar seriamente con vuestro prior, y os aseguro que no os gustará lo que tengo que decirle.

– Tenéis razón, fray Berenguer, os pido humildemente perdón.

– ¡El perdón no es suficiente para vuestra culpa, hermano Pere! Tendré que pensar en el castigo que os merecéis; sin embargo, ahora tengo un trabajo para vos y es de la máxima urgencia. Debéis ir a la Casa del Temple y entregar este aviso, pero seguiréis unas instrucciones muy precisas, poned atención en lo que os digo. Encontraréis a algún mozalbete desocupado, que por unas pocas monedas se encargue de dejarlo en el portón de entrada, pero vos debéis vigilar que así lo haga. Es importante que nadie os relacione con el mensaje. ¿Lo habéis comprendido?

– Lo he comprendido, fray Berenguer, pero yo mismo puedo entregarlo, y no sería nec…

– ¡ Nadie os ha pedido vuestra opinión! -cortó tajante fray Berenguer-. Seguiréis las órdenes que os he dado y aprenderéis a obedecer sin preguntas ni comentarios. No aumentéis el castigo que, tened bien seguro, se aplicará a vuestra desobediencia.

Fray Pere de Tever asintió en silencio. Compungido, cogió el papel que le tendía su superior y esperó.

– La curiosidad es un pecado muy grave, hermano, y sólo se supera con el recogimiento y la obediencia. Deberíais saber que soy un hombre muy ocupado y no se debe molestarme con preguntas estúpidas e inútiles. Y ahora marchad de una vez y cumplid mis órdenes a rajatabla.

Fray Pere no se movió. Miraba a su hermano con desconfianza.

– ¿Se puede saber a qué estáis esperando?

– Me habéis ordenado que entregue unas monedas a cambio del encargo, fray Berenguer. Olvidáis que además del voto de obediencia, también prometí el de pobreza. ¿ Con qué se supone que debo pagar?

Fray Berenguer lanzó un resoplido de disgusto ante la insolencia del joven, pero no quería perder más tiempo, y rebuscando en su bolsa le entregó un par de monedas murmurando. -Con esto os bastará, procurad que no os engañen.

Fray Pere salió del convento, pensativo y cabizbajo. Sus graves sospechas no hacían más que aumentar y temía los manejos de fray Berenguer. A buen seguro estarían tramando algo contra el anciano judío, él y el caballero francés, el hombre que había embarcado en Limassol como un tripulante más. ¿Qué pretendía con aquel disfraz? ¿Quién era en realidad? Lo único seguro en aquella situación era que estaba manipulando la cólera de fray Berenguer en su provecho, halagándole descaradamente con palabras que nadie, excepto su vanidoso hermano, era capaz de creerse. ¿Qué estaría tramando aquel hombre? Nada bueno, sospechaba. Se sentía perdido y desorientado, no quería colaborar en las intrigas para perjudicar al bueno de Abraham. ¿Qué tenía aquel hombre contra el anciano médico? Tenía muchas preguntas y muy pocas respuestas. Dudó unos instantes mientras vagaba sin rumbo, sin atreverse a emprender el camino que le llevaría hasta la Casa del Temple, vacilando sobre qué debía hacer. De repente, tomó una decisión y cobijándose en un recodo de la muralla antigua, sacó la nota que le habían entregado, la desdobló y leyó con atención, casi sin atreverse a respirar. La perplejidad asomó a su rostro durante la breve lectura, sorprendido ante la mezquindad de su hermano, del poder perverso de su ambición. Aquello acabó por convencerlo, sabía perfectamente lo que debía hacer y no le importaban los riesgos. Sin más demora, emprendió el camino hacia la Casa del Temple.

Una parte de su memoria deseara estar enterrada en los paisajes que describía. Nunca lo había contemplado desde esta perspectiva y Guillem quedó pensativo. Quizá debería revisar sus propios recuerdos a la luz de esta nueva realidad.

Finalmente, Guillem había conseguido descansar un par de horas. Había recurrido a uno de los escondrijos de Guils, uno de tantos en la gran red de refugios seguros que había tejido cuidadosamente durante años de servicio. Los «Santuarios». Aprovechó para tumbarse en un viejo jergón, estaba completamente rendido y no tardó ni un segundo en perderse en el mundo de la inconsciencia. Soñó con los desiertos de Palestina, aquella inmensidad de arena dorada que tan bien describía Bernard en las horas muertas, la luz especial que se reflejaba en las calladas dunas. Un caballo blanco apareció en su sueño, mirándole con curiosidad, con las riendas sueltas, inmóvil. Después de unos instantes de contemplación, la bestia dio la vuelta, emprendiendo un ligero trote, alejándose de él. La llamó con un grito desesperado, comprobando con terror que de su garganta no salía sonido alguno, a pesar de 1o cual la hermosa bestia se detuvo volviendo el cuello y observándole de nuevo. «¿Qué quieres?», parecía decir. Pero por mucho que Guillem se esforzaba, no podía emitir sonido alguno, estaba mudo.

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