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Si antes de morirse va usted un día a pasear por allí, quería decir, si sus viejas piernas pueden devolverla un día a nuestro barrio y se para usted a contemplar la nueva iglesia, entonces no dejará de recordar que este feo templo de ladrillo rojo está asentado sobre las cuevas y el refugio antiaéreo que fueron nuestros dominios. Una ancha faja de terreno partiendo la manzana desde Escorial a Sors, con entrada en ambas calles, un sendero de grava, una capilla blanca con los flancos apretados de geranios y fangosas rinconadas de lirios, y un surtidor sin agua. Esta monja era entonces una bondadosa catequista, una gordita cariñosa y buena como el pan para los niños, ya no muy joven, interesada sobre todo por cosas del culto y por el coro de huerfanitas, así que no sabía gran cosa de los trinxes y sus terribles guerras de piedras. Pero recordará que alrededor de la cripta de la que había de ser nueva iglesia, sólo había los pozos y covachas que años después cobijarían los sólidos cimientos, los fundamentos de la futura gran Parroquia, porque la República o la guerra interrumpió las obras, de modo que la pequeña y primitiva capilla, chamuscada por el incendio y acribillada de balas, aún servía para el culto a pesar del boquete en el techo, del frío y la humedad y la poca gente que cabía, pues incluso, acuérdese, cuando la misa del gallo en Nochebuena usted tenía que dirigir el coro de niños en la misma puerta. Vaya usted un día por allí, Hermana, y verá las calles en pendiente por las que ellos se lanzaban con sus infernales carritos de cojinetes a bolas; aunque hoy estén asfaltadas, aunque se alcen modernas casas de pisos y hay más bares y más tiendas, todo sigue igual. Nunca se fue del todo aquel viejo hedor de vagabundo piojoso, aquel tufo de miseria carcelaria que anidaba en algunos portales oscuros. Y aún verá en alguna esquina la araña negra que las lluvias y las meadas de treinta años no han podido borrar del todo, presidiendo el mismo montón de basuras de entonces pero más grande y variado y suculento, que hambre ya no hay, eso no. Y recordará también las fronteras del barrio, los límites invisibles pero tan reales de los dominios de los kabileños y charnegos, la línea imaginaria y sangrienta que los separaba de los finolis del Palacio de la Cultura y de La Salle, niños de pantalón de golf jugando con gusanitos de seda en sus torres y jardines de la Avenida Virgen de Montserrat.

Los peligrosos kabileños del Carmelo merodeaban por los alrededores del campo de fútbol del Europa y los descampados al final de la calle Cerdeña, iban en pandilla, tiñosos y pendencieros, sin escuela y sin nadie que les controlara, muchos de ellos aprendieron solfeo antes de saber leer y escribir, jamás conseguí que no desafinaran, sonrió Sor Paulina, sus roncas y malsanas voces de viejo me asustaban, eran niños peor que la peste, embusteros como el demonio. Sus ropas olían a pólvora quemada y a fogatas de verano, frecuentaban refugios antiaéreos inundados de tierra y agua de lluvia, agujeros negros que aún no era tiempo de tapar o que la gente ya había olvidado, y al principio no querían saber nada de Las Ánimas, del catecismo ni del coro. Sor Paulina cabeceaba sobre sus sedantes, dejando morir la conversación, pero el melancólico celador insistía: quería hablarle de nuestra afición a contar aventis, Hermana, un juego bonito y barato que sin duda propició en el barrio de la escasez de juguetes, pero que era también un reflejo de la memoria del desastre, un eco apagado del fragor de la batalla.

Y habló Ñito de frías tardes invernales sumergidos en el tibio mar de tebeos y periódicos de acre olor, en la trapería de Java, alrededor de Sarnita y de su voz agazapada, revieja, abyecta y reverencial contando aventis: una cabeza rapada que lucía costras empolvadas de azufre como rabiosas moscas verdes, unas endiabladas manos tiñosas, una hermosa navaja de mango anacarado.

– No sé de qué juego barato me hablas -gruñó la monja.

Pero las mejores aventis eran siempre las que contaba Java en días de lluvia, cuando no salía a la busca con su saco y su romana y se quedaba en casa, recordó el celador: fue un día de estos cuando a Java se le ocurrió por vez primera introducir en la aventura inventada un personaje real que todos conocíamos, Juanita la «Trigo», una niña huérfana acogida a la Casa de Familia de la calle Verdi. En este preciso momento, al ver a Juani prisionera de la aventi, contuvimos el aliento y el auditorio se quedó expectante y desconcertado. Con el tiempo, Java perfeccionó el método: se metió él mismo en las historias y acabó por meternos a nosotros, y entonces el juego era emocionante de veras porque estaba siempre pendiente la posibilidad de que, en el momento menos pensado, cualquiera del corro de oyentes se viera aparecer con una actuación decisiva y sonada. Nos sentíamos todo el tiempo como alguien a quien va a sucederle un acontecimiento de gran importancia. Java aumentó el número de personajes reales y redujo cada vez más el de los ficticios, y además introdujo escenarios urbanos de verdad, nuestras calles y nuestras azoteas y nuestros refugios y cloacas, y sucesos que traían los periódicos y hasta los misteriosos rumores que circulaban en el barrio sobre denuncias y registros, detenidos y desaparecidos y fusilados. Era una voz impostada recreando intrigas que todos conocíamos a medias y de oídas: hablar de oídas, eso era contar aventis, Hermana. Las mejores eran aquellas que no tenían ni pies ni cabeza pero que, a pesar de ello, resultaban creíbles: nada por aquel entonces tenía sentido, Hermana, ¿se acuerda?, todo estaba patas arriba, cada hogar era un drama y había un misterio en cada esquina y la vida no valía un pito, por menos de nada Fu-Manchú te arrojaba al foso de los cocodrilos. «Lo-Ky, los cocodrilos para nuestro amigo», ordenaba el chino perverso y cabrón dando unas palmadas…

– Más respeto, celador.

– Era un chino de película, Hermana.

– Aun así.

En realidad, pensó Ñito, aquellas fantásticas aventis se nutrían de un mundo mucho más fantástico que el que unos chavales siempre callejeando podían siquiera llegar a imaginar: historias verdaderas con cocodrilos verdaderos, historias de delación y de muerte escuchadas fragmentariamente y de soslayo en las amargas sobremesas de nuestros padres, cuando se abandonaban al recuerdo, y que, sin embargo, no tenían la misma extraña fuerza de convicción que las aventis inventadas por Java o por Sarnita. Arruinada nuestra capacidad de asombro, sólo captábamos los signos del azar: Amén aseguraba haber visto tres viudas preñadas pariendo chorros de arroz y de harina en la Montaña Pelada, bajo la luna, espatarradas como viejas que mearan de pie; en la misma trapería, ausentes Java y su abuela, Sarnita decía haber oído, detrás de las altas pilas de papel y trapos, el paciente raspar de una lima y golpes de cuchara en un plato; y Luis juraba que en el cine Roxy vio cómo acribillaban a un policía secreto con una escopeta de caza, pero de juguete. A veces, acuclillados en torno a la más increíble aventi contada por el trapero, en invierno, al anochecer, la niebla nos traía la sirena lejana y fantasmal de un buque en la entrada del puerto y era como una sirena oída en sueños, no creíble, una sirena surgida de un mundo infinitamente menos real que el nuestro.

– Esto son aspirinas -dijo Sor Paulina, quitándole de las manos un frasco sin etiqueta-. Haz el favor de no mezclarlo todo.

Java solía empezar sus historias a tientas, palpando un agarradero cualquiera, por ejemplo un barco misterioso navegando en la noche con las bodegas llenas de pólvora camufladas en sacos de café del Brasil; entonces, si no sabía cómo continuar, si flojeaba su imaginación, se ayudaba un buen rato con un sonoro «¡tuuuuuuut…!», imitando maravillosamente la sirena del buque con el filo de la mano pegada a los labios y soplando «¡tuuuuuut!» mientras rumiaba la trama, la continuación, el despegue hacia una nueva intriga. Y en seguida, agarrándose las rodillas, balanceándose con las piernas cruzadas bajo el trasero, brillando sus pupilas en medio del círculo de oyentes, la intríngulis empezaba a fluir de su boca como el agua rápida de un arroyo, el relato se hacía impetuoso y abrupto, huidizo, dejando aquí y allá pequeños charcos de incongruencias y cabos sueltos que sólo mucho después nos intrigaban. Por ejemplo: ¿cómo podía un inválido en su silla de ruedas, si había restricciones de luz y el ascensor no funcionaba, subir hasta un segundo piso que en realidad era un cuarto? La niña que empujaba la silla, la Fueguiña, ¿hasta dónde lo llevaba? Aparte de la mastresa, que ella nunca llegó a conocer, en aquel piso no había nadie para ayudarla… Pero Java nunca se paraba en estos detalles, tal vez ni él mismo sabía gran cosa más por aquel entonces, y había de pasar mucho tiempo hasta enterarnos que era ella, la Fueguiña, la que al llegar al pie de la escalera, después del paseo de cada tarde, cogía en brazos al señorito y le subía peldaño a peldaño. Él se dejaba llevar como una muñeca, las piernecitas envueltas en el chal, la perfumada cabeza de negros cabellos engomados reclinada en el hombro de ella, los ojos cerrados, el fino bigotito tan bien recortado en la cara blanca como la cera. Nunca se nos ocurrió pensar que la Fueguiña, tan flaca y desmedrada, tuviera fuerzas para cargar con el inválido, ni que tuviera que ocuparse tanto de él: desnudarlo y meterlo en la cama, lavarle el cuerpo con una esponja rosa y ayudarle a hacer sus necesidades. Y eso que en las aventis de Java, según se vería tiempo después, la realidad era una oscura y pesada materia que había de permanecer aún mucho tiempo en el fondo, sin poder aflorar a la superficie. Pero todo acaba por saberse, Hermana…

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